Un lugar populoso. Un espacio acotado por los lamentos. Una caverna oscura llena de grutas terribles. Un territorio poblado por seres fantásticos cuya única razón de ser es nuestro sufrimiento. Quizá un paraíso fingido y colorista que reúne todos los requisitos de la felicidad y que sin embargo es insoportable. ¿Pero qué es el Infierno? ¿Acaso el lugar que concentra los miedos de toda una generación? ¿Se parecía el Infierno que concebía el piadoso Felipe II al que enseñaban tres siglos después los curas de antracita del Opus?
En tiempos modernos quizá fue Dante el primero que describió un viaje al Infierno. Y desde su obra, en general aceptamos la convención de un mundo desolado, en tinieblas, con una especie de lagunas, con sufrimiento, con dolor… Un sitio en el que los que más sufren son los traidores y en el que se paga, segundo a segundo en un eterno reloj, el mal que uno ha hecho.
La intención que tuvieron muchos artistas medievales y renacentistas al representar el reino satánico llenándolo de escenas grotescas fue extraordinariamente piadosa, si bien a veces el resultado no estuvo en consonancia con aquella intención. Por ejemplo, en el siglo XVII muchos pensaron que El Bosco era ateísta. Y es que el mundo de los sentidos está muy presente en las causas que le llevan a uno al Averno, pero no lo estaba menos en los sátiros de Hyeronimus Bosch, un artista especialmente preocupado por la música que opinaba que todo lo que fuesen movimientos descoyuntados, equilibrismos raros, caprichos musculares, era diabólico en esencia. Varios de sus cuadros también contienen alusiones a creencias demoníacas y brujeriles con seres imaginarios y movimientos insólitos (así, en una de Las Tentaciones de San Antonio, podemos ver la imagen clásica de la pareja que se traslada por los aires al Sabbat montada en un pez volador). Pero El Bosco, que era sin duda un místico, pintaba para censurar; y por eso al piadoso Felipe II le dio por coleccionar su obra, de ahí que hoy tengamos en El Prado lo mejorcito de él. Quizá sea El Bosco el último exponente del apogeo de la pintura moralizadora renacentista. Pero acaso también él es el único que ha pintado un Infierno luminoso, verde, decorado, imaginativo, lleno de luz… y sin embargo cruel.
En 1999, el Santo Padre de Roma sorprendió a la Cristiandad. Hablamos de aquel Papa que tanto hizo a favor de que el SIDA se extendiese a placer en África y que sentía veneración por dos mujeres nada más. Una era la Virgen María en su advocación de Nuestra Señora de Fátima, diócesis de Leira, concello de Ourém, porque paró esa bala de Alí Agca que todavía hoy nadie sabe quién pagó. La segunda era Teresa de Calcuta, esa monja albanesa de boquita fruncida que con tanto amor cuidaba a los desahuciados sin ofrecerles tratamiento alguno a pesar de los donativos que recibía cuando se hacía selfies con esa Marilyn pijilla de Lady Di (pronúnciese dái, que es morir en inglés y esto va de infiernos renacentistas). Teresa de Calcuta, digo, era la reverenda madre que mejor lucía en el calendario Michelín del Vaticano, la cuya curia estaba ya algo escamada con esos Legionarios de Cristo que andaban por Latinoamérica provocandoles hemorragias rectales a los niños sin que la Santa Sede hiciese nada salvo ocultar y bendecir. Hablo del Papa Karol, el que puso al comunismo mirando a Polonia.
