«En Andalucía confluyen la desesperación filosófica del Islam, la desesperación religiosa del hebreo y la desesperación social del gitano» Carlos y Pedro Caba Andalucía su comunismo libertario y su cante jondo
Si tuviéramos que escribir una genealogía de las migraciones en Andalucía podría decir, sin lugar a dudas, que nos faltaría espacio en estas escasas líneas. Se ha escrito mucho sobre ello, o quizá demasiado poco, según se mire, sin embargo lo cierto es que hay libros, tesis, ensayos, canciones, noticias, estadísticas, y un largo etcétera, que recogen cómo a lo largo de la historia Andalucía ha sido un territorio de idas y venidas, pero sobre todo de idas. No hay más que acudir a la cita que introduce este texto para remontarnos a una parte de la historia de Andalucía.
Pero me vais a permitir que me no aborde datos y estadísticas. Al final lo más importante a la hora de hablar de realidades es situar la mirada, palparnos y auscultarnos. Porque para entender nuestra propia historia también es necesario rescatar los testimonios propios y cercanos. Leía hace un tiempo un grafiti que decía Visitar a tu abuela es memoria histórica, y eso es lo quiero re-conocer/re-visitar con este texto. Descuelgo el teléfono. Trago saliva. Lo que sigue a continuación son los relatos que me laten en el pecho. Los relatos de algunas de las mujeres de mi vida que sufrieron/padecieron/enfrentaron/atravesaron, y aún a día de hoy lo hacen, la migración.
Mi tía Juana en realidad es la tía de mi madre. Cuando me habla tras el teléfono me da un hormigueo en la barriga, la llamo para decirle que voy a ir a verla en una semana, su voz lenta y pausada me recuerda a la voz de quien espera, una voz lineal que parece de otra época, también le digo que me gustaría preguntarle sobre su marcha de Rus, nuestro pueblo, un pequeño pueblo casi en el corazón de Jaén. Tiene 89 años. A la semana siguiente estoy allí —casualidades me llevan a asistir a un acto que se hizo sobre migrantes andaluzes en Barcelona, la Arrejuntaera—. Llamo a su puerta. Abre. Al verla me emociono, me contengo para que no se me note mucho y la abrazo. Nos sentamos en el salón de su casa y casi sin darnos cuenta ya estamos hablando sobre su partida. “Pues mira, yo me fui en el año 75 y te voy a confesar porqué me fui de Rus, María, creo que no se lo he dicho a nadie, pero esto es así, yo me fui de allí por cuestiones políticas” ¡Ay! Me contengo por dentro porque delante de mí tengo mi historia, nuestra historia, la tuya —tú que me estás leyendo—, la mía.
La historia de mi tía Juana ya os digo que no fue nada fácil. Su padre y sus hermanos fueron militantes anarcosindicalistas en nuestro pueblo, hombres comprometidos con las ideas de emancipación del proletariado, esto les valió, tras la guerra, su fuerte dosis de represión. Mataron a su padre y hermano mayor. Encarcelaron a su madre y a sus otros dos hermanos. Mi tía Juana con 7 años se quedó en la calle, con su hermana Paca (mi abuela) de 12 años. Estuvieron un mes y medio sin saber qué sería de ellas. Me cuenta que las monjas a las que iban a comer les daban lentejas con piedras. Me cuenta que las niñas no querían darle la mano cuando jugaban al corro de la patata. Me cuenta que no entendía nada pero que se sentía muy chiquitilla y que echaba mucho de menos a su padre —esto aún lo hace—. Me cuenta que en el año 74 cuando su hija mayor se enamoró del hijo de una familia de derechas del pueblo y vio el daño que le estaban haciendo a su Josefina, decidió coger las maletas y marcharse. Su hija no pasaría por nada similar a lo que ella vivió. Le pregunto que si le costó mucho irse de Rus. Me dice que para ella fue una liberación. ¡Ay! Sí, es una mujer que vive en otra época, en verdad vive en una época que le arrebataron, la nostalgia y los recuerdos le laten, sin embargo tiene la mirada limpia de la niña que abraza a su padre. Me dice que ella tiene mucho que agradecerle a Barcelona, que al principio fue difícil, sobre todo por el idioma, pero que Barna le dio otra oportunidad.
