El impacto que me causó en su tiempo este tardío y magnífico ejemplo de cine negro –que también podría encuadrarse dentro de un subgénero de cine periodístico por la importancia que adquiere la prensa en este caso sensacionalista, en lo que vendría a llamarse la fuerza del “cuarto poder” por su enorme influencia en ámbitos sociopolíticos– fue enorme. A pesar de la pestilencia de cinismo que exuda, tanto me gustó que elegí hace casi tres años la imagen del columnista Hunsecker para la portada de un blog de mi trabajo por la fuerza que desprende.
Basada en un relato de Ernest Lehman de 1950, provocó una mala acogida entre los poderosos columnistas y agentes de prensa del momento que se vieron de forma desagradable reflejados, ya que el escritor contaba de primera mano su experiencia como ayudante de un columnista en el Hollywood reporter. Su publicación por entregas le sumió en el ostracismo por el rechazo y enfado de sus compañeros debido a la desalmada y nada compasiva visión del mundo de lo que se denominó Gossip Column (columna de cotilleo), espacios periodísticos de la prensa diaria que fueron adquiriendo tal relevancia y popularidad que podían hacer añicos la carrera de cualquier persona famosa de la vida cultural, del espectáculo, social o política que se colocara en el punto de mira con intenciones espurias.
Los problemas de salud del escritor provocaron que no pudiera finalizar el guion y que colaborara Clifford Odets. Entre los dos consiguieron una tensión dramática muy certera y atractiva. El argumento, las situaciones y los personajes fueron desarrollados por Lehman, y casi todos los diálogos por Odets. Si hay algo que caracterice a esta película es lo barroco, literario y profundo de éstos, con muchas metáforas y dobles sentidos a los que hay que poner atención, normalmente reproducidos de forma rápida e intensa, entre varios personajes a la vez y con una gran densidad emocional. Una intensidad marcada por lo visceral y entretejido del relato, que es capaz de fusionar y entrelazar diferentes tramas de varios personajes que confluyen en la principal y que no se resienta su comprensión.
El ritmo de la película es febril, muy dinámico, casi siempre en localizaciones y planos que complementan visualmente de forma magistral la pulsión de ese Nueva York frenético, nocturno, que nunca duerme y que, de forma casi documental, nos hace sentir en planos con la cámara baja y en profundidad de campo el ahogo y enclaustramiento de los personajes que la habitan y a los que parece engullir con sus enormes rascacielos como si fuera un personaje más.
Como protagonismo tiene también la sugerente y vibrante banda sonora de jazz del reputado compositor Elmer Bernstein que casa perfectamente con el clima y cadencia delirantes de esa impersonal ciudad y la prensa amarillista. Tal es su importancia que en las escenas violentas se produce una elipsis en la imagen y es la música la que aporta el elemento diegético en la acción que no vemos, pero sentimos perfectamente por sus notas enfáticas. Tan vital como resulta también la ansiosa búsqueda de información destructora y servil a intereses ambiciosos y maquiavélicos por medio de la afilada y cortante pluma de J.J. Hunsecker, (Burt Lancaster) todopoderoso columnista –inspirado en un periodista real de un periódico propiedad de Randolph Hearts por la identificación que hicieron las personas que asistieron al estreno– para el que trabaja el agente de prensa Sidney Falco aportando información (Tony Curtis).
Oscura y sórdida pesadilla urdida en las cloacas de los edificios y clubes de la gran ciudad en las que víctimas y verdugos conviven con amarga, hipócrita e interesada relación de poder y sumisión muy cercanas a una mafia de otra índole. La tirante y oportunista relación entre Hunsecker y Falco es el centro neurálgico para llevar a cabo la despiadada intención del todopoderoso en desacreditar al músico del que está enamorada su joven hermana y romper la relación, que vive con el columnista en un lujoso y elegante ático.
