Léonce Perret (1880-1935) dio sus primeros pasos en la industria del cine como era costumbre en la época silente. Empezar en la actuación (él venía del teatro), para profundizar y pasar posteriormente o compatibilizando con la elaboración de guiones, la producción y dirección. Su versatilidad le conduciría años después a buscar la exquisitez en lo orquestal, decidiendo y eligiendo un grupo de profesionales que encumbraran su cine. A pesar de fallecer pronto, tuvo una densa trayectoria como actor y director que se tradujo en unas cuatrocientas películas de diferentes temáticas. Sus primeros trabajos como actor fueron para la Compañía cinematográfica Gaumont, siendo dirigido por un grande como Louis Feuillade (absoluta estrella e impulsor de los históricos estudios), que sustituyó a Alice Guy como la principal persona responsable y artística de la compañía una vez que ésta se marcha a EEUU a fundar la Solax Company.
A su vez, Perret codirigiría con Feuillade y pasaría a la dirección en solitario cogiendo las riendas de la fructífera y conocida empresa de Léon Gaumont (rival del imperio Pathé Frères en esos años) con el estallido de la I Guerra Mundial , aunque la impresión es que estuvo a la sombra de Feuillade –competían en películas de suspense y en el arte de filmar París–, maestro de los seriales fantásticos como Fantômas, Les Vampires, Judex o Tih-Minh, que tanta repercusión tuvieron. Y eso que Perret gozó de una muy buena carrera cinematográfica centrada también en lo criminal, germen del género policíaco que desembocaría años después en el Polar francés; así como se introduciría en el “fantastique”, lo romántico, algunos trabajos destinados al patriotismo (el documental Les Poilus de la revanche (1916), o Une page de gloire (1915), que retomaría en sus años en EEUU para N’oublions jamais en 1918); otros de carga simbólica como en Le Hâleur (1911), también trabajos muy líricos, realistas, comedias, melodramas y algún documental.
Con la I G. M. se exilia en 1917 a EEUU, donde permanecería cinco años familiarizándose con el método americano en el que el realizador no sería “la persona para todo” y ejerce de “director de orquesta” de especialistas en diferentes áreas. Planteamiento y objetivo que quiso traer a Francia a su vuelta, después de observar a grandes como D.W. Griffith o Cecil B. DeMille, entre profesionales de la dirección artística, vestuario o fotografía. Si bien la edad de oro de Léonce Perret fue la década de los 10 del s. XX –erigiéndose como un director de vanguardia, siempre investigando, evolucionando en la gramática narrativa, tal como podemos observar en L’Enfant de Paris (1913)o Le Mystère des roches de Kador (1912)– también en los 20 demostró un gran nivel como en esta película que nos ocupa. Con la que, según la Cinémathèque française, su principal apuesta pasaba por crear una obra exitosa no sólo en Francia, sino a nivel internacional, fundamentalmente en EEUU, país de donde regresaba y al que pretendía impactar con sus avances.
Trabajaría ahora para la Pathé buscando un libro con mucho éxito como el de Pierre Boinet titulado Kœnigsmark (1918), que supuso su lanzamiento como autor. Escritor que sería antes adaptado al cine con acierto en L’Atlantide (1921) por Jacques Feyder, constituyendo un valor seguro. Tal fue el excelente resultado, que pretendió realizar la versión sonora, siendo imposible al fallecer, retomando el proyecto Maurice Tourneur en 1935. Además encontramos otra versión en 1953, de Solange Térac y otra televisiva de 1968. La película está realizada en 1923, en un contexto difícil por la enorme calidad artística de sus grandes coetáneos, representantes de la vanguardia como Marcel L’Herbier (que trabajaría también para la Gaumont), Jean Epstein (cuya magnífica obra impresionista Coeur fidèle se estrenó el mismo año), Germaine Dulac, Dimitri Kirsanoff, o Abel Gance, que hizo de actor en su primera apuesta seria con su primera compañía en Molière (1909).
La adaptación del libro de Boinet corrió a cargo del mismo Léonce Perret y René Champigny, siendo rodada parcialmente en Baviera en los exteriores (empeño de director) y los interiores en el estudio Pathé-Consortium-Cinéma. A pesar de algún accidente y enfermedad de los actores principales, la reticencia inicialmente sospechosa de realizar una película de propaganda anti alemana (el reino cambiado de nombre que se recrea es el inmediatamente anterior a la I G.M.) o inclemencias meteorológicas que dificultaron el rodaje, el director la sacó adelante consiguiendo un triunfo rotundo no sólo en Francia, sino en el extranjero, devolviendo un optimismo a la industria francesa. Fue restaurada en 2003 por la Cinémathèque française a partir de tres elementos: un elemento negativo al nitrato, versión destinada al extranjero, sin intertítulos; una copia teñida al nitrato, sin intertítulos e incompleta, procedente de colecciones, y una copia teñida al nitrato, con intertítulos e incompleta, de las colecciones de la Cinémathèque de Toulouse. La restauración consistió en combinar estos materiales para obtener una copia completa y restaurar la edición e intertitulado original, siendo objeto de digitalización HD en 2018.