Pues decía que Juan Pablo Woijtila, el Conan que vino del frío, en 1999 tuvo la ocurrencia de afirmar que el Infierno es una especie de estado de ánimo del alma, que no un lugar físico como el Banco Ambrosiano. ¡Qué alivio! La Iglesia siempre se ha adecuado a los tiempos tratando de que la mentalidad imperante en esos tiempos se adaptase a la suya. Lo que venía a afirmar Woijtila era que el Infierno tenía más que ver con los remordimientos de conciencia que con la conciencia misma o los propios actos terrenales. Así pudo darle JotaPé la comunión al emperador Augusto (Pinochet) en 1987 y nada menos que en el Palacio de la Moneda que él mismo había asediado con Salvador (Allende) dentro. Eso hizo Juan Karol sin que le temblara el pulso que le temblaría después por el párkinson. Un Papa bendiciendo a un Augusto que había atacado a un Salvador. Irónica escena. También le dio más de dos besos a Marcial Maciel, ese hombre tan amante de la infancia. Acaso hubiese venido mejor una excomunión a estos y otros primates, como hizo con Lefebvre, aquel obispo ultraderechista —parecerle ultraderechista a Juan Pablo II tenía un mérito atroz— al que luego Benedicto XVI rehabilitaría post mortem. En fin, problema es de sus alocadas fans de ambos sexos.
Sin embargo, ocho años después, el mayor y mejor teólogo que ha tenido la Iglesia en el siglo XX, el Papa Ratzinger, don Benedicto, pues vino sabiamente a decir justo lo contrario: «que el Infierno existe, y no está vacío. La Salvación no será gratuita, al contrario, serán muchos los que deberán purificarse. Quien no se esfuerza por alcanzar el Paraíso, tampoco trabaja por el bien de los hombres sobre la Tierra». Para quien no recuerde ya a Benedicto XVI, es el hermano menor de ese otro prelado, un tal Georg Ratzinger, que había estado dirigiendo un coro en el que varios curas rijosos se pasaron treinta años jugando con los cuerpecitos púberes de sus niños cantores. Nada más que treinta años, los mismos que la Archidiócesis de Dublín estuvo encubriendo las tales prácticas en sus parroquias y menos de los que necesitó la archidiócesis de Boston para apoyar a 250 sacerdotes que habían estado abusando apenas de 1300 niños durante medio siglo postconciliar. Pues eso, que el hermano de Georg Ratzinger es el Papa Benedicto XVI. ¿Cómo sería el Infierno para todos aquellos niños? ¿Estaría acaso en la Tierra? Puede ser: en la Tierra y debajo de los faldones de más de una sotana enmierdada. Pero no hay teólogos que se atrevan a analizar eso. En fin, sigamos con el renacentista.
Con palabras tan categóricas era como si el Santo Padre Benedicto estuviese desautorizando a su intocable predecesor (Juan Pablo II, santo o no, es dogma de fe para la Iglesia; ya saben, acabó con el comunismo financiándole el Nobel de la Paz a Lech Walessa). Y empleó Ratzinger tantas y tan cargadas razones que no tardó el estamento en recurrir a Carlos Novoa, jesuita (la Iglesia ya dando pistas de las inminentes intenciones del Espíritu Santo), para matizar que Ratzinger lo que estaba haciendo era dar unas pautas para aquellos que precisasen de su propia imaginación para «ajustar sus comportamientos» (es decir, que Benedicto XVI no dijo en realidad que el Infierno fuese un lugar físico, sino idílico para los idealistas del idilio). Parece que en los últimos veinte años ha habido una especie de salida curial del armario y lo único físico que ya interesa a la crême del clero son las cosas que se pueden tocar, como las caobas del ático de Bertone (compradas con el dinero escamoteado a un hospital pediátrico), el piso de soltero de Rouco Varela (llave en mano 370 metros cuadrados para que el vuelo de faldas no enganche giliporcelanas y las rompa), los hombres oscuros del cachondillo Reig Plà (ay, perillán, perillán, ¿qué hacía Su Ilustrísima a esas horas en esos sitios? Acabaría cansadísima) o los niños pequeñitos-pequeñitos que tanto se llevan en las sacristías de ciertos catequistas. Pero el infierno no es físico, al parecer. No para los ministros de la Iglesia. Ya no. Eso son cosas del Renacimiento, o sea, de los Humanistas postmedievales.
