«Que la gente acepte los recortes y los vea casi necesarios se debe a una de las fuerzas más importantes que motivan al hombre: el miedo. Gobernar a base de miedo es eficacísimo. Si usted amenaza a la gente con que los va a degollar, y luego no los degüella, pero los explota, los engancha a un carro… Ellos pensarán: bueno, al menos no nos ha degollado»
José Luis Sampedro, escritor, humanista y economista español (1917-2013).
En un encuentro de antorchas por las más de 30 fallecidas de origen asiático tras el incendio del almacén en el que estaban encerradas víctimas de la trata, un grupo de radicales de derechas increpa a las personas participantes con expresiones como «Os preocupan más esas putas chinas que las empresas suecas» y «Os habéis acostumbrado a tenerlo todo gratis y lo que hay que hacer es PAGAR».
La acción se desarrolla en Malmö (Suecia) y pertenece a la serie de ficción de la cadena pública sueca SVT «La delgada línea azul», que narra los avatares diarios de la policía de una comisaría de barrio en una ciudad con altos índices de criminalidad.
Una serie que nos asoma a una realidad que se está viviendo cada vez con mayor intensidad a lo largo y ancho del continente europeo y que, por unos u otros motivos –las sucesivas crisis económicas, el sensible aumento de las desigualdades, la incapacidad para integrar la inmigración, su propia diversidad, el aumento de la marginalidad, la proliferación de mafias de todo tipo, etcétera-, ha dado lugar la consolidación de estos grupos políticos en toda Europa.
De hecho en Suecia, un país que hasta ahora había representado el paradigma del Estado del Bienestar y el primero en el mundo donde se dio la vuelta la pirámide demográfica haciendo de la inmigración una necesidad vital para su desarrollo, el partido de ultra derecha Demócratas de Suecia es hoy la segunda fuerza parlamentaria tras las elecciones de 2022.
Aunque, por el momento, el resto de partidos del bloque conservador que forman el actual gobierno sueco consiguieron llegar a un acuerdo con este para que les apoyase desde fuera sin tener que formar parte del mismo.
España no ha escapado a ello y las sucesivas elecciones que se vienen celebrando los últimos años dan buena prueba de que camina por la misma senda que el resto. El por qué y cómo de la reacción de la ciudadanía al respecto, validando unas ideas y comportamientos que se dirían de otros tiempos y que van incluso en su propio detrimento es motivo de estudio de la sociología, la politología e incluso de la propia filosofía.
En cualquier caso y a pesar de que las coincidencias entre todos ellos son numerosas el devenir histórico de cada país ha desarrollado unas trazas culturales que no son siempre las mismas en cada caso.
Un poco de historia
El fin de la II Guerra Mundial propició un modelo de capitalismo que acabaría consolidándose en todo eso que se llama «mundo occidental».
Tal fue su determinación que incluso en algunas autocracias que quedaron atrapadas en su entorno como fue el caso de Portugal, España y Grecia tuvo una influencia positiva y acabó siendo determinante para la posterior incorporación de estos países a la democracia.
Una vez acabada la guerra la idea era sencilla: el desarrollo de un modelo económico que compaginara la libertad de mercado con un control efectivo de los poderes públicos sobre la economía y la riqueza generada entre todos para su distribución equilibrada a través de un modelo laboral digno y un modelo fiscal de carácter progresivo en aras del desarrollo de un estado benefactor.
En definitiva un modelo económico, político y social que ponía en el centro al colectivo y el bien común con la intención de evitar episodios anteriores como el de la Gran Depresión que en buena parte acabó favoreciendo también el desarrollo de las corrientes fascistas que habían aparecido poco antes en Europa.
Su gran error el olvidarse del tercer mundo, de lo que acabaría pagando sus consecuencias.
Así, en los años 70 del siglo pasado, los principales países productores de petróleo, a través de la OPEP y tras asumir el control de sus precios de producción, decidieron triplicar el precio del mismo provocando una crisis económica de escala mundial.
Como quiera que toda crisis genera también oportunidad una teoría económica basada igualmente en el modelo capitalista pero que hasta ese momento había quedado casi circunscrita al ámbito académico y que apenas se había desarrollado en algunos países de América latina, el neoliberalismo, quedó ensimismados a los líderes de las dos principales potencias democráticas de la época, el Reino Unido y los Estados Unidos y a partir de ahí al resto de países de su influencia.
