Aunque en la insufrible verborrea parlamentaria de los últimos tiempos se barrunte una y otra vez lo contrario España es una democracia en toda regla, mejorable como todas, y en la que se puede opinar libremente del gobierno de la nación, para bien o para mal, como así lo hacemos desde esta misma tribuna.
Lejos de lo que ocurriera en otras épocas y que, por desgracia, sigue ocurriendo todavía en demasiados rincones del mundo.
Eso sí intentamos que ese espíritu crítico resulte constructivo porque, al menos desde nuestro punto de vista, es como debe entenderse la política. Y es ahí donde entra también el papel de los llamados agentes sociales -patronales, sindicatos, asociaciones, ONG, etc.-, como colaboradores necesarios.
Por eso debería llamarnos especialmente la atención que Pablo Casado, en su papel de líder de la oposición y en una entrevista en Onda Cero, entre uno más de sus consabidos exabruptos, haya puesto también en tela de juicio el diálogo social, asegurando que las decisiones sobre la cosa pública deberían corresponder en exclusiva a los políticos de profesión.
Ya advertimos en 2018 cuando Pedro Sánchez ganó la moción de censura a M. Rajoy y tras la inmediata irrupción como presidente del PP de Pablo Casado, pupilo de Esperanza Aguirre y delfín de José Mª Aznar, que a la vista de sus postulados, su labor de oposición al nuevo gobierno iba a resultar mucho más desmedida de lo habitual.
Lo que toca a cada cual
Sin duda que la responsabilidad de gobernar recae directamente en el gobierno designado para ello y de ahí que, por lo general, nos aventuremos en nuestros artículos por la idiosincrasia, historia, presente y futuro de nuestro país, además de apuntar o reprochar los aciertos y torpezas de quienes lo dirigen.
De la misma manera se puede ejercer la labor de oposición en la política con ánimo también de construir sin tener por ello que rebajar la crítica. Además por mor a su propio electorado practicar el arte de negociar es también el arte de ceder por un bienestar común pero se diría que desde hace tiempo, entre los populares, tal propuesta quedó enterrada sine die.
Es verdad que un prestidigitador de la talla de Pedro Sánchez, capaz de decir hoy una cosa y hacer mañana la contraria tantas veces como haga falta, no puede decirse que sea un techado de virtudes al respecto pero es más que evidente que el joven líder popular no ha tenido tampoco ninguna voluntad de ello.
Primero tras la citada moción de censura y no digamos ya tras la formación del gobierno de coalición al que en menos de sus cien primeros días le sorprendió la peor pandemia de nuestro tiempo pero al que, en cualquier caso, ni siquiera se le había dado un solo minuto de la tradicional cortesía parlamentaria.
La escena
El que a un gobierno de izquierdas, de reconocidas virtudes, de un pequeño país como Portugal, conducido por Antonio Costa, pudiera sumarse otro de similares características pero tratándose de la cuarta economía europea como es el caso de España, representa todo un órdago al devenir de la vieja Europa desde hace tiempo.
Por lo general es un hecho incuestionable en Europa el pase a la irrelevancia de los históricos partidos socialdemócratas –abjurados por su electorado tras su renuncia a sus valores primordiales-, mientras nuevos partidos en la extrema derecha campan cada vez con más fuerza mediante proclamas que rememoran desdichas pasadas.
La crisis económica de 2008 y la catastrófica gestión posterior de la misma con un incesante aumento de los desequilibrios en todo el mundo desarrollado, han sido su mejor caldo de cultivo y España no podía quedar a salvo de ello, máxime cuando su joven democracia no ha sido nunca capaz de impugnar debidamente el régimen anterior aferrado a la autocracia y al conservadurismo más arcaico.
La aparición de Vox, un partido formado a raíz de la unificación de fracciones de grupos muy minoritarios en el espectro más nacionalista de la política española y, sobre todo, del desgajo de esa parte del Partido Popular que nunca renegó del franquismo, ha puesto en un brete la tradicional unidad de la derecha convirtiéndose, por primera vez, en un ruidoso y airado competidor dentro de la misma.
Tras la caída en desgracia de los populares con la moción de censura y el que de manera inédita un gobierno de coalición de izquierdas se instalará en La Moncloa meses más tarde tras un doble envite electoral, iba a suponer el mayor oprobio para un alumno aventajado de la escuela aguirrista y todo un clamor para ultra nacionalistas, neoconservadores, aduladores de QAnon y demás especies de la caverna mediática.
