El pueblo no sabe lo que está ocurriendo y tampoco sabe que no lo sabe.
Noam Chomsky
En estos tiempos en los que la crispación, el victimismo, el adoctrinamiento y la violencia verbal han tomado por la fuerza el pensamiento político de nuestra sociedad civil y hemos quedado en manos de unos pocos iluminados que desde la falsa tertulia televisiva andan en todas las cadenas creando opinión para cercenar el libre pensamiento crítico del contribuyente se me hace oportuno exponer aquí unas reflexiones ad hoc, siquiera como desahogo personal.
El coro de ideologizados que anda por ahí colgando etiquetas en las redes sociales, repitiendo como psitácidas las consignas inculcadas desde arriba y cayendo una y otra vez en la simpleza de pensamiento más atroz ha desvirtuado hasta tal punto nuestra propia realidad como país, el recuerdo de nuestra historia, que resulta alarmante, no ya el índice de ignorancia que se ha alcanzado, sino también el de crispación, que siempre son dos cosas muy vinculadas entre sí. Acepto la utilidad que para las élites políticas tienen las convenciones que facilitan que la gente trague sin masticar cualquier pienso. El problema viene cuando el personal se acostumbra tanto que tras cada soflama, tras cada dislate, se queda con hambre de más.
En mi memoria todo esto empezó cuando José Luis Rodríguez Zapatero se sacó de la alforja la palabra «talante», sustantivo que su coro de Báquides pregonó a todos los vientos de la Rosa olvidando deliberadamente que el talante puede ser positivo, pero también puede serlo negativo. No es mera anécdota: la ideología izquierdista hace que muchos, ya sea por corrección política, ya por ignorancia enciclopédica, cuando no por simple burricia, opten por la discriminación positiva de las palabras o los conceptos, adentrándose así en un jardín del que difícilmente podrían salir impolutos si no tuviesen enfrente a una derecha carpetovetónica que en lo único que piensa desde hace décadas es en ganar dinero, esto es, que dejó de interesarse por la política el mismo día en el que el Frente Popular inauguró en 1936 un nuevo régimen teóricamente democrático pero que abandonó por completo la democracia desde el minuto uno. Utilizo el símil de la Segunda República, tan del gusto de las izquierdas, a título constatativo nada más.
Partamos de la premisa de que para mí las categorías «izquierda» y «derecha» son, al igual que el nacionalismo provincialista, frenticortas y cejijuntas. De hecho se trata de conceptos muy imprecisos y maleables. Las personas son demasiado complejas como para ser clasificadas en dos tipologías tan simplistas. Toda ideología no deja de ser una tesis de uso interno hecha para satisfacer a quienes las comparten. Por ejemplo: para la extrema izquierda actual es «fascista» todo lo que no se pliegue a sus doctrinas. Esa falta de titubeos demuestra tres cosas fundamentales: autoritarismo implícito en el insulto, inseguridad por ser un epíteto a la defensiva, emanado para protegerse del contrario sin tener que entrar en argumentaciones o incómodos juegos retóricos; e ignorancia, pues el fascismo fue una escisión del Partido Socialista Italiano, como el nazismo lo fue del alemán. Otro ejemplo lo encontraríamos en la palabra «progresista», término al que se ha recurrido para calificar a la izquierda de un modo más aceptable, positivo e incluso moderno. Sin embargo, el progresismo es un concepto etéreo al que todo el mundo puede apuntarse porque, en principio, nadie quiere que la sociedad retroceda, sino que avance. Afirmar que uno es progresista es una manera bastante perversa de inculcar la idea de que el que no sea de su cuerda está a favor de la desigualdad, el hambre o incluso las guerras. Ahora bien, si por progresismo entendemos la defensa de la libertad en todos sus aspectos, así como de la cultura o las dimensiones espirituales del ser humano, en ese caso lo anacrónico sería utilizar la palabra para desprestigiar al adversario, dado que se le está negando implícitamente su derecho a discrepar. Así, dar por supuesto que la izquierda es la única que lucha contra el machismo, el racismo, la discriminación de los homosexuales o cualquier otra injusticia implica asociar tales males a la derecha. Pero lo cierto es que el hecho de que la izquierda haga de la lucha contra el machismo una de sus señas de identidad no la convierte en antimachista, del mismo modo que tampoco convierte en machista a la derecha. Un claro ejemplo lo tenemos en la Segunda República, cuando el socialismo era más bien contrario al voto femenino, que consideraba conservador. En aquellos tiempos, la prioridad del PSOE no era la libertad o los derechos de la mujer, sino la mayoría parlamentaria. Y si la mujer obtuvo el voto, fue por personas como Clara Campoamor, que no era socialista. En cuanto a la homosexualidad, en aquella época la izquierda siempre identificó a los fascistas con homosexuales y sólo muy recientemente (finales de los años 90) ha abanderado la causa gay. Y si me fuerzan añadiré que no ha sido lo marxista, sino lo liberal lo que despenalizó la homosexualidad en el siglo XIX y luego en la Segunda República. No pocos militantes de izquierdas increparon llamando maricón a mi tío tatarabuelo, don Jacinto Benavente, que era monárquico y de derechas.