Una teoría que toma, por contra a lo establecido hasta ese momento, como eje de todas las decisiones económicas, políticas y sociales al individuo.
Esto es, partiendo de la idea de que «el estado es el problema y no la solución», se apuesta por la general desregulación de los mercados financieros, industriales, comerciales y laborales -el laissez faire-, el recorte y privatización de los servicios públicos y una sensible rebaja de las cargas fiscales a las élites con la fe puesta en lo que se conoce por «efecto derrame».
Dicho de otra manera, en la confianza de que lo que rebosara del vaso iría en beneficio de todos. Máxime tras reducir a prácticamente a la mitad esas cargas fiscales a las clases más adineradas.
De aquellos polvos, estos lodos.
Pero henos aquí que tras 40 años de dominio y afianzamiento de la teoría neoliberal el vaso se ha ido haciendo cada vez más grande, no ha rebosado nunca, ha dado lugar a la mayor crisis económica en casi un siglo, sus vergüenzas han aflorado de manera trágica con la mayor pandemia de nuestro tiempo y está llevando al colapso al planeta por su desprecio a las consecuencias del cambio climático.
Aun resultando la empírica y los datos objetivos absolutamente demoledores, las enormes ramificaciones de tan pernicioso sistema y las exorbitantes capacidades de unas élites altamente extractivitas han desarrollado también en su favor unas extraordinarias dotes de persuasión sobre el resto de clases sociales.
Tanto es así que, una vez más, ha vuelto a poner en tela de juicio la realidad de las mismas haciendo creer al general de la ciudadanía un estatus que no le corresponde. El de la clase media a la que ha inducido considerarse de manera subjetiva a una mayoría de la población, abducida por una alocada forma de consumismo y unas necesidades desorbitadas para sus capacidades reales, cuando en realidad buena parte de la misma debería encuadrarse en una clase trabajadora que víctima de sus deseos por el ascenso social ha acabado precipitándose al vacío.
De paso, posibilitando un extraordinario caldo de cultivo para una extrema derecha que se ha hecho fuerte a lo largo y ancho de todo el continente con un discurso tan incendiario como arrebatador, facultando soluciones simples para problemas extraordinariamente complejos y buscando generalmente en los inmigrantes el principal chivo expiatorio.
Lo que no cabe duda es que a pesar del claro perjuicio que representa para las clases medias y trabajadoras un modelo económico tan contrastado durante las cuatro últimas décadas, este ha sido capaz de calar de manera sensible entre las mismas.
Más aún con el progresivo aumento de unos flujos migratorios protagonizados por millones de personas que huyen de la miseria y la guerra y que tienen como responsables a esas mismas élites.
A los que cabe añadir ahora otros tantos grupos de seres humanos en forma de «refugiados climáticos» y que en su desesperado éxodo han hecho, en lo más próximo, del mar Mediterráneo un colosal cementerio.
No obstante, es difícil adivinar en qué porcentaje la ciudadanía es en verdad consciente de la perversidad del actual sistema económico. Porque, desde hace casi cuatro décadas, cada vez que una persona deposita su confianza a través de los diferentes procesos electorales en partidos liberales y conservadores lo que está promoviendo es el deterioro de las condiciones laborales, de los servicios públicos, la especulación o el insostenible deterioro del medio ambiente entre otras muchas cuestiones que les afectan negativamente.
Recurriendo a las emociones
«Votar con las tripas», sea en España por el problema catalán, en Polonia por una cuestión de masculinidad o en Suecia por la violencia de las bandas, por una recurrente cuestión migratoria en todo el continente o por una nueva vuelta de tuerca al más rancio patrioterismo.
Eso sin contar el florecimiento de teorías conspirativas y negacionistas de todo tipo.
Desde aquellas en el que un grupo de pederastas encabezados por el Papa Francisco, George Soros o Spielberg están sometiendo de un modo u otro a la población mundial hasta los anti vacunas; pasando por los que creen que el objetivo de las élites es sustituir a los cristianos por musulmanes o los que proclaman que los movimientos feministas y LGTBI tienen como objetivo la devaluación cuando no extinción del género masculino.
De la misma manera que se asegura reiteradamente que los inmigrantes que consiguen llegar a las costas españolas de forma ilegal son agraciados con «una paga, un piso y mantenidos a pan y cuchillo», sin que, desde que el fenómeno prolifera en nuestro país, se haya publicado una sola prueba fehaciente de ello más allá de las «seguras» afirmaciones de un amigo o vecino empleado de la administración y las que inundan torticeramente las redes sociales.