Y de antes. En el paleocristianismo, si uno lee los Evangelios y el Nuevo Testamento, incluso en su tendencia más judía, es decir, el Apocalipsis, queda meridianamente claro que hay un Infierno. Jesús afirmaba que el malvado iría a un lugar donde el fuego eterno daría cuenta de él y en el que encontraría llanto y crujir de dientes. Y es que cuando Cristo habló de esto se refería a una tradición que en el judaísmo era muy fuerte y que no se molestó en desestimar, como hizo con otras. De hecho, los Justos de la Antigüedad esperaban con algarabía el castigo de los pecadores y confiaban en una especie de revancha divina sobre ellos por haber maltratado en la Tierra a los verdaderos creyentes y haber conculcado la palabra de Dios.
Pero vayámonos más atrás. Posiblemente uno de los primeros textos que describe el Infierno sea el poema de Gilgamesh, donde ya se comenta cómo este dios asirio cae a una sima donde reina una oscuridad eterna, silenciosa y desligada de todo y de todos. Lo que sí sucede entre los antiguos sumerios que no encontramos en otras culturas es que hay un texto donde de repente se sitúa el Infierno como algo real en la Tierra: hay un texto llamado Numaelish, que está publicado en Londres por el Museo Británico, en el que se afirma que hace más de diez mil años bajaron los Annunaki y crearon el Infierno en las orillas del Tigris y el Éufrates, esclavizando a los hombres para que sacaran mineral para ellos. Es decir un Infierno real, tangible y terrenal.
Pero el devenir histórico nos trajo otros muchos avernos.
En los funerales chinos se quema dinero, real o simbólico, para que el occiso pueda sobornar a los guardianes del Dy-Yu y así poder disfrutar de algunas comodidades de ultratumba, lo que en la España de los noventa muchos opositores con parientes en la Administración del Estado llamaban «dar un empujoncito». El chino, pues, resulta un Más Allá de tráfico de influencias, como los ayuntamientos de la Gurtel. Peores son las ideas de Inmortalidad Condicional tan vigentes hoy día en las iglesias evangélicas y en la ortodoxa, que sostienen a través de sus teólogos un plan por el cual el alma del hombre es mortal, siendo la inmortalidad del alma una gracia que Dios concede exclusivamente a los justos, por lo que al resto les quedaría la nada más absoluta. Tenemos también a los mayas, esa civilización que, según algunos opinadores que no han estudiado Historia, fue esquilmada por los españoles cuando llegaron a América (lo cierto es que se ya se estaban esquilmando entre ellos cuando los antepasados de los actuales pedagogos latinoamericanos pisaron el Yucatán). Los mayas no sólo tenían Infierno, es que además contaban con unos dioses infernales especializados que se habían hecho distintos módulos de formación profesional en I+D+I que era un primor. Aal-Pu, sin ir más lejos, era un ser que inyectaba sustancias ponzoñosas en los humanos para que sus cuerpos se volviesen amarillentos y quedasen infectados y comidos por todos los dolores y agonías y se fuesen pudriendo poco a poco. Atalcotoc era más de poner boca abajo a sus víctimas y clavarles agujas para que se desangrasen por las orejas y los ojos. Tchaniabac,se encargaba de provocar ayunos desmesurados hasta que el cuerpo quedaba reducido a su propio esqueleto. Y a ese plan de eficiencia energética.
