La Renaixença, fue un movimiento de carácter cultural que arranca en la primera mitad del SXIX y que pretendía devolver protagonismo a la lengua catalana que aunque no lo había perdido nunca a lo largo de los siglos, su uso desde la anterior centuria había quedado reducido a lo mundano mientras el castellano había tomado el relevo como lengua vehicular en las clases altas. Conforme dicho movimiento va tomando auge, un cierto sentimiento nacionalista va calando en la sociedad catalana, significándose Valentí Almirall como fundador del catalanismo político a través del Centre Catalá en 1882, para posteriormente escindirse este en dos corrientes. Una más conservadora representada en la Liga Catalana y otra de carácter más izquierdista del propio Centre Catalá.
Ambas facciones de aquel pujante catalanismo no tenían ambiciones independentistas, si no que proponían un marco autonómico para Cataluña con mayores atribuciones. No sería hasta bien entrado el SXX, en 1922, cuando aparece el primer partido con vocación claramente independentista: Estat Català. Liderado en un primer momento por Francesc Macià, éste más tarde acabaría fundando en 1931 la actual Esquerra Republicana de Catalunya que se ha mantenido desde entonces firme en su deseo por la independencia de los llamados “Países catalanes”. Curiosamente este último término, aunque acuñado también en el SXIX, es al valenciano Joan Fuster en los años 60 del siglo pasado a quién se le atribuye su supuesta delimitación geográfica que, aunque no está generalmente aceptada, se expande por todas aquellas regiones y comarcas españolas, francesas e italianas donde la lengua catalana mantiene algún arraigo.
Por otra parte existe también un cierto debate entre historiadores y por ende entre parte de la ciudadanía en relación a si Cataluña fue alguna o vez o no un estado. En cualquier caso una controversia del todo inútil porque, en primer lugar, el concepto de Estado ha ido evolucionando a través de los siglos y si tomamos como referencia histórica la aparición de la lengua catalana que se remonta alrededor del SVIII como el resto de lenguas romances, resultan más que obvias las innumerables variantes que ha tenido en cuanto a experiencias geopolíticas toda la península ibérica.
O lo que es lo mismo, tanta disposición puede tener Cataluña para reivindicar un nuevo marco político para sí como pueda tenerlo cualquier otra autonomía, provincia o comarca de la geografía española o de cualquier parte del mundo a reivindicar también el suyo desde que un sentimiento nacionalista entorno a ello se produzca ya que, no en vano, es una de las formas en que se constituyen las naciones y así lo han hecho desde la profundidad de los tiempos. De ahí lo que pueda interpretarse como un error de la Transición Española, el haber redefinido dicha cuestión para la constitución de las autonomías, estableciendo distintos marcos al respecto y diferentes y variopintas condiciones entre unas y otras que hasta el día de hoy siguen siendo motivo de discusión política. Desde la prácticamente plena autonomía foral del País Vasco y Navarra hasta las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla.
Por último y en lo referido a la cuestión histórica, es en el SXIX, al albor primero de la Revolución Francesa de finales del SXVIII y después durante la Revolución Industrial, cuando una ola nacionalista recorre los pueblos de Europa y se acaban constituyendo las diferentes naciones que componen el continente hasta delimitar el marco político actual y dando así fin al Antiguo Régimen. Aún pendientes de las modificaciones ulteriores consecuencia de las dos últimas guerras mundiales. Es, precisamente, en ese marco industrial donde Cataluña y el País Vasco –en el que se dan también fuertes connotaciones nacionalistas en esa misma época-, se destacan con un mayor grado de desarrollo sobre el resto de España, manteniéndose este último por lo general en un atraso casi secular hasta bien entrado el SXX.
Hasta aquí el contexto histórico que de manera muy esbozada dio forma al nacionalismo catalán hasta la llegada del franquismo que conforme a sus postulados ideológicos renegó y persiguió cualquier otra adscripción política que no fuera la definida estrictamente por el régimen. Con la restauración de la democracia en España, después de la muerte del general Franco, el nacionalismo catalán recupera sus formas y ha sido Convergència i Unió, hasta el pasado 2015 el resultado de la agrupación de Convergència Democrática de Catalunya y Unió Democrática de Catalunya, la que ha dominado la escena catalana en los últimos cuarenta años. Convergència Democrática, refundada recientemente como Partido Demócrata Catalán, partido dominante dentro de la coalición y desde su creación en 1974 recogió la herencia conservadora de la Liga Catalana en el SXIX, aglutinando tras de sí a la mayor parte de la burguesía entorno a la doctrina liberal.
