Septiembre es agosto todavía. Los muchachitos se desmayan en las clases, víctimas de un verano que no acaba y de un nuevo calendario escolar bastante absurdo. El curso ha empezado y todo son nuevas agendas y nuevos proyectos y nuevas ansiedades y los nervios se disparan y las noches no se duermen y y y etcétera.
En estas me encuentro cuando, reorganizando mis estantes, compruebo que de un tiempo a esta parte estoy leyendo muchas más cosas que me hacen daño. Lo hago constante y conscientemente. Si V. subiese a mi cuarto alguna vez y echase un vistazo a mis libros tendría más razones para teclear “dramas” en nuestra pantalla privada y adornar este discreto acceso de comunicación con esa carita amarilla semioculta por unas gafas de sol –no digo que no lo haga ya, solo que estaría más justificado que ahora-. Me gusta que las palabras me hieran como una navaja, a ser posible oxidada, a ser posible nueva pero enfermiza. Disfruto cuando me invade la sensación de estar siendo contaminada por un extraño virus incurable. Si Carmen G. de la Cueva me dice
odio cuando la gente llama bonitos a los poemas los poemas no son bonitos no pueden serlo
son crueles o brutales o hermosos o flechas clavadas en tu corazón capaces de arrancarte el alma pero no,
bonitos no pueden ser nunca
yo asiento y me golpeo el pecho como feligresa en plena oración.
Por eso, cuando A. me preguntó si había echado un vistazo a los libros que me había traído a casa para salvarme de la ansiedad –un tomo de Nick Furia, una novela juvenil de terror, dos ediciones de Madame Bovary a elegir y un par de títulos de Yukio Mishima-, la respuesta fue que estaba enfadada. Tal vez dejó El rumor del oleaje sobre el montón sabiendo que respetaría el orden y, sobre todo, sabiendo qué efecto causaría en mí un escritor al que llevaba años queriendo sacar de mi “lista de espera”. O tal vez no. El caso es que me enfadé de verdad. Qué pasa con Mishima, le dije. Qué pasa con Mishima que no puedo dejar de leer aunque lo intente. Qué pasa con su costumbrismo con textura de tofu, con sus capítulos breves en los que no ocurre nada y sin embargo parecen contener la receta de la vida. Qué pasa que tengo esta sensación de primer enamoramiento en la boca del estómago, esta ternura y este sosiego en las manos. Qué pasa que me ha devuelto una paz que yo no esperaba y posiblemente no quería. A. siempre es paciente conmigo. Me consintió el desahogo antes de explicármelo: <<pasa que Mishima es un narrador de lo tranquilo, que cuenta historias menores que resultan ser la descripción más precisa del alma del Japón de la posguerra>>.
Y entonces hablamos de cómo parece que nunca pase el tiempo, o que avance más despacio; de su trato preciosista a la relación pueblo-hábitat y de lo poco relevante que se nos antoja todo, incluidos nosotros mismos, tras las meticulosas descripciones de una jornada en una aldea de pescadores o, como ocurre en El marino que perdió la gracia del mar, de las normas tácitas de un clan de adolescentes que se enfrentan a los cambios sociales consecuencia de una guerra, pero también a su propia evolución hacia la madurez. Hablamos sobre Mishima y lo que hace su literatura por Japón. En algún momento, A. decidió que incluso Karate Kid 2 bebe de él y yo estuve completamente de acuerdo. Y llegamos a la conclusión de que, al final, aunque todas las historias contadas y por contar sean historias de amor, no necesariamente han de abrir al lector en canal para ser apreciadas. Así que, a modo de limpieza mental, casi por prescripción médica, esta semana he tomado una decisión: aparcar las voces jóvenes, vivas, hirientes, durante este mes, y dedicarlo a leer cómics de superhéroes y a disfrutar de ese autor japonés que oculta en lo insustancial toda la sustancia de la vida, del amor y de su propia civilización. Y no duele.
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