Esta película se convirtió en la ópera prima de Francisco Regueiro, director controvertido y considerado maldito en la cinematografía española. Me gusta llamarla «la aventura del desencanto», porque detrás de su forma esconde una radiografía de una España en la que el espíritu juvenil se encontraba profundamente marcado y alicortado. Con pocas películas en el haber de Regueiro, ha desarrollado una carrera muy singular, con títulos renombrados, provocadores, ácidos, bizarros y personales, que le costaron finalizar su carrera antes de tiempo al no encontrar proyectos financiados. Seleccionada para el Festival de Cannes y enmarcada dentro de lo que se llamó el Nuevo cine español, éste constituyó un soplo de aire fresco de una hornada de directores que, influenciados por otras corrientes extranjeras, o por los cambios sociopolíticos de la época, renovaron nuestro cine con un lenguaje cinematográfico distinto y alejado del hasta ahora clásico y sus temáticas. A ello también contribuyó una reorganización en la censura a cargo del entonces Director general de Cinematografía, más aperturista en principio, que facilitó el surgimiento de este movimiento.
La juventud de Europa estaba experimentando un cambio de valores y cuestionamiento del lastre del pasado, de la familia tradicional, las costumbres, los conflictos bélicos y sus consecuencias, el acceso al trabajo o la represión sexual. Por ello, no es casualidad que se hallen puntos en común con personajes del Free Cinema como en la película “This kind of loving” (1963) de John Schlesinger, en los que se refleja la precariedad laboral y las relaciones extramatrimoniales demonizadas. También esta película encuentra lazos con la Nouvelle vague, pero me interesan más con películas del propio país menos conocidas como las de Julio Diamante, “El arte de vivir” (1965) o “Tiempo de amor” (1964), hermanadas por reflejar el peso de una sociedad lastrada, rancia, con personajes ahogados, existenciales, que demandan sexo de forma natural, mejores condiciones laborales y se topan con la imposición de una educación marcada por la férrea educación y el dardo de la dictadura. También encuentro nexos con “Nueve cartas a Berta” (1966), de Basilio Martín Patino, otro miembro del movimiento, por la denuncia de esa sociedad española inamovible, de provincias, anclada en el conformismo bajo la opresión del nacionalcatolicismo que no permite mirlos blancos que pongan en duda su presente y demanden un futuro más esperanzador que no apriete tanto. “Nunca pasa nada, del mismo año y dirigida por Juan Antonio Bardem también recrea excelentemente ese ambiente provinciano que asfixia a los protagonistas y que expresa ese país de los 60 reprimido, de nulo aperturismo, escasa formación intelectual y adoctrinado.
Los protagonistas de esta cantera de cineastas están pintados sobre un fresco de amargura, de eterna melancolía y desubicación. Toda una burla a la censura, que asistía a una crítica de un sistema con el que la juventud no conecta y quisiera cambiar, tratando de depositar un atisbo de inconformismo.
En la película que quiero describir, una pareja de estudiantes universitarios -él (Simón Andreu) de Valladolid y ella (Marta del Val) de Madrid-, tratan de buscar una libertad efímera fugándose por unas horas a Toledo. Todo un ejercicio de audacia en esa época en que te la jugabas porque habías de mentir a los padres y que ahora parece incomprensible. Llevan un año y todavía ella no se deja besar en la boca (peor es el caso de la pareja ya mayorcita de “Tiempo de amor”, que estuvo más de diez años) por la presión del “qué dirán” que obligaba a la clandestinidad de los cines, espacios oscuros o coches, en el hipotético caso de que se tuvieran, para tener algo de intimidad. Pero esta chica tiene muy inculcados la educación católica de su Colegio, familia y entorno, lo cual desespera a su novio. Unos chicos sufridores, como todos, de un adoctrinamiento que pretende apagar pulsiones naturales que empujan fuerte. Ella repite la frase de “cuanto más tardemos en besarnos, más tiempo tardaremos en llegar a más”, que cae como una losa para él y que seguramente le habrán obligado a escuchar desde pequeña para cincelar un modo de vida “como Dios manda”.
La escapada a Toledo se presenta como una aventura (sexual para él) en la que somos testigos de esos chicos animosos que se abrazan efusivamente en el interior del tren hasta que se les sienta una pareja de la Guardia Civil en su mismo departamento. Lo que en otra película sería un mero trámite para llegar a Toledo, Regueiro lo convierte con suma habilidad durante bastante metraje, en un casi documental de paisajes desolados con un Manzanares sucio y negro, un extrarradio deprimente con atmósfera gris y un desfile de personajes de lo más variopinto, pero descriptivos de la sociedad de esa época. La ya citada pareja de la Guardia civil, poco problemática, pero que sigue imponiendo y que no sabe realizar un crucigrama; las familias hacinadas en vagones inhóspitos de tercera, una chica algo moderna que habla sin tapujos de las excelencias de la independencia económica y laboral de la mujer; unos hombres que demandan al ver las grandes extensiones manchegas que “el campo debería ser para el que lo trabaja”. Un espacio donde se lee la revista “La Codorniz” y se habla de la Guerra Civil, guiños de una España que parecía despertar de su letargo.
En realidad, los numerosos minutos dentro del tren representan trozos de vida, con sentimientos, parejas que se despiden, un hombre enfermo que se toma la temperatura, silencios, muchos silencios de una pareja de enamorados que tendrían mucho que contarse y no han tenido ocasión. Con una puesta en escena atrayente y excelentemente encuadrada, asistimos a conversaciones existenciales, a dudas de la pareja en bellos primeros planos. Aquél en que se abrazan y se besan por primera vez en el vagón de primera colocados lejos en el punto de fuga, me parece genial. Dan ese primer paso, pero están distanciados visualmente de nosotros, contagiándonos de su frialdad, transmitiendo la imposibilidad de culminar.
La llegada a Toledo parece ser animada, pero pasarán por distintas fases, ya que los objetivos son opuestos. Ella, con más inquietud intelectual, quiere aprender y visitar todos los museos y el Alcázar. Él desearía buscar un sitio con intimidad para dar un paso más, lo cual motiva continuos encuentros y desencuentros también provistos de melancolía y desencanto. A ello contribuye en gran forma la maestría del director a la hora de su puesta en escena, cada vez cerrando más los espacios en los que deambulan los protagonistas y creando planos muy estudiados, que recuerdan algo a la arquitectura de Antonioni, con esos personajes vacíos y existenciales. Pero los espacios de Regueiro son costumbristas, de una ciudad muy bella, en la que se eligen rincones angostos, ambientes claustrofóbicos, cuadros de El Greco y Velázquez que les imponen, que influyen y a la vez complementan el estado anímico de esta pareja, que se acerca y se aleja, pero que nunca logra un engranaje perfecto por culpa de una sociedad y sistemas opresores.
A destacar el travelling que enfoca desde lejos en una balconada a la pareja, que discute efusivamente y de la que nunca vemos primeros planos, sino que escuchamos su conversación, así como numerosos planos de ellos separados física y emocionalmente. También la escena en la que se reconcilian y pasan por delante los ancianos de un asilo con las monjas es muy reveladora. Estos chicos expresan su frustración también por no estudiar lo que hubieran querido, sino para contentar a sus padres, su descontento por cursar una carrera y ganar en un banco poco dinero por parte de él o nunca atrever a irse en verano a Francia a ampliar miras por parte de ella. Arrastran un lastre que no se presenta nada halagüeño y al que sólo parecen buscar solución hablando de matrimonio y fusionándose con un sistema que los devora y los hace desaparecer como en ese magnífico plano en el que se montan de nuevo en el tren que vemos de lejos desde la puerta del andén. Un viaje de vuelta a la tradición después de una horas de liberación que parecían simbolizar frescura e inconformismo. Una aventura convertida en desencanto, en amarga decepción y asimilación de la realidad.
«El buen amor» es una película poco conocida, un buen ejemplo del Nuevo cine español, con una forma de narrar muy distinta a las películas habituales de su tiempo, que consigue de una historia anónima y sencilla, sin grandes acontecimientos, un estudio de esa España del pasado. Sin duda, influenciada por la Nouvelle vague, con una languidez que te va ganando por lo cuidado de la composición de sus encuadres, su fotografía y una forma de fusionar costumbrismo con modernidad con su estructura narrativa y visual poco comunes.
TÍTULO. El buen amor. AÑO: 1963. DIRECTOR: Francisco Regueiro. PAÍS: España. DURACIÓN: 82 min. INTÉRPRETES: Simón Andreu, Marta del Val, Enriqueta Carballeira, Enrique Pelayo. GUIÓN: Francisco Regueiro. GÉNERO: Drama. PRODUCCIÓN: Jet Films-Alfredo Matas. FOTOGRAFÍA: Juan Julio Baena. MÚSICA: Miguel Asins Arbó. PREMIOS. Nominada a Palma de Oro, Festival de Cannes.