Releo el capítulo «La sororidad sigue siendo poderosa» en El feminismo es para todo el mundo (Traficantes de Sueños, 2017), de bell hooks, y la memoria me transporta a una época pasada.
En la facultad de filosofía cursé una materia optativa que se titulaba «Filosofía y Género». De 300 créditos, ésta fue la única asignatura en la que se estudiaba enteramente a filósofas. Hubo otra, «Fenomenología, existencialismo y estructuralismo», donde se nombró a Betty Fridan, Simone de Beauvoir y Hanna Arendt. Y otra, «Estética», en la que descubrí a Martha Nussbaum. Ahí acababa todo. Por suerte, hoy tenemos libros como Filósofas. Del olvido a la memoria (Diálogo, 2020), enfocado ya a la Educación Secundaria.
Problemas estructurales
En el seminario de «Filosofía y Género» éramos unas ocho personas. Recuerdo una anécdota en la que la profesora nos dijo a una amiga y a mí algo así como que el movimiento feminista no tenía suficiente fuerza y no conseguía cambios importantes porque las mujeres competíamos entre nosotras por los hombres. Trató de ejemplificar esta tesis suya poniendo a un compañero de clase como objetivo sexual para ambas. Mi amiga y yo nos indignamos bastante.
En ese momento me pareció un disparate lo que nos dijo y, sin embargo, ahora creo que entiendo a qué se refería, aunque sigo pensando que fue un desacierto. Quizá ella vivió situaciones como la que describe bell hooks:
“El pensamiento sexista nos hacía juzgarnos las unas a las otras sin compasión y castigarnos duramente […] para mirarnos entre nosotras con celos, miedo y odio.”
El feminismo es para todo el mundo (Traficantes de Sueños, 2017: 32).
Con el paso del tiempo he podido verme en distintas situaciones que han estado atravesadas por esta situación a la que aludo más arriba. De adolescente creía que me entendía mejor con chicos que con chicas, admiraba más a mi padre que a mi madre. Luego, en la universidad, me incomodaban algunas compañeras que llamaban la atención comportándose de forma exagerada, tragicómica, esperpéntica. En la erasmus no soportaba a una chica que se hacía la mártir, me ponía de los nervios.
Deconstruirse
Echo la vista atrás y me doy cuenta de todos los juicios que hacía, críticas a chicas que cumplían unas identidades que yo consideraba frágiles y ridículas, expresiones identitarias que creía que contribuían a que se siguiera pensando que las mujeres éramos inferiores a los hombres. Para conseguir tener el mismo valor que ellos, y disfrutar de la plenitud y la libertad que eso suponía, yo creía que debíamos ser sensatas, racionales, fuertes, autónomas.
Algo similar a lo que describe Mary Beard en Mujeres y poder: un manifiesto (Crítica, 2018) cuando habla de los cambios estéticos que Ángela Merkel asumió al detentar el poder político de su país. O cómo Margaret Tatcher moduló su voz para que fuera más grave. Así, pareciéndose más a ellos, obtendrían más credibilidad pública. ¡Qué disparate!
Por suerte, llegué a entender que el feminismo no iba de eso. No se trata de asimilar e interiorizar unos modos concretos de ser, algo así como hacer una ontología de la masculinidad para aplicarla al género femenino. Se trata de potenciar y poner en valor todas las capacidades que el ser humano posee y no dar más importancia a unas frente a otras, donde la razón desplaza a la emoción. Se trata de deconstruir el paralelismo entre razón-hombre-positivo, emoción-mujer-negativo. En definitiva, el feminismo consiste en desdibujar los roles de género para que no haya ninguno que pueda autoproclamarse mejor que los demás.
Horizontes de posibilidad
Ahora yo soy profesora y veo a adolescentes todos los días. Y pienso en aquella profesora mía. Se equivocaba al decir que las chicas competíamos de un modo perverso por chicos, por reconocimiento, etc. Pero quizá llevaba razón en aquello de que el movimiento tenía poca fuerza social. Entre amigas nos uníamos por lazos afectivos concretos, nos reconocíamos como parte de un mismo movimiento liberador. Pero socialmente no se había extendido esa sororidad, esa unión entre iguales desconocidas, no se usaba como símbolo, como poder para protegernos públicamente contra los ataques patriarcales.
En la última década el feminismo y la sororidad han interrumpido en la esfera pública con una fuerza estremecedora, han traspasado las fronteras de la política y han llegado a todos los hogares. Movimientos como #MeToo o #esLey lo demuestran.
La sororidad para mí es escuchar a mis alumnas de 15 años apoyarse unas a otras, ver que no juzgan con ligereza las acciones de otras, ni sus identidades. O ver que ponen en valor las capacidades de las otras, que se ayudan, que tienen una red de cuidados, que se muestran en sus fortalezas y vulnerabilidades y que no usan estas últimas como armas arrojadizas. En definitiva, viven desde el feminismo, están dispuestas a crear juntas y lo hacen de forma integrada.
El feminismo y la sororidad están en las aulas, pero no solo ahí. Se palpan en las redes sociales, en las comidas familiares, en las relaciones sexo-afectivas, en la calle, en la vida cotidiana. No son una moda, constituyen una revolución, un cambio de paradigma.