La película Kœnigsmark (se incluye enlace para su visionado) reúne muchas virtudes edificadas en su factura plástica atravesada por unas formas visuales muy cuidadas, pictóricas, exquisitez de los espacios elegidos (tanto interiores, como exteriores), logrados por el extraordinario trabajo de diseño de producción de Georges Jacouty (que también trabajo en “Napoléon”, de Abel Gance) y Pierre Becker. También resulta muy destacable la fotografía de Jacques Bizeul y Gustave Preiss, que consigue crear atmósferas intrigantes del Castillo, así como las nocturnas en la celebración con fuegos artificiales o la especial luminosidad del humo sobre un proyector de cine en una sala. Impecable nitidez y luz que ensalzan a esa mole en su arquitectura imponente o la del bosque y el lago que lo rodean. Las lujosas estancias fueron decoradas de forma meticulosa recreando el Art Nouveau por la casa André Groult, que me recordaron, aunque con otro estilo posterior y más amplias, a L’Inhumaine (1924) de Marcel L’Herbier, donde también existió una buena orquestación de diversos especialistas en arquitectura y diseño. Y un pilar muy importante residió en el vestuario, a cargo de Boué Soeurs(la prestigiosa firma parisina) y Léon Bakst. Un aspecto celosamente minucioso y muy destacable son todos los vestidos femeninos y trajes de hombre que exhiben en cada acontecimiento social de esa burguesía de la primera década, que en realidad pretendía ser una seña de identidad de la moda francesa y ocio de las clases pudientes exportables al extranjero, añadiendo un desfile al metraje o un espectáculo exótico nocturno con piscina incluida.
La revista Ciné pour tous recoge en su tiempo lo siguiente: «Una larga sucesión de maravillosos encuadres y momentos culminantes tratados con un profundo conocimiento de todas las posibilidades técnicas y con una sensibilidad más artística que dramática».
En este sentido de su excelente factura formal, la revista Ciné pour tous recoge en su tiempo lo siguiente: «Una larga sucesión de maravillosos encuadres y momentos culminantes tratados con un profundo conocimiento de todas las posibilidades técnicas y con una sensibilidad más artística que dramática». Y estoy de acuerdo en eso de subrayar más lo artístico porque, aunque Kœnigsmark me parece un prodigio, quizá adolece en algunos momentos de algún bajón en el desarrollo de la historia –tres horas de metraje era algo poco habitual en esa etapa, más acostumbrada a seriales–, enfriando el suspense, aflojándose la tensión necesaria para una película sustentada por crímenes, ambiciones y demanda de libertad femenina. Y a ello contribuye quizá la abundancia de planos fijos (con algún tímido travelling hacia delante poco significativo), escrupulosamente medidos y centrados en sus encuadres que hacen caer en un ligero estatismo en unos años donde el vanguardismo había evolucionado a una expresión cinematográfica más rica. Sin embargo, están eficazmente compensados con escenas al inicio muy bien montadas y dinámicas de caza y persecución donde la protagonista campa a sus anchas demostrando su autonomía.
Destacable el uso de flashbacks muy rápidos antes de un suicidio, la escena del incendio provocado, la caza en Camerún o la huida en coche hacia Francia con planos subjetivos, o la sobreimpresión de un rostro amenazante del asesinado sobre su ejecutor, que aportan ese necesario equilibrio entre lo rígido de los interiores y la agilidad de la gramática narrativa en exteriores. Pero, para mí, un aspecto muy reseñable es la inclusión del cinematógrafo dentro de la historia. Ese elemento metafílmico, de autorreferencia, como en otras películas suyas tales como Le Mystère des roches de Kador (1912) –donde existía una terapia psicológica con el uso del cine para recordar– o Léonce cinematographiste (1913), me parece una genialidad. El momento en que esa cúpula social está viendo en el castillo una película rodada en Camerún, unido a un aviso que avisa de la muerte del protagonista por insolación, me parece una llamada deliciosa y acertada sobre el carácter fantasmal de la imagen cinematográfica. Una reflexión acerca de la naturaleza de la impresión cinematográfica, un acto de muerte momentánea, pero a la vez el milagro de la vida eterna de forma paradójica.
El argumento radica en los avatares en el reino ficticio de Mégranie, poco antes de estallar la Gran Guerra, en la que la princesa Aurore se espera que se case con Rodolphe para ostentar el reinado. Su hermano Frédéric hará todo lo posible para paralizar esta unión con desmesurada ambición creando una tela de araña con el entorno de Aurore para ascender y ocupar ese ansiado cargo. Agrada ver una historia dotada de algún toque feminista reflejando el interés de la princesa por permanecer independiente y elegir a quien amar sin imposiciones, liberándose de lastres tradicionales en un contexto prebélico y determinante para la historia de Europa. También resulta algo innovador incluir dos tipos de finales: el más realista frente a una tumba debajo del Arco del Triunfo en París al terminar la guerra, seguido de uno más optimista y romántico en el que la protagonista espera unirse a su amado.
Léonce Perret, escritor, director, guionista, actor y productor. Una figura del cine francés polifacética con una prolífica obra que merece ser estudiada, aunque de difícil acceso. Quizá algo eclipsado por sus contemporáneos, sin embargo, demostró una gran capacidad expresiva y de investigación de las posibilidades de la imagen. Dotado de un extraordinario sentido estético y caligrafía preciosista en muchas de sus películas, ésta sería fruto de su enorme creatividad unida a un cuidado uso del encuadre, alcanzando un sello propio.
DIRECTOR: Léonce Perret. PAÍS: Francia. AÑO: 1923. DURACIÓN: 180 min. IDIOMA: Muda. Intertítulos en francés. GUIÓN: Léonce Perret, René Champigny. Novela de Pierre Benoit. PRODUCCIÓN: Films Radia. DISTRIBUIDORA: Pathé Consortium. FOTOGRAFÍA: Jacques Bizeul y Gustave Preiss. INTÉRPRETES: Huguette Duflos, Jaque Catelain, Georges Vaultier, André Liabel. DISEÑO DE PRODUCCIÓN: Georges Jacouty y Pierre Becker. VESTUARIO: Boué Soeurs y Léon Bakst.