La táctica
No en vano se cuentan por una veintena las demandas contra Podemos, solo a título de partido, que han sido presentadas y archivadas en los tribunales. Algunas tan insólitas que el propio Tribunal Supremo ha desestimado por carecer del más mínimo soporte de la prueba. Las mismas que han causado un inmenso ruido en medios afines a la oposición y cuyas resoluciones han pasado solo de puntillas por los mismos.
Casado ha focalizado todas sus intervenciones a través de un lenguaje excesivo para acabar siempre en el supuesto carácter ilegítimo del gobierno alimentando la tesis del golpe de estado, unas pretendidas intenciones de cambio de régimen, deslegitimación de la monarquía y la Constitución, blanqueador de terroristas y promotor de la desintegración de España.
Y a buen seguro que nos quedamos muchas otras en el tintero, aunque bastaría echar un vistazo a las sesiones parlamentarias desde la constitución del gobierno en Enero del pasado año para asombrarse de semejante inquina y de semejante rosario de acusaciones sin freno en dura competencia con su principal rival en su parte del tablero.
Ni siquiera más de 80.000 muertos y casi 4 millones de víctimas de la pandemia, según datos oficiales, han servido durante el transcurso de esta para silenciar mínimamente todos esos tambores de guerra. Lo que ha resultado prácticamente una excepción entre nuestros países vecinos.
Su intervención en la tribuna del Congreso durante la moción de censura de Vox el pasado año pareció marcar un punto de inflexión en su posición política tras desarmar airadamente la misma. Pero todo quedó en un espejismo renovando su complicidad con su competidor directo en los diferentes pactos que les prestan estabilidad a sus gobiernos en CC.AA. y ayuntamientos.
Del mismo modo que recuperó, si es que llegó a apartarlo alguna vez, su furioso discurso contra el gobierno de coalición y especialmente contra Pedro Sánchez.
En su desenfrenada vorágine en pos de una nueva convocatoria electoral ahora que las encuestas le son más favorables ni siquiera ha querido participar el propio Casado, hace solo unos días, en el tradicional acto de homenaje en el Congreso a las víctimas del terrorismo con la excusa del nuevo acercamiento de presos al País Vasco.
Probablemente a Pablo Casado se le ha debido olvidar que fue durante la presidencia de José Mª Aznar, con Mayor Oreja de ministro de interior y mientras ETA seguía asesinando, la época que con más diferencia se ha acercado un mayor número de presos de la banda a Euskadi en los últimos 25 años.
Del mismo modo que reitera sin pudor sus desplantes contra la idiosincrasia vasca y catalana consciente de su casi irrelevante penetración electoral en ambas comunidades.
NextGenerationEU: Lo que llega de Europa
Por el contrario a las propuestas de las principales instituciones internacionales, reafirmadas recientemente en el G7, la estrategia de Pablo Casado en relación a los Fondos NextGeneration de la Unión Europea para la recuperación tras la pandemia y la innovación, transición digital, ecológica, etc. se mantiene firme en las políticas de contención del gasto.
La debilidad evidenciada por los servicios públicos durante la pandemia a consecuencia de las políticas de austeridad y en general por las políticas llevadas a cabo de devaluación de los mismos las últimas décadas, ha servido para que dichos organismos de ámbito europeo y mundial propongan un cambio de paradigma ante los retos de un futuro inminente mediatizado además por el cambio climático y el colapso medioambiental.
Pero del mismo modo que otros partidos conservadores en la UE, aunque sean minoría dentro de la misma, el actual equipo dirigente del Partido Popular ha advertido que su posición al respecto es la de mantenerse aferrado a sus estrategias tradicionales. O lo que viene a ser lo mismo, de manera prioritaria, la reducción del déficit presupuestario a través de la contención del gasto público conforme a la ortodoxia dominante las últimas décadas.
Un modelo basado en la reducción masiva de impuestos, la flexibilización laboral, la desregulación y la libertad individual y empresarial sin mayores preámbulos.
Con la confianza puesta en que tanto las élites como en general el capital, ante la acumulación de beneficios, automatice una sensible revalorización de las rentas del trabajo y con ello la reconexión permanente del sistema en un inagotable modelo de crecimiento perpetuo donde apenas sea necesaria la solidaridad fiscal y por tanto los servicios públicos queden reducidos a la mínima expresión.
El mismo conjunto de mantras que mantiene ensimismados a un ingente número de seguidores en todo el mundo.
Como hemos visto en EE.UU. con el trumpismo, vemos en otros casos en Europa o, sin ir más lejos, llevamos contemplando desde hace décadas en Madrid y que se ha vuelto de poner de relieve con la arrolladora victoria de los populares en la comunidad madrileña recientemente.
