En el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México despidieron las cenizas de Gabriel García Márquez presidentes de gobierno, autoridades civiles y anónimos lectores. Barack Obama lanzó un comunicado oficial tras su muerte. Fidel Castro mandó una corona de flores. Las portadas de los principales periódicos de todas las lenguas dedicaron especiales y portadas a su rostro sonriente, el de la fotografía de su último cumpleaños, el pasado 7 de marzo, en el zaguán del 144 de la calle Fuego, en El Pedregal, en la capital de México, donde el escritor colombiano residía desde hacía décadas.
La próxima vez que alguien me pregunte para qué sirve la literatura, por qué el arte, chico, haberte hecho médico, o abogado, que roban más, les hablaré de García Márquez. De un colombiano de una aldea pobre no muy lejos del Caribe que consiguió poner en el mapa a todo un continente gracias a la imaginación y al trabajo del narrador. Sus personajes, que tienen poco de mágicos, están construidos con la materia más cercana, que Gabo repensó en los exilios y en las ciudades por las que pasó, París, Barcelona, México, para convertirlos en universales. Les diré que presidentes del gobierno le llamaban para cenar con él, que su aldea natal, Aracataca, votó para cambiarse el nombre a Macondo, el espacio mítico de Cien años de soledad, que como las grandes construcciones del hombre, cambió para siempre el paisaje de la memoria. ¿Se imaginan La Mancha antes del Quijote? Tantos siglos debatiendo entre la influencia de la realidad en la ficción, y resulta que los epígonos de la literatura modifican la realidad. Igual que después de Rubén Darío, igual que después de Pablo Neruda, hay un antes y un después de la estirpe de Cien años de soledad.
Con la muerte de García Márquez se acaba el siglo XX en América Latina. Su legado y su herencia, amadas y odiadas, compartidas y rebatidas, son solo el inicio del camino espinoso del continente hacia la posmodernidad, también en el ideario estético. La hojarasca, Doce cuentos peregrinos, que tanto odia mi prima Paula porque le obligaron leerlos en el instituto, Crónica de una muerte anunciada, El general en su laberinto, Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera son alguno de los títulos más representativos de una poética total y totalizadora.
«Es esa realidad desaforada la que hoy ha merecido este galardón», dictaba en Estocolmo cuando recogía el Premio Nobel. Una realidad que García Márquez convirtió desde el imaginario mágico de las creencias ancestrales en el centro de la cultura en español, una realidad que inventó como solo se puede inventar la realidad: con el espacio de todos los días. Entre Cervantes y Gabo anda el juego. Mamá, ya no tengo dudas, aunque sea de Petrer, yo de mayor quiero ser escritor.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
(…) Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos
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