Ayer era un día gris en Petrer City, y el viento, el frío y la gripe no ayudaban. “Más largo que un domingo sin novia”, cuando los ánimos, sin saber por qué, no tenían muchas ganas de celebrar. Era la misma sensación que algunas noches, cuando algo te falta y escuecen los recovecos del alma. Mañana será otro día, claro, y duermes. Y hoy la portada de los medios anunciaba la muerte del poeta mexicano José Emilio Pacheco y yo, que adoro en secreto las cursilerías, me he dicho que con razón. Un poco asustado, y peliculero, recordaba que lo mismo me ocurrió la noche que murió Benedetti, hace ya casi cinco años.
Este verano, en el periplo mexicano en el DF, vi un cartel que anunciaba un recital de José Emilio Pacheco en el Museo de Antropología de la capital mexicana. Recuerdo a Beli y a Tere sin muchas ganas de cultura un sábado por la mañana, y allá que me planté con la necesidad de quien gusta de tocar a los ídolos, aunque sea con los oídos. La verdad es que en Antropología nadie sabía nada del recital de Pacheco, y el doctorcito y dos universitarias que esperábamos en la puerta del salón de actos, algo equivocados claro, nos quedamos con las ganas. El recital se había cancelado. Nos fuimos por unas chelas y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Y ahora pienso que no habrá más ocasiones.
A Pacheco llegué por Tlatelolco, por el poema que algunas veces cuento en clase, publicado en No me preguntes cómo pasa el tiempo, donde reescribe la historia mexicana a partir de los testimonios de los vencidos en 1521 y en 1968, en un pastiche de denuncia de la tragedia que asolaba de nuevo el continente americano. Díaz Ordaz y su gobierno habían ordenado asesinar a los estudiantes que habían puesto en solfa a las instituciones mexicanas ante el inminente inicio de los Juegos Olímpicos de 1968.
A la sombra de la poética de Octavio Paz o de Bonifaz Nuño, José Emilio Pacheco saltó a la literatura del medio siglo con dos poemarios, Los elementos de la noche y El reposo del fuego, de un hermetismo filosófico de reflexión identitaria que dejará al margen a partir de la década de los 60, cuando triunfa una estética comunicante que no le abandonará hasta las últimas obras de una trayectoria que le valió el Reina Sofía en 2009 y el Premio Cervantes en 2010. Su poesía nunca abandonó la estampa culturalista, a partir de la cual configuró una extensa geografía personal de ciudades y espacios cercanos (ciudad de México, Canadá, Inglaterra) y una completa geografía literaria en la que a la insistente reflexión metapoética se le unió la recreación de espacios y de voces literarias, desde la literatura prehispánica hasta los homenajes a sus contemporáneos.
Alta traición
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Cuentan que era un hombre cercano, este legislador de lo imposible, como lo fueron sus compañeros de generación literaria, que más allá de clichés responden ante los postulados de la poética conversacional. Directo y sencillo, sutil y profundo, tuvo una obsesión por reflexionar en su poética por el paso del tiempo que marcó hasta el título de su obra completa en el año 2000, Tarde o temprano.
Cronista de rincones, historiador de la tragedia, narrador de los cuerpos y el deseo, del amor y de la derrota, de la memoria y de la identidad mexicana este José Emilio Pacheco, el poeta del tiempo discreto, que anoche se marchó con prisa para buscar a Gelman, para sentarse con Benedetti en esa terraza soleada de la cafetería donde se reúnen los poetas sencillos, los poetas grandes.