La historia de Viven conmocionó al mundo en 1972. La desaparición en los Andes del vuelo que transportaba a todo un equipo uruguayo de rugby, y el rescate de los que seguían vivos meses después, tras la heroica odisea de dos de ellos hacia la civilización, aderezado con el escándalo que supuso su confesión de que, para sobrevivir, habían comido la carne de sus compañeros muertos… un notición y un best-seller seguro.
Pero Viven no dejaba de ser la crónica aséptica (intencionadamente, para no añadir morbo a una historia que de por sí lo desbordaba) de un periodista que entrevistó a los supervivientes y trató de trasladar al papel la versión más objetiva posible de una tragedia incalculable. Un logro y un éxito, sin duda, pero una experiencia tan extrema, tan capaz de sacar lo mejor y lo peor de un ser humano… mejor si es explicada por los propios implicados en primera persona, ¿no? Pues eso es Milagro en los Andes, el relato de primera mano de uno de ellos, Nando Parrado.
Nando fue uno de los supervivientes más célebres, por varios motivos. El más luminoso, por formar parte de la expedición que finalmente salvó la vida de los quince chicos que quedaron con vida tras el accidente y un alud posterior. El más controvertido, por convertirse en un soltero fiestero y amante de la Fórmula 1 durante los años siguientes a la tragedia, algo que parte de sus compañeros y de la opinión pública criticaron duramente, por la frivolización que suponía de algo tan desgarrador como lo que había ocurrido. El más desgarrador, precisamente, por ser el único de los supervivientes que no sólo perdió parte de su vida en aquellas montañas, sino también a su madre y a su hermana, que lo acompañaban en aquel viaje fatídico.
La historia que explica Nando es una historia de dolor, conflictos y desazón. Compañeros (y para él, también familia) muertos a su alrededor, heridas físicas profundas (su cráneo quedó gravemente herido por la colisión), hambre, un frío inimaginable, una sensación de soledad indescriptible. Si la convivencia de por sí es dura, trasladarla a un paraje inhóspito en el que cada uno convive con sus propios miedos e impotencia da una idea de cuántos enfrentamientos y sufrimiento se produjeron en aquel paraje entre chavales que estaban acostumbrados a vivir entre algodones.
«Hay barreras mentales que se traspasan muy lentamente». Con estas palabras, Nando aborda el punto más escabroso de su experiencia: el momento en que decidieron que la única manera de sobrevivir sin comida era convirtiendo en alimento los cadáveres de sus amigos. Algunos se negaron. Otros decidieron poner un punto de civilización a esa decisión, no comiéndose a aquéllos para los que alguno (especialmente el propio Nando, que tenía allí a su madre y a su hermana semi-enterradas en la nieve) tuviese una objeción. Pero todos los aceptaron como parte de aquella terrible realidad que les había tocado vivir. Lo hicieron, como lo harían muchas otras personas en su situación.
Pero Nando no sólo hace sentir a los lectores ese frío, ese vacío y esa desesperación, sino también el encuentro con Dios. Y que nadie se asuste: no es un encuentro misericordioso, ni tan sólo simbólico. Él estuvo atrapado en medio de aquellas montañas, y lo que vio allí, lo que lo envolvió, le hizo comprender una serie de verdades. Entre ellas, que esas montañas forman parte de un espectáculo natural cuya grandeza residía en que ningún humano podía haberlo disfrutado hasta ese momento… y de hecho, eso carece de importancia. Porque lo que Nando aprendió fue que los seres humanos somos una mota en un universo que ha amanecido y anochecido durante millones de años sin que nuestra presencia haya supuesto ningún cambio. Ahí está Dios: es esa fuerza cósmica que ha creado un mundo que nos queda grande.
Y también aprendió otra cosa allá arriba: que la muerte es la constante. Él pensaba que la vida era lo real y que la muerte tan sólo era el final de la vida. Pero allí comprendió que la muerte es la base, la constante de la realidad, y que nuestra vida sólo es una casualidad que, precisamente por eso, es un tesoro. Lo contrario de la muerte no es la vida: es el amor, ese motor que nos hace seguir adelante a pesar de tenerlo todo en contra. Por eso luchó, ataviado con unas zapatillas gastadas y una ropa totalmente insuficiente para caminar durante días por las cumbres montañosas nevadas de los Andes. Por eso siguió adelante con su compañero Roberto Canessa cuando Titín, el tercero de los expedicionarios, tuvo que volver atrás, al calcular que necesitarían su comida si querían tener alguna oportunidad de llegar hasta la salvación. Porque el Amor que sentía, sobre todo por su padre, al que imaginaba absolutamente destrozado por la muerte de su familia, era el bastón que lo hacía apoyarse en su humanidad maltrecha pero no perdida. Luchó… y ganó.
Título: Milagro en los Andes |
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