Nuestro artículo de noviembre fue el primero de los dedicados a una categoría especial dentro de los efectos especiales, los animatronics, el término híbrido de animate (animar) y electronics (electrónica) que designa a las figuras accionadas mediante recursos electrónicos y mecánicos. Entonces hablamos de los albores de la animatrónica y de las creaciones del genial Carlo Rambaldi. En este artículo nos centraremos en el auge de la era del animatronic cinematográfico, durante las décadas de los 70 y 80, y en las películas más icónicas.
Y podemos decir que fue Tiburón (Steven Spielberg, 1975) el filme que inauguró dicha era. Cuando el director artístico Joe Alves dibujó los primeros bocetos del tiburón, el departamento de efectos especiales de la Universal le dijo que no podían construir algo así. Marshall Green, encargado de producción del estudio, invitó a Alves a encomendar la tarea a otros especialistas si tenía la seguridad de que el animatronic se podía construir. Alves contactó con Bob Mattey, una leyenda de los efectos especiales que había creado el calamar gigante de 20.000 leguas de viaje submarino, y este se puso manos a la obra e hizo tres tiburones con esqueletos de acero recubiertos de poliuretano, texturizado para dar un aspecto más real al animal. Pero las prisas de la Universal por comenzar el rodaje no permitieron que Mattey perfeccionara la bestia y el rodaje comenzó sin haber probado su funcionamiento en el agua. La sal marina afectó al mecanismo eléctrico, y la mayoría del tiempo ninguno de los tres animatronics funcionaba. Por fortuna, el concepto que Spielberg tenía de la película se apoyaba en generar inquietud mostrando sólo rápidos vistazos del animal y, sobre todo, mediante el uso de su ya mítica banda sonora. En cualquier caso, con la tecnología disponible en la época, Mattey creó algo rompedor que nunca se había visto en una pantalla hasta el momento, y a lo largo de los años, cuando se le ha echado en cara que sus tiburones no funcionaron correctamente, su respuesta siempre ha sido: “Si no funcionaron, ¿cómo lograron aterrorizar a tanta gente?”.
En 1981, una película de terror con toques de humor, Un hombre lobo americano en Londres (John Landis, 1981), utilizó efectos animatrónicos muy elaborados para la época a fin de conseguir la transformación de un hombre en licántropo en una escena de más de dos minutos. Rick Baker, por entonces un joven de treinta años con un equipo cuya media de edad estaba en apenas veinte, fue el responsable de crear varias cabezas animatrónicas para la escena de los cambios faciales, en la que se observa cómo los pómulos y la frente se elevan con un sistema hidráulico y, sobre todo, cómo la mandíbula va sobresaliendo hasta convertirse en hocico. El mecanismo va recubierto de fibra de vidrio, espuma y pelo. La imagen resultó tan convincente y escalofriante que la Academia de Hollywood le otorgó el primer Óscar de la categoría de Maquillaje, que se estableció ese año, aunque realmente la efectividad de la escena se debe más a la animatrónica que al maquillaje.
En 1982, Jim Henson estrenó una maravilla visual llamada El cristal oscuro. Filmada en los estudios Elsmtree EMI de Londres, las criaturas cobraron vida gracias a un complejo equipo que comprendía a los marionetistas habituales de Henson, además de mimos, actores, bailarines y acróbatas contratados en exclusiva para la película. Pero muchos de los seres requirieron ayuda externa con el uso de una variedad de sistemas mecánicos, eléctricos e hidráulicos, en especial el personaje de Skeksis.
George Lucas también recuriría a un animatronic para Jabba el Hutt, el villano monstruoso que aparecía en La guerra de las galaxias: Episodio VI – El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983). Toby Philpott fue el encargado de crear este ser, en parte marioneta que se accionaba mecánicamente desde su interior y en parte animatronic controlado por técnicos desde el set de rodaje. En este documental se puede apreciar lo laborioso del trabajo de Philpott, que se veía obligado a meterse dentro de la estructura con dos de sus ayudantes: uno controlaba el brazo derecho, otro el izquierdo y el tercero la parte trasera, similar a la de una babosa.
Una película de los 80 que no habría existido sin animatronics es Gremlins (Joe Dante, 1984). En este filme las criaturas eran en buena medida más “actores” que los de carne y hueso, ya que en ellos recaía buena parte de la acción. El responsable de su aspecto y movimientos fue Chris Walas, quien también había ayudado en el diseño de los nazis a los que funde la energía que emana el Arca de la Alianza en En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981) y en el de las cabezas que explotan en Scanners (David Cronenberg, 1981). Los gremlins, debido a su pequeño tamaño, requirieron maquinarias perfectas, recubiertas de espuma de látex y pelo que daban un toque realista, y decenas de técnicos para manejarlas, a veces hasta sesenta y cuatro trabajando simultáneamente. Cada criatura costaba entre 30.000 y 40.000 dólares, por lo que la seguridad del estudio comprobaba a diario los maleteros de los coches del equipo técnico para asegurarse de que no robasen ninguna.
Finalmente, un caso similar al de Jabba el Hutt pero mucho más espectacular fue el de la reina alien en Aliens: el regreso (James Cameron, 1986). Como nos cuenta la web de la Escuela Stan Winston, al escribir el guión de esta película, Cameron se dio cuenta de que carecería de fuerza si solo incluía los seres que ya se habían visto en la primera entrega. Partiendo de la escena en la que los huevos llenan la nave abandonada, Cameron concibió la idea de una estructura jerárquica tipo colmena en la que existiría una reina cuya misión era perpetuar la especie. Así pues, recurrió a Stan Winston para la creación de un híbrido entre marioneta y animatronic que tendría más de cuatro metros de altura. Dos técnicos controlarían mecánicamente el movimiento de los brazos desde el interior de la criatura, mientras que otros se centrarían en manejar los movimientos a derecha e izquierda, adelante y atrás y los giros de cuello mediante un sistema hidráulico. En cuanto a la cabeza, se articulaba por el mismo sistema, además de cables y un mecanismo independiente para la lengua y los movimientos de inclinación leve. La animación final de la reina requirió el trabajo conjunto de ocho especialistas dirigidos por Winston, que siempre tuvo como objetivo la representación de un comportamiento lo más orgánico posible. Y este fue el resultado: