—¿Qué haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida.
—Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años.
Quien deja en el aire esta reveladora sentencia es Cecilia, la hija pequeña de los Lisbon. Lo hace durante la evaluación médica a que la someten tras su sangriento intento de suicidio. Lo dice con tranquilidad, como todo lo que ella dice y hace. Porque es una jovencita de trece años callada e introspectiva. Porque le han enseñado a ser educada. Porque sabe que sus hermanas (Lux, de catorce años, Bonnie, de quince, Mary, de dieciséis y Therese, de diecisiete) la están esperando para quererla y apoyarla, como siempre han hecho. Porque esta vez la muerte le ha sido esquiva… pero la siguiente no lo será. Durante la fiesta que sus padres deciden montar en su honor, para que se divierta tras su traumática experiencia, Cecilia pide subir a descansar a su habitación. Minutos más tarde, su padre tiene que arrancar su cuerpo de uno de los puntiagudos barrotes de la verja exterior. Esta vez ha calculado mejor: cuando te cortas las venas y esperas a desangrarte en la bañera pueden encontrarte antes de que sea demasiado tarde y salvarte… cuando te tiras desde la ventana de tu habitación sobre los pinchos del jardín has ganado la partida.
A partir de este momento, la vida de los Lisbon entra en una espiral descendente que desde la primera frase del libro sabemos cómo terminará: las cinco hijas acabarán suicidándose. ¿Qué las lleva a hacerlo? ¿Sus muertes podrían haberse evitado? ¿Cómo es posible que cinco jóvenes hermosas, inteligentes y con toda la vida por delante decidan acabar con todo?
Jeffrey Eugenides presenta un relato que navega entre la ironía y la desazón, la superficialidad y la mirada sobre los abismos más profundos del alma. Su propuesta es original desde el uso del narrador: está escrito en primera persona del plural. ¿Nosotras, las hermanas Lisbon? No, más inesperado aún: nosotros, el grupo de chicos del barrio donde ellas vivían, y para quienes las cinco chicas constituyen un objeto de deseo, un tótem sagrado, una obsesión. Y es que en Las vírgenes suicidas Eugenides no sólo hace un retrato de una adolescencia decadente incapaz de sobreponerse a los sinsabores de la vida, sino una oda a la eterna búsqueda del sentido del misterio de lo femenino. Los chicos que explican la historia han vivido prácticamente desde que pueden recordar embelesados por la sensualidad de las hermanas Lisbon, pendientes de cada pequeño detalle que pudiese proporcionarles el más mínimo conocimiento sobre ellas, cegados por un amor que no se han atrevido a pedir pero al que no podrán renunciar mientras vivan. «Casi veinte años después, Conley sigue peinándose el poco pelo que le queda con la raya marcada por la invisible mano de Bonnie». No han podido superar su recuerdo, porque éste forma parte indisoluble de sí mismos, y por ello han decidido analizar, ahora que ya son hombres, qué pudo ocurrir en aquella casa, qué pudo llevar a cinco doncellas creadas para el Amor y el Placer a arrancarse de este mundo por su propia voluntad.
Para ello, presentan y cotejan documentos (cartas, extractos del diario de Cecilia, pertenencias íntimas de las hermanas, expedientes médicos), entrevistan a las personas más allegadas a ellas y se sumergen en sus propias vivencias, para poder desenredar una madeja salpicada de tristeza, actos de rebelión, esperanzas y resignación.
«La niña no quería morirse, lo que quería era irse de su casa». «Había advertido en la señora Lisbon un dolor antiguo, que emanaba de toda su persona, algo que era el compendio del dolor de toda su familia». Una casa con unas normas demasiado estrictas, una fe católica llevada a rajatabla, una visión clara y sin fisuras de cómo deben ser, sentirse y comportarse las señoritas respetables. Pero también el peso de una perfección, de una felicidad postiza impuesta por una sociedad narcotizada, que impide crecer y desarrollarse. «Entró una de las chicas… ¿las diferencia alguien?» El peso de ser una hermana Lisbon, con la carga social que ello implica, con el deber de responder a los patrones que la comunidad les ha presupuesto, con la necesidad de formar parte de un todo que las engloba a las cinco (a las cuatro tras la muerte de Cecilia) porque es más cómodo para los demás que tener que conocer a cinco personas diferentes. Aunque quizá llegue un punto de no-retorno en el que ya no se pueda conocer a la persona, sino solo el dolor que hay tras ella. «No me he recuperado nunca de aquella chica, ¡nunca!» Trip Fontaine se acercó demasiado a Lux… y cargará con ello toda su vida.
En 1999 Sophia Coppola trasladó a la pantalla la historia de las hermanas Lisbon. Lo hizo de la mejor manera que supo, y el resultado tiene toques embriagadores (entre ellos, haber encontrado a una Lux (Kirsten Dunst) absolutamente perfecta para el papel, o la inclusión de la canción «Strange Magic», de E.L.O., en la escena de la fiesta, cuyos acordes se adhieren al sistema nervioso y evocan la melancolía de Cecilia, Lux, Bonnie, Mary y Therese como si se hubiese escrito para ellas). Pero sumergirse entre las páginas de Las vírgenes suicidas significa algo más que sentirse impactado por una historia llena de luces y sombras e imágenes icónicas. Eugenides nos lanza por un tobogán que nos lleva directamente a las entrañas de una adolescencia incapaz de pasar al siguiente estadio por miles de razones, que van desde la presión externa hasta el más puro y simple egoísmo. Nos hace bombear nuestros corazones al mismo ritmo que los de los chicos narradores, con cuyo amor infantil e incondicional y afán de conocimiento podemos empatizar si hemos estado enamorados platónicamente alguna vez, pero también al de las hermanas Lisbon, porque su marginalidad desde las alturas es equiparable e igual de dañina que la de los inadaptados desde abajo. Podemos oler el interior de una casa cuya podredumbre externa es un signo inequívoco de la interna. Instala en nuestro corazón un pesar, una nostalgia, una desazón, que llevamos con nosotros durante el tiempo que dura la lectura y quizá nos acompañe cada vez que recordemos la novela.
«Al final, la tortura que había destrozado a las hermanas Lisbon indicaba una renuncia razonada a aceptar el mundo tal como se les concedía, tan lleno de defectos». Los defectos que las hermanas Lisbon no pudieron superar son los que nos acompañan a nosotros día a día. ¿Somos todos supervivientes de la adolescencia? ¿Tomamos una decisión consciente, en algún momento, que nos hizo vivir en vez de sucumbir? La historia de las hermanas Lisbon, por dramática y retorcida que parezca… puede ser la nuestra. Adentrarse en su mundo quizá suponga volver a aquél que ya dejamos —o creímos dejar— irremediablemente atrás.
Título: Las vírgenes suicidas |
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