Leo que se ha publicado un estudio titulado «Evolución de la cohesión social y consecuencias de la Covid-19 en España», publicado por Cáritas y la Fundación Foessa (Fomento de Estudios Sociales y de la Sociología Aplicada). Nos cuenta cosas que ya sabíamos: la precariedad ha aumentado. Más, si eres mujer. Más aún, si eres inmigrante. Y todavía más, si perteneces al pueblo gitano. También influye, para mal, ser joven o vivir en el sur o el este del Estado. Pero lo que más me llama la atención es que, en relación con las estrategias de las familias para sobrevivir, el estudio apunta que el aislamiento, el distanciamiento social y el miedo a contagiarse han influido en los apoyos informales. Así, «entre 2018 y 2021 ha disminuido el porcentaje de personas que han ayudado o ayudan a otras personas y, en menor medida, también el de personas que han tenido o tienen alguna persona que pueda ayudarle».
Asisto –online, por supuesto– a un curso muy interesante sobre cómo mejorar la convivencia en los centros educativos y la conclusión principal es que hay que crear comunidad, es decir, tejer vínculos. Mientras, nuevos protocolos, aulas confinadas, las familias cada vez más lejos y mucho, mucho frío entrando por las ventanas.
Me reúno con antiguas compañeras de proyecto feminista con la intención de pensar si hay ganas y energías para retomarlo y lo primero que nos contamos es que, en estos últimos tiempos, nos hemos quedado sin grupos feministas, que estamos más solas que nunca también en lo militante. Se habla de comercios, bares y otras empresas que cierran, que no aguantan la crisis económica, pero no de cuántos colectivos y organizaciones sociales han dejado de existir.
Mi hijo ha cumplido hace poco cuatro años. Casi la mitad de su vida, la mitad que precisamente recuerda, la ha vivido en pandemia. No sabe lo que es una fiesta. O sí, su idea de fiesta es cualquier reunión en la que seamos más de cuatro o cinco personas. Las pocas veces que tenemos visita en casa, cuando ésta se va, muy apenado, dice: «nos hemos quedado solos». Y tiene razón. Yo quería tejer a su alrededor toda una red, escapar de un concepto estrecho de familia, pero nos hemos quedado solos…
Mi padre tiene Alzheimer. Vive desde hace casi un año en una residencia. Estas navidades no permitieron las visitas durante más de dos semanas. Para evitar contagios, claro. Justo unos días antes le había dicho a mi madre: «cuando no estás, no sé quién soy ni dónde estoy y me da miedo». Es extraño, porque hace mucho tiempo que no la reconoce. Y, sin embargo, la necesita. Somos seres sociales hasta el final.
Cuidados, vínculos, apoyo mutuo, comunidad. Cómo construirlos, cómo mantenerlos en tiempos de covid, me pregunto estos días. No hay quizás nada más urgente. Estoy deseando organizar una fiesta.