Dentro de un marco institucional, ajeno al independentismo, Convergència i Unió ha resultado en numerosos casos un partido determinante para la gobernabilidad de España y dado su carácter más centrista que el de Alianza Popular en su momento o el actual Partido Popular en la actualidad, le ha permitido pactar acuerdos en ocasiones con éste y con el PSOE, en el otro lado del tablero político. Sin renegar nunca de sus aspiraciones nacionalistas que contribuyeran a una mayor amplitud de sus atribuciones autonómicas, CiU ha sido un habitual colaborador de la vida política de este país y del desarrollo y consolidación de la democracia española.
Sin embargo y como en otros tantos casos, la extraordinaria crisis económica desatada en 2007/8, la peor desde la Gran Depresión de los 30, ha convulsionado numerosos aspectos de la sociedad actual. En el caso que nos ocupa, la crisis, ha venido a trastocar todo un marco de relaciones cordiales, más o menos interesadas en cada parte y en cada caso, entre CiU y el gobierno de España. La deriva neoliberal por la que se dejó arrastrar CiU en el gobierno de Cataluña, como en el caso del PSOE y más acordemente el PP en su última legislatura en toda España durante el desarrollo de la crisis, ha causado terribles heridas en las clases medias y bajas de la sociedad catalana. Las políticas de recortes, austeridad y las sucesivas reformas fomentando un marco de alta precariedad laboral, bajos salarios y un extraordinario aumento de los desequilibrios sociales, ha acabado poniendo en entredicho a los partidos tradicionales, como en su caso CiU, lastrados aún más por innumerables casos de corrupción política.
Tal y como ha ocurrido en numerosas ocasiones a lo largo de la historia reciente y pasada, nada mejor para solventar una situación tan escabrosa que ha colocado al borde del colapso a millones de ciudadanos víctimas de un modelo económico cada vez más integrista y recalcitrante, que recurrir al sentimiento nacionalista. Y, probablemente el ejemplo más paradigmático de ello en tiempos modernos sea el caso de la Guerra de las Malvinas entre Argentina y el Reino Unido en la primavera de 1982.
En los estertores de su Junta Militar, Argentina era un país marcado por la ruina social y económica. Por su parte, el gobierno británico, liderado por Margaret Tatcher, sufría un enorme desgaste al mantener al Reino Unido en una situación tremendamente convulsa víctima de sus políticas conservadoras y de recurrentes huelgas laborales, entre ellas de manera muy especial la de los obreros de las minas de carbón. La exaltación del espíritu patriótico por ambas partes significó para la Junta Militar un desahogo momentáneo al reivindicar las islas Malvinas como una parte usurpada del territorio argentino y del mismo modo a Margaret Tatcher, por cuanto de ofensa encarnaba la ocupación armada de una parte del territorio nacional vestigio de su otrora poderoso imperio, ante una ensimismada población británica. La derrota argentina supuso al año siguiente el definitivo fin de la Junta Militar y por contra le proporcionó la popularidad suficiente a Margaret Tatcher para alcanzar una nueva victoria electoral.
Del mismo modo que pudiera atisbarse en un conflicto bélico tan absurdo e inútil como la Guerra de las Malvinas, en el caso de Cataluña resulta cuanto menos sorprendente que un partido como Convergencia que se había caracterizado históricamente por una renuncia expresa a las tesis independentistas de una reducida fracción de la ciudadanía catalana, por lo general además enmarcada en el espectro izquierdista y representada tradicionalmente por Esquerra Republicana, en los momentos más duros de la crisis económica y con asuntos de suma urgencia por resolver diera un giro tan radical por una cuestión política minoritaria y que en el colmo del dislate se aliara con una fuerza como Esquerra en las antípodas de su pensamiento neoliberal.
Por su parte, el gobierno de Mariano Rajoy envuelto en las mismas políticas y con similares secuelas que las extendidas desde Convergència fruto en ambos casos de su resuelta sintonía ideológica con la ortodoxia capitalista e inmersos en idénticos problemas en cuanto a sus respectivos partidos y sus interminables implicaciones en gravísimas tramas de corrupción política, ha encontrado en su homólogo catalán un perfecto chivo expiatorio a sus infortunios.
La radicalización del discurso entre ambas partes, el enconamiento por la celebración de un referéndum por el derecho a decidir del pueblo catalán, a sabiendas por parte de Convergència que lo tenía perdido desde el primer momento, tanto como la furibunda y reiterada negativa al respecto del gobierno del Partido Popular, amén de la incólume seguridad de éste último de tenerlo ganado, y todo ello en medio de enormes problemas para los ciudadanos en otras numerosas cuestiones laborales y de índole social, no dejan otro camino que creer en la vana utilización política de una cuestión identitaria con miras a desviar la atención de asuntos mucho más acuciantes.
Además, la ruidosa incorporación a la escena de toda una tan poderosa como desgarrada industria mediática, más interesada en sus resultados económicos e intereses partidistas que en las principales premisas de la profesión periodística, no han parado de avivar un fuego absolutamente innecesario. Peor aún en las redes sociales donde innumerables movimientos ultranacionalistas, huérfanos de la España más rancia, intentan consolidarse aprovechando dicha cuestión catalana esparciendo continuos mensajes de odio en todos los ámbitos y ocultos en la opacidad de las mismas. Mensajes iracundos pero que calan en una parte desconcertada de la sociedad ante la multitud de problemas sin resolver que les atañen directamente.
Después de varios años de debates, discusiones, litigios y resoluciones vanas e inútiles, el que Mariano Rajoy, presidente del gobierno de España, pueda considerarse uno de los mayores generadores de independentistas catalanes, da ya de por sí una idea del grado de sordidez al que ha llegado la política española. Tanto como la sorprendente relación entre neoliberales, socialistas y cuasi-anarquistas que, desde las últimas elecciones al Parlament, alimentan un símil de gobierno bajo ese estéril discurso, en todo caso lejos de responder a las necesidades más primarias de sus conciudadanos.
Me ha gustado tu artículo. Sin embargo, en estos momentos, con tantos problemas globales, considero que debe abandonarse el concepto de nación y nacionalismos, en favor de una mayor autonomía.
Un saludo
Desde luego que los nacionalismos no puede decirse que hayan jugado precisamente un papel muy positivo a lo largo de la historia. No, no es momento para nacionalismos tanto excluyentes como inclusivos. Nos enfrentamos a problemas de extraordinaria envergadura, muy por encima de cuestiones meramente de identidad. Si es que en los tiempos que vivimos puede seguirse manteniendo esa sensación un tanto idealizada de la cuestión.
Saludos.
Las masas siempre han sido manipuladas por sentimientos más o menos justificados. En realidad, no importa la idea, sino la manera de propagarla y engatusar a los seguidores, granjearse apoyos, crearse enemigos -que retroalimentan el ciclo-, etc. Sea como sea, hay un debate sobre una cuestión que yo considero irrelevante, porque conseguir la independencia en el mundo del presente es un sinsentido; vivimos supeditados al Gran Hermano, a todos los niveles, así que por poner una valla y declarar independencia no se consigue nada. Las divisiones no sirven para conquistar nada. Y en la división, vencen aquellos que no están desunidos.
Por lo demás, muy buen artículo. Me paso tarde, pero ya sabes que ando desconectado. Un saludo.
Sin duda Oscar. Es obvio que en los tiempos que vivimos, al menos en el contexto de Europa occidental la proclamación de un nuevo estado soberano no le aliviaría, ciertamente, de la multitud de problemas en la que se haya envuelta la sociedad actual. Al menos, a mi modo de entender, todo estos arranques nacionalistas, como ocurre en el caso de esa enorme corriente de pensamiento que pretende hacer de los inmigrantes el chivo expiatorio de esta interminable crisis, no deja de ser una consecuencia de la nefasta actitud de las élites políticas para resolver una crisis sistémica de tal envergadura como la actual. Su incapacidad demostrada para solucionar los problemas de la gente está haciendo que esta busque respuestas y sea esta suma incapacidades el principal caldo de cultivo de todos estos movimientos.
Un saludo.