No era un invierno más. Era el invierno de 1939. Probablemente el invierno más frío de la historia del siglo XX en este país. “Media España ocupaba España entera con la vulgaridad de la que es capaz un intratable pueblo de cabreros”. No hay otra definición más explícita que la de estos versos de Gil de Biedma retratando una guerra incivil que dividió los hemisferios políticos y humanos de la vieja España. La infamia se llevó por delante miles de vidas anónimas que aún hoy reposan en cunetas y en fosas comunes anónimas custodiadas por un intratable pueblo de cabreros que pone trabas al ejercicio de la memoria desde los paredones del congreso.
La historia, sin embargo, pone rostros a los muertos que estaban escribiendo la historia. Unamuno moría las navidades de 1939 sin portar que había llegado ya la victoria. Lo de Lorca lo sabemos todos. Miguel Hernández no superó los fríos inviernos de la primera posguerra. Y Antonio Machado moría un 22 de febrero de 1939, hace ahora setenta y cinco años, empujado hacia el exilio.
Leía el viernes en clase el soneto a la muerte de Rubén Darío, el más dariano de los poemas, escrito en 1916 con la maestría con la que escribirá también el llanto por su maestro don Francisco Giner de los Ríos. Machado era ya uno de los emblemas vivos de la literatura española, uno de los rostros discretos del pensamiento regeneracionista y del verso castizo, el rostro de la España de la raza y de la idea, empujada por unos cuántos pistoleros de cerrado y sacristía. Se suele contar su pena, sus nostalgias personales (el recuerdo de Leonor, la muerte de Guiomar, la incertidumbre por sus sobrinas, el desengaño que provocaron los rumores sobre su hermano y el nuevo régimen), las penurias de un exilio hecho a pie, en viejas tartanas frías en un invierno frío, lleno de esperas y de colas, de fronteras y de fracaso.
Consiguió salir de España por el Mediterráneo, donde había participado en el II Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura en Valencia en 1937, cruzando los Pirineos en enero de 1939 con una guerra perdida. Murió en la villa francesa de Colliure, de la que dejo algunas fotos de mi cámara del viaje veraniego del 2012, mirando al mar y abrazado a su madre, anciana, que moriría tres días después. Cuentan que en la chaqueta llevaba unos versos inconclusos “estos días azules y este sol de la infancia…” y que no sólo murió de pena, sino también por culpa de afecciones pulmonares que le provocaron su excesiva afición al café y a los cigarrillos.
Nadie se atrevió nunca a negar el magisterio y la decisiva contribución de Machado en la evolución de la poesía española contemporánea, ni siquiera aquellos a los que tocó participar del festín oficial del régimen. Y por supuesto fue el guía de los poetas de posguerra y una de las asideras sentimentales de las generaciones posteriores. Peregrinar a la tumba del poeta y recordar su palabra encendida ha sido un motivo recurrente de los poetas españoles de este siglo. Quede aquí este «Homenaje en Collioure» de Jose Agustín Goytisolo, uno de los poetas más importantes del medio siglo, con una foto histórica del encuentro poético en la tumba del maestro:
Aquí, junto a la línea
divisoria, este día
veintidós de febrero,
yo no he venido para
llorar sobre tu muerte,
sino que alzo mi vaso
y brindo por tu claro
camino, y por que siga
tu palabra encendida,
como una estrella, sobre
nosotros ¿nos recuerdas?
aquellos niños flacos,
tiznados, que jugaban
también a guerras, cuando,
grave y lúcido, ibas,
don Antonio, al encuentro
de esta tierra en que yaces.