En el infierno musulmán Satán no es el que manda, sino un funcionario al cargo de la fiesta que también está cumpliendo allí lo suyo. Pero en el Islam hay varios infiernos, siendo el peor el Hawiyá, que es el infierno de los hipócritas (¿están pensando lo mismo que yo?). Los chinos, por su parte, tienen diez infiernos. Los hindúes, veintiuno. Algunas corrientes tibetanas aceptan su existencia como lugar para purgar el alma antes de la siguiente reencarnación: lo tenemos en el budismo japonés, que tiene el Jigoku, mucho más cruel que el sintoísta Yumi-no-Kuni. Luego está el infierno japonés del Loto Carmesí, en el que el frío resquebrajaba la piel de la espalda haciéndola sangrar profusamente. El del Loto Carmesí no es el único infierno frío. Los musulmanes tienen otro, el Hamharer, y a los chinos, que lo copian todo, tampoco les faltan sus infiernos helados, siempre más baratos que los de marca porque se ahorran el clavazo percutivo de Iberdrola, que menudas facturas neperianas perpetra cuando uno lo único que pretendía era rostificar la mitad de un pollo.
De hecho, el infierno tórrido es casi una exclusiva cristiana. Para la Iglesia es por dogma de fe, como lo es que las almas pecadoras van allí o que sus penas duran toda la eternidad. Hay infinidad de textos teologales que describen las penas del infierno cristiano, sus torturas y las opiniones de los místicos al respecto. Santa Teresa de Jesús, en alguno de sus éxtasis llegó a ver cómo caían las almas al mogollón en él. Sor Lucía, la vidente de Fátima (diócesis de Leira, concello de Ourém, etcétera…), contó cómo la Virgen le hizo contemplar adónde iban las almas de los pecadores: «un agujero que era como un mar de fuego en el que se veían formas humanas: hombres y mujeres quemándose y gritando desconsoladamente y los demonios tenían un aspecto horrible como de animales desconocidos» (o sea, algo así como la casa de Gran Hermano Vip) . La monjita polaca Santa Faustina Kowalska, en el siglo XX tiene una visión del sitio y no sólo lo ve con llamas, sino que además lo describe como «un lugar físico lleno de cavernas y hoyos donde se tortura hasta la agonía a todos los pecadores según hayan sido sus pecados en vida».
Vemos pues que las diferentes culturas siempre han creado infiernos muy terrenales y adaptados a sus dengues, taras y veleidades, pero también vemos que en Occidente nos hemos quedado con el Infierno Renacentista o que ha habido un renacimiento del Infierno. Sin embargo, todos hemos oído en alguna ocasión decir que el Diablo no era el príncipe de los demonios, sino el rey de este mundo. Esa idea quizás se remonte a los cátaros, que ya eran de esa opinión y por lo tanto no tenían especial estima por sus vidas terrenales, que hasta se lanzaban ellos solitos a la hoguera partidos de la risa delante de los esbirros papales a los que hacían muecas de burla y pedorretas en unas escenas que tuvieron que ser de lo más grotescas y desconcertantes.
Qué duda cabe de que nuestro enfoque determina en muchas cosas nuestra realidad. Obviamente, las personas que vivan instaladas en el rencor, en la envidia o en el revanchismo están ya disfrutando de su propio infierno particular. Sin embargo, ya lo hemos visto, los primeros infiernos que crea el ser humano en las culturas ancestrales son condenas a la soledad y a la oscuridad. Resulta inquietante descubrir que nunca el hombre ha sido tan individualista como en los albores del siglo XXI, ni estado tan aislado de los demás, ni tan falto de valores y empatías. Actualmente y cada vez más, la única ventana al mundo que tenemos en nuestras vidas de rascacielos y ríspidas modas a la última son las pantallas de Internet que nos inducen a observar, opinar, creer, descreer, reír, emocionarnos, automitificarnos y alienarnos, en fin, pero sin molestar, siempre desde la impunidad del relativo anonimato que algunos aprovechan para desatar sus más oscuras perversiones. Cuán necesario sería actualmente para todos, creyentes y no creyentes, que reflexionásemos en serio sobre los términos pecado e infierno y nos planteásemos si quizá no estamos asistiendo al renacimiento del Infierno del Renacimiento. Y es que acaso Al Pacino tuviese razón cuando, en Pactar con el Diablo, encarnó a un Satanás humanista y devoto del hombre (y no obstante abogado).