Ese «egoísmo responsable» que propusieran los padres del liberalismo económico en el SXVIII pero que hasta la fecha, a la vista está, no solo no ha dado sus frutos en la forma deseada sino que tampoco acaba de creerse las advertencias de la naturaleza resultado de la inusitada expoliación de sus recursos.
Por contra al keynesianismo, vigente hasta la década de los 80 del siglo pasado que apostó por el estado del bienestar y representó la llamada «Edad de oro del capitalismo», el modelo neoliberal que defiende el líder popular tiene la ventaja que aun sin cumplir sus expectativas más allá del enriquecimiento de las élites y el impulso de la macroeconomía, no tiene apenas coste entre su electorado ya que en la doctrina del individualismo cada uno debe asumir el rol que le corresponde y del que es su único responsable.
Constitucionalistas
Un término acuñado recientemente en la convulsa vida política de este país por el que según Ciudadanos, Partido Popular y Vox, queda fuera del mismo todo aquel que no empatice con todos y cada uno de los artículos de la Constitución Española.
Bastaría echar un vistazo a la definición del concepto que nos ofrece el diccionario de la RAE, para ver que en ninguna de sus acepciones se hace referencia que el estar o no de acuerdo con las leyes fundamentales de un país sea motivo de desafuero.
Desde esta misma columna he manifestado sin rodeos mi carácter republicano, por citar alguno de los principales preceptos de la Constitución Española, y no por ello entiendo que cometa delito o falta alguna. O en el caso del famoso art. 135 de la misma que modificado con nocturnidad por José L. Rodríguez Zapatero y M. Rajoy prioriza la deuda con los mercados financieros sobre el interés de los ciudadanos, del que tampoco estoy de acuerdo e insisto que no por ello creo que cometa el más mínimo quebrantamiento.
Del mismo modo debería sorprendernos que sean precisamente esos mismos partidos los que aboguen tanto por el espíritu de la Transición cuando precisamente fueron los diputados de Alianza Popular, matriz del PP y Vox, quienes se abstuvieron o se opusieron en parte tanto a la Constitución como a los Pactos de La Moncloa.
Pero que a pesar de eso fueron capaces de sentarse en una mesa común para negociar lo que hiciera falta y en la que estaban desde antiguos ministros franquistas hasta miembros del Partido Comunista de España. Algo que hoy por hoy parece imposible en este país.
En resumidas cuentas
En el marco actual donde la política se ha convertido en un espectáculo, desde la firma de cualquier acuerdo o convenio hasta el intercambio de carteras ministeriales pasando por los pomposos congresos de algunos partidos convertidos en auténticas máquinas electorales, el ruido se ha tornado como la principal arma en la refriega.
Aunque las citadas encuestas le sean en la actualidad favorables a Casado, la historia reciente nos demuestra que ello puede resultar efímero cuando queda mucho para una nueva convocatoria electoral y que pueden ser solo un botón de muestra de una situación coyuntural.
Francamente no debería de ser el camino deseado para la oposición, en especial un partido con aspiraciones de gobierno como es el PP, el de la beligerancia más descarnada, el trazo más grueso y la confrontación permanente en todas y cada una de las decisiones propuestas por el gobierno.
Más aún reafirmándose del mismo modo en el propio seno de la U.E. e incluso en situaciones tan comprometidas en el orden internacional como lo ocurrido recientemente con Marruecos.
Si a esto añadimos, una vez más, el que Artur Mas y M. Rajoy, a cada lado de su particular escenario, despertaran el monstruo del nacionalismo patrio para tapar sus vergüenzas sin ser conscientes de las consecuencias de tamaño desatino, proporcionando un coctel de lo más peligroso y con inusitadas ramificaciones.
Por eso, cada día parece más obvio que todos esos que con la coartada de los indultos instigan el españolismo más rancio y el independentismo más irreflexivo, les importa un carajo la convivencia, el trabajo y en general el bienestar de los ciudadanos más allá de sus propios desvaríos.
Esperemos que una vez superado el trance de los indultos, la pandemia vaya quedando atrás – aunque todavía queda mucho-, el gobierno retome sus tareas debidas truncadas por la misma nada más aterrizar en La Moncloa.
Que la actividad parlamentaria retome cierta normalidad y Pablo Casado y su equipo sean capaces de quitarse de encima la losa de Vox y ejerzan una oposición como corresponde. O como diría su antecesor M. Rajoy: como Dios manda.