Un modus operandi totalmente habitual en su trabajo cuando se propone destruir la reputación de personas molestas o potentadas a cambio de prestigio y poder, y que en este caso esconde algo más turbio, íntimo y personal. Un impulso incestuoso que oscurece y hace vulnerable al protagonista, revelando su único talón de Aquiles.
Por su parte Falco atesora la misma ambición que su superior, pero sobrevivir como persona acomplejada por su carácter segundón y los aprietos económicos le causan una enorme frustración que paga con su servil secretaria. A menor escala, pero con idéntica falta de escrúpulos, su día a día se mueve entre una pestilente amoralidad, chantajes, traiciones que le ayudan a conseguir información fraudulenta, íntima y escabrosa para el famoso columnista o para sí mismo y así ambicionar un status que le viene grande.
La relación con Hunsecker transita por un odio, temor y adoración a partes iguales, dominio que el idolatrado por millones de lectores ejerce con aplastante superioridad. El director aporta mucha información visual a la personalidad de los protagonistas. Burt Lancaster tarda en salir a escena, pero cuando lo hace, es mostrado casi siempre en un ligero contrapicado y destacado sobre los demás, que le aportan poder, superioridad y crédito en su entorno con solo observarle.
La interpretación es inconmensurable, destacando su acompasada y tranquila forma de moverse y gesticulación, con poca verbalización y nula sonrisa, otorgándole la certera y pulcra imagen de autoridad respetada y temida por los que frecuenta, así como por su hermana. El plano dorsal mirando desde su ático a la gran ciudad nocturna puesta a su misma altura me parece muy gráfico por cómo se siente el codiciado periodista que la observa desde una elevada y egocéntrica posición. En esa misma idea observamos los carteles de su edificio donde le vemos con la bola del mundo en una imagen autocomplaciente y desmedida.
Aunque también el director ofrece la cara de la otra moneda cuando en el club se siente acorralado e inerme ante el dilema con su hermana y le presenta más pequeño y encerrado sin espacio con la mesa en la que se dispone a comer ostras. Como curiosidad, las gafas que tanto aportan a su personaje, en realidad tuvieron que añadirlas porque la especial iluminación para engrandecerle le hacían unas sombras que fueron disimuladas por unas gafas de pasta ancha. Un elemento de atrezzo simbólico de su paranoica visión del mundo y que le dejaba desnudo y desarmado en la escena en que se las limpia, evitando ser visto de cara.
La mesura y contención de su odio interno de la que hace gala el enorme actor contrastan con la también excelente actuación de Tony Curtis –con el que ya trabajó en “Trapeze” un año antes– que siempre está huyendo rápido o buscando algo compulsivamente, con nervio, malas formas, falsa adulación e infatigable verborrea. Mackendrick lo presenta en un segundo plano detrás de Hunsecker, u otros personajes, empequeñecido, debilitado, pero rabioso y Curtis tiene la habilidad con su presencia e incisiva mirada aun en profundidad de campo, de llamar la atención por sus incesantes instigaciones y ganas de llevarse el gato al agua. Escenas grupales muy bien planteadas en las que cada miembro disimula sus intenciones, falsea o se expone a cara descubierta por su honestidad como el músico agraviado.
En definitiva, un entramado de relaciones interesadas, bajas pasiones, codicia, dinero, amor verdadero, que dan como resultado una obra con un excelente pulso, enérgica e influyente.
TÍTULO: SWEET SMELL OF SUCCESS (Chantaje en Broadway en España). AÑO: 1957. DIRECTOR: Alexander Mackendrick. PAÍS: EEUU. DURACIÓN: 96min. GÉNERO: Cine negro. Drama. GUION: Ernest Lehman, Clifford Odets. FOTOGRAFÍA: James Wong Howe. MONTAJE: Alan Crosland. MÚSICA: Elmer Berstein. PRODUCCIÓN: Norma Productions, Hill-Hecht-Lancaster Productions. INTÉRPRETES: Burt Lancaster, Tony Curtis, Susan Harriso, Martin Milner, Sam Levene, Barbara Nichols.