Víctimas de esa misma deriva los tradicionales partidos liberales, presuntamente más moderados, se están dejando arrastrar a esas mismas posiciones en aras de recuperar esa parte del electorado que creen haber perdido hasta acabar pactando o firmando acuerdos de gobierno con el espectro más retrógrado de las sociedades humanas.
Mientras, la calidad de vida de esas mismas clases medias y trabajadoras se degrada cada vez más en beneficio de unas clases altas que se distancian más y más del resto y que valiéndose de su enorme capacidad de persuasión hacen creer a la población que ningún otro modelo de sociedad es posible.
Lo vemos día sí y otro también en los medios conservadores cada vez que se acusa cualquier propuesta de carácter progresista de constituir una amenaza para «la patria» y la presenta como un remake de lo más perverso de las hordas comunistas de la guerra fría.
En lo que más cerca nos toca ese famoso «romper España» y esa visión apocalíptica de la situación española en el ámbito político, económico y social que populariza cada vez con más ahínco la propaganda conservadora cuando no gobierna el país, legitimándose como los únicos valedores de la ley y el orden y salvaguarda de los valores de la nación española.
España y el orden cronológico
Ya decíamos al principio que en el caso de España, Grecia y Portugal, la influencia del modelo económico salido de la II Guerra Mundial en el occidente europeo influyó de manera decisiva para que estos países fueran adaptando sus arcaicas estructuras a la realidad de su tiempo y que el afloramiento de la democracia en los mismos supondría un importante paso adelante para estos.
Pero como podemos ver al día de hoy ello todavía no ha sido suficiente para que en cuestiones vitales para el devenir de la ciudadanía como resultan la vivienda, el trabajo, las relaciones laborales, la educación, la industria, el comercio y un largo etcétera tanto a griegos como a portugueses y españoles nos quede un largo camino por recorrer.
España se ha perdido tantas cosas en los últimos dos siglos, desde la Constitución liberal de 1812 fulminada por los absolutistas y con ellos la revoluciones industriales consiguientes hasta la misma Transición como que cualquier intento por establecer la democracia como modelo político ha sido volatilizado con repetidas asonadas militares.
La Transición española, reconocidamente incompleta pero quizá la única posible ante, una vez más, las advertencias de numerosas facciones del ejército, resultó coincidente en el tiempo con la irrupción y afianzamiento del neoliberalismo como referente de un nuevo modelo económico que daba al traste con el que había edificado las bases del Estado del Bienestar en su entorno europeo.
Ello permitió que las familias que habían controlado la economía española a lo largo de las décadas anteriores bajo el paraguas del régimen franquista siguieran afianzadas en una posición de dominio muy favorable aunque esta vez reconvertidos de manera sarcástica en «demócratas de toda la vida».
El PSOE, tas su arrolladora victoria en 1982, con Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza, poco o nada pusieron de su parte al respecto y de hecho fue esa misma corrupción endémica propiciada y amparada por las élites las que hicieron sucumbir años más tarde a los mismos.
Una Transición a medias, el fracaso del PSOE y la borrachera neoliberal con José Mª Aznar a la cabeza al albor de esas mismas élites y toda su industria mediática ha propiciado en España que tras más de 40 años de democracia buena parte de la ciudadanía asuma con naturalidad su exiguo modelo económico, social, en lo laboral intensivo de salarios bajos y que la corrupción política no es solo inevitable sino que forma parte inseparable de la cultura española.
Durante la última legislatura España, a pesar de la oposición conservadora, es un país que tras la pandemia intenta situarse como punta de lanza de ese otro modelo que pretende recomponer las cualidades de las grandes democracias que en su día alumbraron el tan denostado hoy estado del bienestar; más aún en estos duros tiempos que corren y los que quedan por venir.
Una hercúlea tarea que si bien está contando con el beneplácito de parte de las autoridades europeas tras el fiasco del actual modelo económico, de otra se está encontrando con la enorme resistencia de unas élites conservadoras con extraordinarios dotes de sugestión en todas las clases sociales y dispuestas a cualquier cosa con tal de mantener a toda costa un modelo económico que le reporta pingües beneficios y que cegadas por su avaricia y codicia, les impide ver más allá de sus narices y de las terribles repercusiones del mismo.
Peor aún el caso de todas esas personas que en creciente multitud odian a otros seres humanos por el color de su piel, su credo, su orientación sexual o simplemente por ser pobres. Pero esa es otra historia.