Por todo esto causa estupefacción que los líderes y simpatizantes de esa nueva política emergente que han venido a regenerar nuestra vida política hayan quedado voluntariamente tan expuestos en su auténtica ideología tras el resultado de los últimos comicios. Me refiero a las desconcertantes alusiones de que la victoria del Partido Popular era debida a una generación de jubilados retrógrados a los que les quedan poco más de dos telediarios y a los votantes del campo. Es sonrojante que quienes desean abolir hacia afuera un presunto sistema de castas, hacia adentro hablen abiertamente de establecer otro de élites: universitarios y gente de ciudad. Esto nos llevaría de nuevo a la Segunda República: atendiendo a que en 1930 el voto campesino era monárquico y tradicional, podríamos colegir sin esfuerzo que la Segunda República y la Guerra Civil fueron consecuencia de un absoluto desprecio por la población rural. ¿Cómo explicar, si no, que unas elecciones municipales que ganaron los monárquicos en todas partes salvo en las grandes urbes se entendieran como la declaración de que España era republicana? Ese prejuicio político de los años 30 de que del campo no podía venir nada bueno y de que la regeneración sólo puede ofrecerla la urbe, ese desprecio hacia el mundo rural, ese elitismo, es actualísimo de nuevo.
Esta capacidad de ignorar o tergiversar la Historia ha sido muy del gusto de la izquierda en los tres últimos lustros y ya vemos hasta qué punto ofrece muy curiosos anacronismos. Pero la culpa la tienen todos los actores implicados en nuestra vida política: si unos han adoctrinado, otros han consentido; si unos han fomentado la ignorancia, otros no han hecho nada por evitarla; si unos han echado leña al fuego, los otros no se han quedado cortos.
De todo ello se colige que la política no tiene la capacidad ni la potestad de hacer feliz al hombre como tampoco de darle sentido a su vida. Ninguna ideología ni estructura pueden hacer bueno al ser humano, sino que, a lo sumo, podría predisponerlo al bien, que es el auténtico sentido de la vida. Pero el bien sólo puede ser buscado y encontrado libre e individualmente, y no insuflado por un adoctrinamiento o por un Estado rector de vidas. Si hay algo que la política nos ha enseñado a lo largo y ancho del siglo XX es que el ser humano es capaz de convertir estructuras teóricamente justas en instrumentos de opresión y que el igualitarismo económico puede ser defendible por afán de justicia social, pero también por envidia de la riqueza ajena o por codicia. Ahí tenemos al fascismo, que sustituye la religión por una idolatría nacionalista con escenografía rimbombante llena de himnos, estetización política y desfiles con banderas, amén de la anatemización del contrario. El primer objetivo del fascismo es disolver al individuo en la comunidad. Pero la patria, al igual que la raza, no puede ser un fin en sí misma. El nacionalismo, en lo que tiene de enfervorización mística, olvida deliberadamente que un país, un estado, una nación no es sino el lugar cultural e histórico concreto desde el que el hombre puede entender el mundo. Partiendo de la idea de que todo fascismo es un movimiento pernicioso e identificable porque sustituye la trascendencia por la inmanencia de una patria exaltada que impide la convivencia entre individuos discrepantes, es decir, que coarta la libertad humana y el individualismo y atendiendo a que lo nacional es inferior a lo universal como lo patriótico lo es a lo humano, no es difícil concluir que toda mística patriótica es espúrea y que las soflamas y los discursos contundentes y enérgicos adornados de cantos, consignas y banderas no atraen el positivismo precisamente. El nacionalismo crispa, pero no resuelve el problema económico de base. Añadiría que ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en este mundo y que no me extraña que semejante responsabilidad sea apabullante para algunos.
Estas pocas reflexiones sobre la política nacional, hechas en base a unos pocos datos históricos objetivos vienen a reforzar mi idea de que los mentirosos no se pueden permitir el lujo de tener mala memoria. Si surgiese un activismo político que superase la simplicidad enfrentada de izquierdas y derechas nos iría mejor porque eso sería asumir la verdad de que los hombres libres e inteligentes son reaccionarios en unas cosas y revolucionarios en otras. Habitamos en un mundo que es de todos, las diferencias no son antagónicas, sino complementarias y enriquecedoras. Sin embargo, el pensamiento libre y el eclecticismo nunca han sido aceptados o entendidos en nuestro país donde patológicamente es la ideología y no el conocimiento la que niega la felicidad a las personas. Acaso tal sea la única lectura posible del resultado que, por segunda vez, han arrojado las urnas: que aquí cabemos todos, que aparquemos las diferencias y que a remar todo el mundo.
Pero eso, amigos míos, es mucho pedir.
Hablar en nombre del pueblo o creerse en condiciones de interpretar al pueblo, cuando ni tan siquiera se han molestado en preguntarle, es muy atrevido. Suele ser fruto de la vacuidad o de la soberbia o de ambas a la vez. Y no digamos ya cuando un panfleto se afirma objetivo. Luis Carandell no compartiría el análisis,
Muy interesante análisis sobre por qué estamos donde hemos llegado; no había caído en muchos detalles que me han hecho reflexionar. Me ha encantado la alusión a la españología, término rescatado de don Miguel de Unamuno por Luis Carandell (digno homenaje, por cierto, a ambos). Lamentablemente este es un país de gente muy mediocre: políticos, votantes y muchas veces también los analistas y opinadores. Esto pone todavía más en valor el artículo.