La prima Cati, en realidad es la prima de mi madre, la sobrina de mi tía Juana. Su relato, que tiene algunos puntos en común con el anterior, me hace fabular escenas impactantes. Ella, que a sus 18 años tuvo que migrar de Rus, me cuenta cómo pasó por diferentes destinos: Beas de Segura, Elche, Benidorm, hasta acabar en Ibi, un pueblo de Alicante. Su padre, Acracio Gabriel, hermano de mi tía Juana, sufrió no solo cárcel sino un posterior señalamiento y persecución de las “fuerzas del orden” en plena dictadura que le imposibilitaba tener un trabajo estable. La voz de Cati, al otro lado del teléfono, me suena como un lamento cada vez que recuerda la dureza que supuso ir saltando de vagón a vagón en cada uno de sus “viajes”, «los trenes pasaban de un sitio a otro y nosotros teníamos que saltar, muy duro». «María, lo nuestro fue un exilio político y fue muy duro, éramos muy jóvenes y fue muy difícil entenderlo todo». Al principio también le fue duro adaptarse a otra cultura, a otro idioma, a otro paisaje. Me cuenta algunas anécdotas que tienen relación con el idioma, me cuenta que sentía que había una frontera muy grande: «mi acento no me lo respetaban. Se reían de mí. Me sentía avergonzada por no decir una “s”, eso no es justo»; sin embargo ella poco a poco empezó a abrazar las costumbres valencianas, a hacerse un hueco, sin dejar de intentar crear tejido andaluz, de hecho en el 71 crea, junto con otras andaluzas la Asociación Cultural Andaluza, una iniciativa que no llegó a cuajar para ella del todo. Al poco de cogerle testimonio, de nuevo, la casualidad me llevó a Alcoy, pueblo a escasos kilómetros de Ibi, —esta vez para una presentación sobre feminismo andaluz—. Llevábamos once años sin vernos. Por supuesto vino a verme. Nos agarramos de la mano y nos tiramos diez minutos agarraitas, como si tuviéramos que darnos todo el calor guardado durante tanto tiempo sin tenernos cerca.
Pero ¿y el relato sobre el exilio de las que se quedan? El relato de las que tienen que ver marchar,
marchar,
marchar.
Mi madre de esto siente mucho. A lo largo de su vida ha visto irse a los suyos, a las suyas. Trago saliva. «Mamá, ¿qué sientes del exilio de la gente que quieres?» «Pues María, se han ido tantos: el tito Gabriel, la tita María, la tita Juana, el tito Juanito y la tita Pepa, [se hace un pequeño silencio] y también tú, tú también te has ido». Vuelvo a tragar saliva, sé que este testimonio es el que me vuelve más frágil y vulnerable. En la voz de mi madre se ramifican dos testimonios que sería injusto no evidenciar, como un espectro luminoso la voz de mi abuela Paca va haciendo apariciones para contarme la pena honda que la invadió en vida; mi madre, por su parte, me narra imágenes vívidas de años en blanco y negro.
Ya os he contado, con el testimonio de mi tía Juana, las difíciles circunstancias que le tocaron vivir a mi abuela Paca y a ella. Le escribí hace un tiempo un pequeño poema a mi mama, una parte de éste dice así:
Mi abuela era jaquetona,/mujer con poderío, comadre,/hierbabuena, pucheros y sillas de enea.
