En esta, mi primera colaboración en Amanece Metrópolis, me ha parecido oportuno abrir un debate acerca de un problema que considero muy importante: el azar y la migración.
Con el objetivo de resolver este problema lo antes posible, se han realizado muchos valiosos estudios y aportaciones muy documentadas. Muy interesante, me parece, la aportación de Juan Carlos Velasco Arroyo, filósofo, investigador del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que en su libro El azar de las fronteras, Políticas migratorias, justicia y ciudadanía (2016), analiza el papel del azar en la vida de las personas: nadie puede elegir el lugar, el país, de nacimiento. En este libro, Juan Carlos Velasco pretende cuestionar algo tan azaroso, como decisivo en la vida de las personas, como es la fortuna o la desgracia de haber nacido en un determinado país.
Esta circunstancia, en un principio, puede carecer de importancia, pero, sin embargo, incide de forma directa en las oportunidades que una persona tiene de llevar una vida digna. No es lo mismo haber nacido en un país o en otro, en España o en Libia. Nacer a un lado u otro de una frontera es cosa del azar, que ninguna persona puede controlar. El accidente del nacimiento favorece a algunos al hacerles ciudadanos de naciones benignas, en tanto que a otros les condena a vivir donde la existencia es breve, brutal y repugnante.
Pascal, ya en el siglo XVII, en su obra Pensamientos, escribió: «El nacimiento no es una ventaja de la persona sino del azar». Obviamente, el sentido de justicia se resiente cuando intervienen circunstancias fortuitas de nacimiento sobre las que no se tiene ningún control, porque no son elegibles. No es justo, no es razonable, construir murallas para evitar que personas que nacieron, por azar, en un país inhóspito, consigan llevar una vida digna. No se puede castigar a nadie por algo que no es obra suya. Sin embargo, existen múltiples ejemplos que ponen de manifiesto que el actual sistema económico-social no solo no tiene en cuenta lo azaroso del nacimiento de las personas, sino que aumenta los problemas con los que se deben enfrentarse aquellas que han nacido en un país pobre.
Paul Collier, director del Centro de Estudios de Economía Africana en la universidad de Oxford, en su libro El club de la miseria. Qué falla en los países más pobres del mundo (2009), nos introduce en los motivos por los que algunos países pobres son incapaces de salir del «club de la miseria».
Collier explica de que forma un país pobre no puede salir del «club de la miseria» por el simple hecho de poseer recursos naturales valiosos para los países ricos. Uno de los ejemplos más recientes se refiere a la República Democrática del Congo, un país rico en coltan, un mineral metálico de color negro o marrón oscuro, un recurso natural no renovable y escaso, indispensable en la fabricación de muchos de los dispositivos electrónicos que utilizamos habitualmente. En esas minas, bajo el control de grandes empresas –empresas transnacionales- se trabaja en condiciones de semiesclavitud e incluso utilizando mano de obra infantil. Todo es corrupción, sobornos y guerra, lo que hace que un elevado porcentaje de migrantes, que llega a las costas europeas, proceda de ese país. Personas no queridas en Europa, consideradas ilegales, y algunas de las cuales mueren en la travesía. ¿Qué han hecho ellas para merecer tal castigo?
Es solo un ejemplo, ni mucho menos el único, del comportamiento de gran parte de las empresas transnacionales, a quienes solo interesan las ganancias económicas.
La resistencia a abrir las fronteras para las personas y no para las grandes empresas es una manera de mantener sin cambios un mundo injusto, que genera daños irreparables sobre los más desfavorecidos del planeta.
¿Quién está legitimado para restringir la libertad de movimiento que asiste a cualquier ser humano? La respuesta de los gobernantes europeos al fenómeno migratorio es vergonzante: no solo levantan vallas, muros y todo tipo de obstáculos, sino que, cuando han conseguido salvar todos esos obstáculos y ya están dentro, en muchos casos les hacen la vida imposible.
La única forma de solucionar los problemas debidos al azar del nacimiento es eliminar las fronteras.
La desaparición de las fronteras supone una renuncia a la existencia de naciones. En opinión del historiador José Álvarez Junco, expuesta en su libro Dioses útiles. Naciones y nacionalismos (2016), las naciones son dioses útiles para los políticos, y solo existen en la medida que se lo crean los ciudadanos, por otra parte, fáciles de convencer, porque la nación da una identidad, dice quién eres y favorece la autoestima.
Una nación es una comunidad social con una organización política común y un territorio y órganos de gobierno propios, que es soberana e independiente políticamente de otras comunidades.
Jorge Luis Borges señaló que el nacionalismo «es el canalla principal de todos los males. Divide a la gente, destruye el lado bueno de la naturaleza humana y conduce a la desigualdad en la distribución de las riquezas».
La realidad es que todos pertenecemos a la especie humana y según el artículo primero de la Declaración Universal de Derechos Humanos, «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
Si las empresas transnacionales no tienen patria y en busca de los mayores beneficios económicos no encuentran ningún obstáculo para desarrollar su actividad en cualquier lugar de la Tierra y cuando el dinero –como se ha dicho antes- se puede mover sin ningún tipo de restricciones por todo el globo terráqueo, a cualquier hora del día o de la noche, buscando las mejores condiciones de rentabilidad, no es admisible la existencia de naciones con una muy limitada capacidad de actuación.
Es necesario lo que podríamos calificar de revolución copernicana. En un momento determinado, se pensaba que la Tierra era el centro del universo: estrellas y planetas giraban alrededor de ella. Para avanzar en el estudio del universo, fue necesario aceptar que la Tierra giraba alrededor del Sol. Ahora se creía que todo debía girar alrededor de las naciones; sin embargo, acontecimientos recientes están poniendo de manifiesto que el centro del sistema, si se quiere que sobreviva la especie humana, deben ser los ciudadanos.
Cada vez en mayor medida, aumenta la sensación de que el sistema basado en el Estado-nación se ha quedado obsoleto. Muchos pensadores conciben un mundo organizado territorialmente en pequeños cantones autónomos, pero no soberanos, sin ejército y sin poder para frenar la libre circulación de personas, ideas y mercancías, completado por el establecimiento de fuertes organizaciones mundiales, empezando por un sistema global que vele por los derechos humanos en el mundo entero.
En un momento determinado, se dio –y se está dando- una inmerecida importancia a la enorme cantidad de culturas distintas existentes. Entre quienes ha abordado ese tema, se encuentra Zigmun Bauman, sociólogo y filósofo polaco, uno de los pensadores más influyentes del último tercio del siglo XX, autor del libro Múltiples culturas, una sola humanidad, señala la nula importancia de que en el mundo existan muchas culturas. En la actualidad, en el mundo existen muchas culturas, pero se pretende ignorar que son expresión de una sola humanidad. Ricardo Lagos, presidente del Consejo Latinoamericano de Relaciones Internacionales señala que estamos transitando hacia un mundo multicoral. Es curioso señalar la nula importancia que tiene ese tema para las empresas internacionales: su cultura gira solo alrededor de las ganancias económicas y las ganancias carecen de humanidad.