El significado de un cuadro no reside en los pigmentos ni en el lienzo, sino en la relación entre la tela, el modo en el que fue creada la composición y el espectador que la contempla. Si intentamos comprender una pintura desde el punto de vista de los óleos que la componen o de los trazos sobre el lienzo no alcanzaremos a entender conceptos como alegría, tristeza, miedo, angustia, obsesión o locura. El análisis de un cuadro es una actividad cultural y dinámica. Al fin y al cabo, una pintura no deja de ser una sublime ilusión óptica, como el cine, la independencia del Poder Judicial o el civismo en las redes sociales. Nosotros le damos el significado al cuadro del mismo modo que nuestras consciencias le dan significado al mundo. El segundo lo construimos a medida que vivimos en él y el primero conforme lo contemplamos. Ambas son experiencias subjetivas. Tenemos una manera particular e individual de ver, oír, sentir y oler el universo que nos envuelve. Incluso tenemos, casi con total seguridad, una manera propia de experimentar el tiempo y el espacio. Pintamos el mundo no solamente como nuestros sentidos nos lo presentan, sino partiendo de la manera en cómo lo vivimos. Y con el arte nos pasa lo mismo. No en vano los humanos nos movemos en un mundo lleno de significados y plagado de símbolos que nos suelen llevar con harta frecuencia al equívoco y al malentendido, pero que en momentos de inspiración pueden resultar epifánicos. El problema está en lo poco que nos esforzamos para lo segundo y en lo susceptibles que somos de caer en lo primero. Una pena.
Todos damos por cierto que lo que vemos y oímos, todo lo que es atrapado por nuestros sentidos y decodificado por nuestro cerebro, es real. Sin embargo, la cuestión es bien distinta: nuestro cerebro va construyendo y jugando con diferentes hipótesis de la realidad y acaba dando por buena aquella que se asemeje lo más fielmente posible a lo que ocurre alrededor (por eso la labor de los periodistas, tertulianos y adoctrinadores es frenética contrarrestando o devaluando nuestra capacidad cognitiva). Sin embargo, y aun a pesar de los opinadores profesionales, todo lo entiende la mente en base a la información que le proporcionan nuestros sentidos. Los colores no existen. Son tan sólo oscilaciones de la luz que transformamos en códigos dentro de nuestra cabeza (visto a la luz ultravioleta, hasta Donald Trump es negro). El aire vibra a nuestro alrededor y nos golpea el tímpano transmitiendo señales que el cerebro traduce en impulsos nerviosos (exasperantes en el caso de la discografía de Melendi). Y nos pasamos la vida oyendo unas cosas que no existen y viendo otras incompletas o parciales. El cerebro interpreta la vida. Vivimos encerrados en un cuerpo, interpretando una sinfonía de estímulos que quizás se parecen tan sólo a una parte de la realidad. Nuestra consciencia es nuestra primera y última barrera para definir lo que somos. Acaso la mente no sea otra cosa que un mecanismo del cuerpo para existir en el mundo y la barrera que nos autoimponemos para no soñar demasiado. Puede que lo que de verdad identifique al artista como tal sea su capacidad de transgresión sobre estos límites convencionales aceptados por todos, su osadía niña de ir más allá renunciando a fútiles complejos. Y quizás convendría, y de eso va, queridos amigos, el artículo de hoy, que nos planteásemos por una vez que Quijote era el cuerdo de la historia y los demás los que no descifraban lo que ocurría a su alrededor.
Y mientras yo intento, a través de mis limitados sentidos, averiguar qué me rodea, quién soy, cómo soy e incluso dónde estoy, las imágenes de Franz Marc me invitan a la duda quijotesca y a que lo olvide todo y me deje llevar a un mundo exquisitamente onírico de caballos azules, ninfas nudistas, colores extremos y paisajes musicales. Sus pinturas nos ofrecen un mundo bello, distorsionado a mejor, colorista, alegre y magnífico que reordena la estética y desafía los sentidos o se rebela contra ellos. Acaso mi reticencia a aceptar como verdaderas sus imágenes se deba a mi contaminación cultural. Quizás Marc fuera criptestesista y poseyese algún órgano sensorial desconocido que le permitiese ver el mundo en su belleza más poética… o tal y como es en realidad. Si los humanos no vemos el mundo como es o como creemos que es, sino como queremos que sea, resulta altamente sugestivo que mentes privilegiadas, tocadas por el sublime don de la imaginación, hayan podido experimentar de primera mano realidades diáfanas cuya imposible fotografía nos han legado a las siguientes generaciones para que no perdamos la esperanza en nuestra propia imaginación. En cualquier caso, la obra del pintor bávaro nos muestra la asombrosa inexactitud de nuestra percepción de la realidad. Y lo hace por medio de una alternativa mucho más enriquecedora. Sus mundos soñados nos enfrentan a la realidad de que nos encontramos en un universo que podría estar separado de nosotros mismos, pero que no nos es ajeno.
Imaginemos por un instante que todos somos personajes dentro de una simulación holográfica, una especie de videojuego tridimensional con una tasa de perfección absoluta e indistinguible de la realidad. Ya hay teóricos que aventuran esta posibilidad desde los onerosos ramales de la física cuántica. ¿Qué pasaría si fuésemos capaces de ver la realidad que subyace por debajo de esta simulación? ¿Cómo percibiríamos las cosas? La socaliña que nos ayudaría a escamondar los árboles que nos impiden ver el bosque bien podría ser el Arte cada vez que se nos presenta como prisma perceptivo que reinterpreta lo que damos por sentado: que los caballos no son azules ni amarillos, por ejemplo. ¿No lo son? ¿Por qué? ¿Porque lo dice todo el mundo?
Los mundos soñados de Franz Marc nos exponen, tal vez, a la asombrosa inexactitud de nuestra percepción de la realidad. Y a uno le gustaría pensar que esos mundos son tan reales como el teclado que tiene delante. Y que acaso vivamos todos en un sueño constante avivado por los sentidos. Un sueño que podemos cambiar a mejor abriéndonos a otras percepciones que entronquen con la maravilla que llevamos dentro. ¿Por qué no? Nuestra definición de subjetividad depende de manera inexorable y directa de nuestra definición de normalidad. ¿Por qué mi mundo es el normal y los de Franz Marc han de ser los soñados? ¿Quién, aparte de mí, se resiste a que sea al revés? La mente es una entidad pensante y consciente capaz de comprender, sentir e imaginar. Asumimos verdades objetivas como realidades consensuadas porque nos enseñaron a despedir la infancia de ese modo. De adultos nos resulta extraordinariamente difícil cambiar la visión del mundo que se nos inculcó de pequeños, esa en la que la realidad percibida desde el mundo físico equivale a la realidad objetiva. Marc, como otros, se opuso. Y decidió que su consciencia se dejase llevar por la enaltecedora métrica de los mundos soñados. Los mundos soñados de, por y según Franz Marc. Porque todos soñamos continuamente. No es malo soñar, de hecho es bueno y absolutamente necesario para preservar nuestra salud mental. Alguien que no sueña puede acabar convertido en un psicópata y de ahí a la política o al ejercicio de la magistratura hay un paso. Por eso quieren quitarnos la costumbre y darnos los sueños ya manufacturados. Para que no sepamos nunca que los caballos azules y amarillos existen, que son reales. Y más bellos.