Mi abuela, a sus 12 años, cuidó de su hermana Juana. Mi abuela era una toterreno, y en Rus, a día de hoy, todavía hay quién aún nos regala unas palabras hermosas para ella. Yo tengo una foto suya en mi nevera que beso cada cierto tiempo. Como si el acto de besar la foto fuera el acto de besar su carne, de besar su frente. La muerte y la cárcel de sus queridos, el exilio posterior. En la voz de mi madre se transfigura mi abuela para contarme lo hondo hondo hondo de la añoranza por los que físicamente tenía lejos, por los que físicamente ya no tenía. Me abuela se encargó de contarle a mi madre eso que una niña no llegaba a comprender del todo. Mi abuela supo mantener viva la llama, esa que mi madre porta, esa que aún siento caliente en mí. La llama de la memoria.
«Mama nos contaba la problemática [política y económica] y entendí. Por eso no me afectó tanto en un principio. Sin embargo cuando la tita Juana se fue, y con ella la prima Josefina, con la que yo estaba muy unía, creo que pasé hasta una depresión». El cuerpo enfermo por la ausencia de su mejor amiga. El cuerpo alerta. El cuerpo avisando. Después, una evocación de escenas en escala de grises: «Yo tengo el recuerdo de un pueblo de mujeres siempre solas, primero los maríos se iban y allí se quedaban ellas», como si de una fotografía antigua se tratase, el relato de mi madre me muestra calles sin asfalto, casas encaladas, mujeres por la noche con sus sillas de enea al fresco, un pueblos con pocos hombres en sus calles. Primero los maridos se iban y después, si todo cuajaba, al año o a los dos años, o a los tres o a los once, se iban ellas. Eso sí, seis señoritos repartían el trabajo en el pueblo. Vivir en Rus tras la guerra era la represión, de una u otra forma, de esas familias que había luchado y/o creían, también de una u otra forma, por/en un mundo nuevo.
Los años 50, los años 60, los años 70, en todos hay una narración de exilio. En todos el relato de una prima, un hermano, un padre, una tía que se va durante un tiempo y vuelve, que se va durante un tiempo y “empieza” de nuevo su vida en otro lugar. Las mujeres como sostenedoras de la vida, de las redes de apoyo, de los afectos, de la memoria, de las heridas desgarradoras de una guerra perdida. Una guerra perdida que vuelve al tiempo a contar relatos muy similares. Que vuelve a poner sobre la mesa la falta de oportunidades en un lugar en el que “aún son 6 señoritos” los que sustentan la tierra de Andalucía. Me dice mi madre, después de tanta piel erizada: «Yo no pensaba que tú te ibas a ir tan lejos, me causó bastante frustración. Cada persona que quieres que se te va yendo te va creando vacíos por dentro. El tuyo fue muy muy grande María». Me limpio las lágrimas sin que se dé cuenta que al otro lado del teléfono mi desgarro a saltado por los aires.
Mientras aquí sigo. En Yuncler, un pueblo de Toledo, después de cinco años. La precariedad, la angustia, la lucha diaria por el sustento, la certeza de que este sistema capitalista, colonial y patriarcal que nos aplasta y nos machaca es producto de muchas batallas perdidas; sin embargo abrazo, como ya lo hicieron mis ancestras —y parafraseando a Teresa Claramunt—, el ideal que me guía: una sociedad sin amos ni señores, comunista y libertaria, de hombres y mujeres libres, en Andalucía y en cualquier parte del planeta. Abrazo proyectos como este que tienes entre las manos, sanadores y desde lo colectivo, con la certeza de que cada vez seremos más, sabremos reconocernos y emprender, desde las redes y el cuidado, caminos para un modelo que le haga sombra al existente, un modelo que nazca de nuestros pechos rebosantes de un mundo nuevo y mejor.
¡En eso estamos, en eso seguimos!
¿Nos acompañas?
*Texto publicado en papel en el nº2 del femzine Salmorejho Majaho dedicado a las migraciones andaluzas, editado por la Editorial Avenate y La Candela Laboratoria. Para leer más cosas suyas aquí.
[…] Genealogía desde lo jondo del exilio andaluz – Araceli PulpilloBuscar palabras y encontrar piedras. Diario de la cuarentena – Irene ChoyaNihilismo y censura: la Nada de Janne Teller – María Rodríguez Velasco […]