El director Fernando Colomo fue incapaz de adaptarse a una ciudad como Nueva York cuando intentó pasar una temporada allí documentándose para escribir el guión de una película inspirada en el mundo del Arte neoyorkino. A las dos semanas, acabó dando carpetazo a su estancia y al proyecto. Sin embargo, se aplicó de tal modo una máxima que vio durante una visita al Actor’s Studio -“Se deben utilizar las frustraciones personales para lograr una creación”- que acabó rodando la que, sin lugar a dudas, es su mejor obra, “La línea del cielo”, basada en su peripecia personal.
Sin guión, con unas ideas generales biográficas esparcidas en tres o cuatro folios, con diálogos improvisados o escritos momentos antes de ser interpretados por los actores (salvo Antonio Resines, protagonista alter-ego de Colomo, y la actriz norteamericana que encarna a la persona que le alquila el piso, todos los que aparecen en la película no eran profesionales sino amigos y conocidos suyos que se interpretaban a sí mismos: el representante y futuro director Whit Stillman, su mujer y su cuñada, ambas catalanas; un peculiar psicoanalista español y su no menos peculiar familia; su profesora de inglés, varios pintores o el escritor hispanófilo Roy Hoffman) y con un equipo técnico reducido a la mínima expresión (solo seis personas), dio lugar a una obra extraordinaria y original, filmada con sonido directo y sin focos (lejos de plantear un problema, el ejemplar trabajo de fotografía en 16 mm de Ángel Luis Fernández -que le obligó a situar a los actores junto a las ventanas en las escenas de interior- obtuvo como resultado una imagen con una textura a ratos sucia, brumosa, realista, que dotaba a Nueva York de una fisicidad, de una desnudez y belleza casi mágicas, sin artificios).
Resines encarna a Gonzalo, un fotógrafo que ha tocado techo en España y se traslada a la Gran Manzana porque sueña con trabajar para Life y otras revistas de prestigio. Sin embargo, sus problemas con el idioma, las dificultades para asumir el cosmopolitismo y la idiosincrasia del lugar, el desinterés que su trabajo provoca porque sus preferencias temáticas no son consideradas novedosas, y el amor frustrado que siente por Pat, una catalana que también busca su lugar en el mundo del video, solo supondrán obstáculos cada vez más insalvables para cumplir su objetivo.
Narrada con llamativa sinceridad y naturalidad, sin trampas, a medio camino entre el documento y la ficción, el amateurismo y el aliento underground, rehuyendo en todo momento cualquier tentación de caer en la mitomanía y en los lugares comunes de los fastos de una ciudad-ensueño como Nueva York; con los inconfundibles ramalazos del sentido del humor típico de su autor, nada forzados en esta ocasión, perfectamente integrados, característicos de su mejor cine (“Tigres de papel”, “La mano negra”), y salpicada de vez en cuando por la muy bien empleada voz en off del protagonista, hilo conductor a medio caballo entre el monólogo interior y el relato jocoso de una vivencia iniciática, extraña, desconcertante, pesadillesca y finalmente frustrante, que desemboca en la desilusión de una batalla perdida, “La línea del cielo” -desde los títulos de crédito en que contemplamos a Resines perdido en esa jungla urbana, preguntando a varios transeúntes, tratando de hacerse entender- presenta un universo claustrofóbico, inmerso en una dinámica circular, que obliga a plegarse a sus costumbres, a un idioma, a su lógica caótica y sin contemplaciones de la supervivencia. Así, la vida de Gonzalo es un bucle que discurre entre sus clases de inglés, atender las obligaciones que su casera le impone (reglar las plantas, cuidar a sus mascotas), responder a unas siempre ansiadas llamadas telefónicas que nunca van dirigidas a él, intentar darse a conocer a la fauna artística que asiste a las parties organizadas por sus amistades hispanas, visitar a su representante o aferrarse al amor inconfesado que siente por Pat, la cuñada de aquél, un flechazo que parece actuar más como salvavidas que como un sentimiento más profundo: como Nueva York, Pat ejerce una poderosa atracción, un empezar de cero ilusionante incapaz de avanzar que concluye en una decepción, en una derrota más.
La película, que merece por derecho propio figurar en cualquier antología del cine español, contiene no pocas secuencias que se quedan grabadas en la memoria del espectador, como las de Resines deambulando por las calles, las que tienen lugar en el puerto con Pat por una parte y con el escritor Hoffman por otra, la panorámica nocturna desde una terraza, la visita a un cine donde exhiben “Al final de la escapada” de Godard, o la imagen final del taxi que se aleja con el protagonista rumbo a España. Uno de los grandes aciertos de Colomo es la utilización de varios temas del cantante Manzanita en estas y otras escenas (de manera muy especial, recurrente y significativa el bellísimo “Rey de tus sueños”), que comentan y ponen voz a los sentimientos y estados de ánimo del personaje principal, pero que también visten con su melodía a las imágenes urbanas, consiguiendo un maridaje poseedor de un irresistible poder de fascinación.
Crónica tan desencantada como marciana, la línea del cielo neoyorkina -como alguien comenta en cierta ocasión- se alcanza inesperadamente cuando alguien se encuentra en el instante y lugar adecuados, pero ese rey de los sueños, sin que Gonzalo sea consciente de ello, se la ofrece en bandeja justo en el momento en que arroja definitivamente la toalla: paradojas del American dream diseccionadas con lúcidos y desmitificadores ojos españoles.
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