A mediados de los setenta, cuando estaba prácticamente agotado el filón del ciclo de películas de aquel interesante experimento que fue la Tercera Vía, cuyo objetivo fue el de ofrecer al espectador de la época un cine comercial digno que retratara de forma desenfadada y no sin tintes críticos la realidad social del momento, Roberto Bodegas, su principal exponente junto a Antonio Drove, propuso a su buen amigo Juan Marsé escribir el guión original y diálogos de una película que acabó siendo «Libertad provisional», producida -como aquéllas- por José Luis Dibildos, dando lugar a una crónica pesimista, amarga, sobre la regeneración social que supone no solo su mejor obra sino también, pese a permanecer en el olvido, una de las que debieran figurar en cualquier lista del cine español esencial de esa década.
Cuando Manolo, un delincuente del montón, conoce a Alicia, vendedora de libros a domicilio que utiliza de vez en cuando su trabajo para prostituirse, encuentra la posibilidad de redimirse, de hacer realidad la vida que había soñado y que no es más que el triste reflejo de las aspiraciones de la clase media.
En un primer momento, la pareja se rige por parámetros poco convencionales: Alicia, rabiosamente independiente, hecha a sí misma, insobornable, dueña absoluta de sus actos, establece como condición que convivan manteniendo su libertad personal, individual, donde la compañía y el sexo primen sobre las ataduras y cortapisas emocionales. Madre soltera, además de su hijo y de ayudar económicamente a su madre, no tiene otro horizonte que el de hacer frente a los pagos del colegio, del coche y de un piso desarreglado que tiene lo justo para ser mínimamente habitable. Encara su día a día transgrediendo el método, el sistema, el orden previsible de una vida burguesa, justo lo contrario de lo que precisamente ansía y reclama el excluido, el delincuente, el ladrón, el desclasado: «Aquí falta método». Y su método es trabajar sin parar como socio de ella, vestir de traje, ganar dinero suficiente para convertirla en un ama de casa al uso con una vida ejemplar, y transformar el piso desnudo, desangelado, de paredes blancas, en un lugar grotesco y claustrofóbico que empapela, enmoqueta, amuebla y decora, donde ni siquiera falta el perro y un bar en una de las habitaciones: útiles, objetos que algún día, inservibles, viejos o sustituidos por otros, irán a parar a un descampado para ser quemados por los habitantes de esa periferia barcelonesa de la que Manolo procede y a la que Bodegas recurre en varias ocasiones contrastándola con la gran ciudad en un mismo plano.
«Le perdí el miedo a la miseria. No la temo. Si ahora pienso en ella y la temo, no es por sí misma sino por lo que trae consigo: ignorancia, incultura… y no poder cambiar, no hacer nada por cambiar». Pero su intento por conquistar su «Isla del tesoro», lectura que le resulta reveladora durante su breve estancia en la cárcel, se queda en nada. Ninguna revolución, ninguna meta que escape a lo común: apariencia, normalidad, respetabilidad acordes a un feroz e hipócrita modelo socialmente consensuado; espejismo de felicidad y comodidad bajo las formas de un trabajo, de un hogar, de la seguridad de una relación sentimental y familiar estables, de un consumismo narcotizante. Alienación, al fin y al cabo. Terrible paradoja: el cambio era esto. Por ello, resulta infininamente más honesta, valiente y consecuente Alicia en su particular y amoral forma de darse a respetar, de desenvolverse en la jungla urbana, que la de Manolo persiguiendo lo que la sociedad espera de él y plegándose a ella.
Pasajes liberadores, evasivos, de «La isla del tesoro» también son leídos por la protagonista, siempre al compás de la marcha fúnebre del «Titán» de Mahler, al muy probable padre de su pequeño, un apuesto señorito de la alta burguesía en cuya casa servía, postrado en una cama, convertido en un vegetal tras un accidente de tráfico y muy sugerente como personaje-metáfora. No es casual la muy significativa utilización de esta pieza musical, que su autor concibió como una burla de la inocencia, de la forma en que se desintegran los ideales y amores puros, pues sus acordes vuelven a sonar en claro paralelismo cuando aquélla, tras aflorar el sentimiento amoroso, acaba cediendo a las pretensiones metódicas de su pareja y se convierte, aunque por poco tiempo, en un objeto secundario y dependiente, sin apenas iniciativa.
Sin necesidad de recurrir a alardes formales, la sencillez de la puesta en escena de Roberto Bodegas dota de una extraña y bella intensidad a las secuencias más intimistas y la consagra, además de a la efectividad de los diálogos directos, contundentes, realistas de Juan Marsé, al trabajo revestido de naturalidad de los dos actores principales, Patxi Andión y una impresionante y desinhibida Concha Velasco (sin duda, es su tercer gran papel de la década de los setenta junto a «Tormento» y «Pim, pam, pum… ¡Fuego!», ambas de Pedro Olea), ingredientes para este lúcido, incisivo, despiadado e irónico retrato social que resultaron desgraciadamente insuficientes de cara a su carrera comercial, culminada en un estrepitoso fracaso, lo que llevó a su director a seis años de inactividad, rodando en 1982 su otro gran título, «Corazón de papel».
«Igual que tú, hago el pervivir y empiezo el pan por el pan de cada día, y como tú se me acaba la poesía con el pan de cada día. Con el pan de cada día, se acabó la poesía». Es un fragmento de la canción interpretada por Rosa León y escrita por Patxi Andión para la película, y es el perfecto resumen de «Libertad provisional»: el pan de cada día, la realidad cotidiana dinamita la candidez, la ingenua, típica y tópica odisea vital idealizada del protagonista, incapaz de evitar ser traicionado y devorado por ella, mientras Alicia, consciente de ello, se desenvuelve, pervive y sobrevive… pero sola.