Andan nuestros próceres de la Unión Europea preocupados por la escalada de la inflación. La cosa no es para menos, sobre todo una vez abierto el debate sobre si mantenerse fiel a la ortodoxia neoliberal dominante o procurar un modelo más próximo al concepto de economía mixta de los años dorados del capitalismo que no propicie los estropicios causados en la ciudadanía tras la crisis de 2008 y en los que ha ahondado más la pandemia.
El modelo económico y financiero actual –en discusión y con permiso del coronavirus-, se basa en la interpretación más fundamentalista del capitalismo, mucho más allá de esa especie de oxímoron que predicara Adam Smith con su «egoísmo responsable».
Para los halcones de la ortodoxia neoliberal, en términos económicos y conforme a su dogma, solo cabe el derecho a la máxima optimización de los beneficios a través de todos los medios necesarios para ello y cuyo único límite será el que interpongan las leyes.
Es obvio que en su ejercicio del poder político los neoliberales han condicionado las últimas décadas todas las normas vigentes en este último sentido, aún la crisis económica de 2008 y la crisis de deuda inmediatamente posterior haciendo recaer todos los costes sobre las clases medias y trabajadoras.
Lo que ha supuesto que la riqueza generada entre todos se haya ido concentrando cada vez en menos manos propiciando un notable aumento de los desequilibrios sociales.
De ahí que en términos macroeconómicos la pretendida recuperación económica tras ambas crisis resultara un éxito para las élites y el establishment mientras no se ha prodigado de forma sensible al resto de clases sociales.
Solo los trágicos efectos de la pandemia en todo el mundo empezaron a sacudir algunas conciencias, aunque de manera tibia, pero al menos en esta ocasión los efectos de la misma en la esfera económica no se habían cebado sobremanera en el conjunto de la ciudadanía.
Al menos al principio.
La inflación
La inflación representa el aumento generalizado de los precios, mientras que el IPC es una fotografía fija en un momento determinado sobre determinados productos básicos que, por lo general suelen resultar coincidentes durante el mismo periodo de tiempo.
Era previsible que después de tan larga pandemia y las extraordinarias dimensiones y repercusiones de esta, una vez facilitado cierto respiro por su parte, la ciudadanía se prestara a comprar y gastar más. Es decir, intentar volver a disfrutar, después de todo lo pasado, de algunos de los placeres de la vida.
Dicho aumento de la demanda provoca de manera irremediable un aumento de los precios en la oferta lo que, en otro tiempo no tan lejano, incluso era considerado por numerosos analistas como positivo cuando su margen no sobrepasaba el dos o tres por ciento de inflación.
De ahí que cuando dichos indicadores comenzaron a verse incrementados, hace ahora aproximadamente un año, no se le diera excesiva importancia al asunto.
Lo que no se esperaba es que los mercados financieros en su vertiente más especulativa vieran en ese incremento del gasto por parte de las familias otra nueva oportunidad para multiplicar sus ganancias a través de variopintos recursos.
En el caso de la energía no ya solo por la especulación con los derechos del CO2, como es el caso de China y los EE.UU. por cuanto la U.E. busca penalizar las emisiones, sino por la fácil aplicación de una normativa comunitaria que permite a las eléctricas, independientemente del modo de producción que se trate, aplicar sus tarifas en función al que mejor le convenga a sus intereses.
Es decir, al más caro aunque este represente un porcentaje mínimo sobre el total producido como ocurre en España en el caso del gas.
A su vez, el incremento generalizado de la demanda de bienes y servicios ha dado lugar a los denominados «cuellos de botella», desatados como consecuencia de la incapacidad de China de dar salida a buena parte de productos de todo tipo con la fluidez habitual provocando una lógica subida de los precios en los bienes de consumo.
Una consecuencia de que China y, por lo general, el lejano oriente se hayan convertido en «la gran fábrica del mundo», fruto de ese otro término conocido por «deslocalización». Otro fenómeno que ha hecho y seguirá haciendo correr ríos de tinta.
Para colmo el inicio de la guerra de Ucrania ha servido también a tan fructíferos mercados para darse otro baño de ganancias especulando con los precios, no solo del gas ruso que abastece buena parte del centro de Europa –especialmente Alemania-, sino que tratándose de uno de los principales productores de petróleo del mundo es motivo más que suficiente para el encarecimiento generalizado de los precios del crudo en el casino financiero y al margen de su procedencia.
Combatiendo la inflación
«Es el mercado, amigo», del en su día todopoderoso Rodrigo Rato, es una frase que ha pasado a la historia como todo un paradigma del modelo de economía neoliberal.
Por eso mismo y por ese desprecio a lo público y al bien común que sitúa como principales arquetipos al Dios Mercado y el individualismo, la única manera de combatir dicha alza de precios para el entramado neoliberal, más allá del incremento de los tipos de interés y la devaluación salarial, es a través de bajadas masivas de impuestos aun sus graves repercusiones en los servicios públicos.
Más allá de su probada ineficacia para rebajar los precios, si acaso de manera puntual, los resultados previsibles de una ineficiente praxis fiscal son sobradamente conocidos como vimos durante la crisis económica, sobre todo en momentos tan difíciles como entonces y como ahora donde además se hacen más necesarios los servicios que han de prestar las instituciones.
De ahí la situación de inestabilidad actual.
¿Cómo afecta la inflación a los diferentes países? Evidentemente de forma directamente proporcional a la del resto de los indicadores económicos y sociales más importantes
En el caso de España, un país medio con deficiencias estructurales que se pierden en la profundidad de los tiempos y a las que tímidamente se ponen remedio sus efectos se notará en mayor medida que a los países históricamente más avanzados social e industrialmente.
Y así sucesivamente.
El papel de la política
La política se debate entre el intervencionismo de antaño, limitando los precios en las cuestiones más perentorias –lo que ese mismo entramado considera una aberración-, parcheando las mismas con escasos resultados –como es el caso de las bonificaciones a los precios de los combustibles-, o mediante las consabidas subidas de intereses y la congelación de los salarios.
La realidad es que mientras esos endemoniados mercados de la especulación sigan actuando a sus anchas y sin control alguno la ciudadanía quedará a merced de los mismos, la desigualdad seguirá en aumento y, una vez más, será el pueblo el que acabe pagando los platos rotos de tanto desatino.
Lo peor, que una vez descartado el sentido del bien común por parte del establishment será cada vez más difícil encarrilar el camino y con la persistente amenaza del cambio climático de por medio se acorta el tiempo disponible para salir del endiablado atolladero al que nos ha llevado esa manera tan egoísta de concebir el marco social.
Como si las élites, en su visión más delirante del cortoplacismo, no fueran a sufrir las consecuencias del mismo.