En este artículo me propongo explorar brevemente, partiendo de las ideas de algunos intelectuales y artistas, en qué medida el arte, o más genéricamente las representaciones, han jugado y juegan un papel importante en la consolidación de las figuras del poder, ya sea éste político, religioso, etc…
El poder se legitima a sí mismo por medio de representaciones, con la creación de monedas, pinturas, esculturas, arquitectura… que lo represente; esto es, por medio de símbolos. Las representaciones, incluso, llegan a hacer las veces del representado, en su ausencia. Como escribió Peter Burke en relación a Luis XIV:
El famoso retrato del rey por Rigaud, por ejemplo, ocupaba el lugar del monarca en el salón del trono de Versalles cuando el rey estaba ausente. Dar la espalda al retrato era una ofensa, como dárselas al rey.
Éste poder de la representación no es algo exclusivo del pasado; todavía hoy tiene vigencia. A este respecto y en relación a la escultura pública, es interesante la reflexión que plantea el artista Rogelio López Cuenca:
Un monumento se plantea como algo definitivo, un monumento es el retrato frente al que una sociedad se reconoce, sin embargo el monumento parece invisible, se convierte en una rotonda alrededor de la cual gira el tráfico cuando no hay cuestionamiento del orden social, cuando ese orden social entra en crisis, lo acabamos de ver la semana pasada en Irak, lo primero que cae es un monumento. Parece mentira el poder de lo simbólico, el poder de la representación, lo importante no es tanto sacar a personas reales sino lo que simbolizaba la caída de un estado de cosas era el derribo de un monumento.
No parece descabellado, por tanto, afirmar que no existe poder sin representación. Félix De Azúa opina que la naturaleza de las representaciones es precisamente esa; la representación sólo es efectiva mientras se mantenga la ficción, por lo que el poder necesita de esa ficción para mantenerse. Citaré unas líneas de su Diccionario de las artes:
Tolstói, en Guerra y paz, describe muy acertadamente la destrucción de la Gran Armée de Napoleón, tras la retirada de Moscú, como un puro fenómeno de deal: los soldados se pusieron de acuerdo en dejar de creer y el ejército se volatilizó. Aparecía un buen hombre vestido de mariscal y trataba de dar órdenes gritando que él era un mariscal del Imperio, pero los soldados se lo quitaban de encima a codazos y le llamaban «payaso» o cosas peores. Ya no había mariscales, sólo había gente disfrazada de mariscal. Una realidad (simbólica) había sido sustituida por otra no menos real.
Bibliografía
BURKE, Peter. La fabricación de Luis XIV Ed. Nerea. San Sebastián, 1995, p-17
LÓPEZ CUENCA, Rogelio (Con Jorge Luis Marzo) Conversaciones. Ciclo de encuentros p-22
AZÚA, Félix. Diccionario de las artes. Editorial Debate. Barcelona, 2005, p-260