«(…) cuando mucha gente, sin haber sido manipulada, empieza a decir sinsentidos y entre ella hay gente inteligente, suele querer decir que en el asunto hay algo más que sinsentido»[1]ARENDT, H. (2007) Responsabilidad y juicio. Barcelona: Paidós, pp. 50-51 Bien podría ser ésta la mejor frase para resumir el argumento de la obra magna de Günter Grass, El tambor de hojalata (1959). Como dicen las miles de reseñas publicadas, El tambor de hojalata es la historia de un niño, Oskar Matzerath, que a los tres años decide no crecer más y dedicar su vida a crear música con su tambor de hojalata.
Irremediablemente, la historia de Oskar, y las demás historias de Grass, están unidas a la historia de Alemania, así como al denominado trauma alemán. En otras palabras, gran parte de la literatura alemana de segunda mitad del XX, se haya vinculada a la culpabilidad colectiva.
Dividida en tres libros, y narrada por el mismo protagonista, el lector aprecia la degradación tanto del pequeño Matzerath, de la ciudad de Danzig y del pueblo alemán. En el primer libro, se nos narra la causa de la enfermedad de Oskar, del trío amoroso entre su madre y sus dos supuestos padres, la muerte de madre, así como el ascenso del nacionalsocialismo. Su primera y gran pasión, el tambor, le viene dada por la promesa materna:
— Cuando el pequeño Oskar cumpla tres años, recibirá un tambor de hojalata.
Este enunciado performativo anticipa el futuro y el final de Oskar. Y es que la promesa de Anna Matzerath lleva implícita una acción que, paradójicamente a lo que se espera de un enunciado performativo, conduce a la no acción del protagonista y narrador. Oskar no hace nada, destruye, manipula, se obsesiona, pero hasta que literalmente no tira su tambor de hojalata (nada menos que a la tumba de su supuesto primer padre), Oskar no contribuye activamente al relato.
Desde la fiesta de su tercer cumpleaños en la que, el inteligente niño, decide simular un accidente para justificar su enfermedad de crecimiento, hasta el final del tercer libro, Oskar será siempre conducido por alguien. Por su madre todos los jueves para mantener oculto el romance con su tío/padre; por su padre los domingos para escuchar los mítines del partido nazi; por María para el momento del baño, etc. En esta primera parte, sólo en ciertas ocasiones Oskar actúa/sin actuar por su propia cuenta; y es que lo único que hace en esta primera época de su vida es destruir cristales con su voz.
En este actuar en la no acción, Oskar observa sin ser observado. No es casualidad que escoja como lecturas a Goethe y a Rasputín. Por supuesto, tampoco es casualidad que su profesora sea la señora Gretchen, a pesar de que no sea Oskar el perfecto Fausto. Ni siquiera la representación de Pulgarcito en el día de Navidad, consigue disuadir a Oskar de abandonar los senderos esperpénticos de Goethe y Rasputín.
Este primer libro finaliza con dos pecados estrecha y extrañamente vinculados en el capítulo «Comida de Viernes Santo». En él se relata una extraña forma de pesca, en la que se utiliza una cabeza de caballo para atraer las anguilas. Para Anna Matzerath, esta visión se le antoja como la plasmación de todos sus pecados, que se resumen en uno solo: el adulterio. Sin embargo, para Anna, la pobre mamá de Oskar, no habrá domingo de resurrección, por lo que morirá de ingesta de pescado y de pecado.
El otro pecado, es el de Alemania, es el triunfo del nacionalsocialismo y del sinsentido que expresó Arendt. A partir de la muerte de Anna, se suceden otras muertes en extrañas circunstancias que expresan esa enfermedad llamada totalitarismo. Herbert Truczinski, los gatos de Schuger Leo, Sigismund Markus, Meyn… todos ellos unidos por un fatalismo del que, como buena tragedia ateniense, es imposible evitar.
El segundo libro, empieza con esperanza. María Truczinski (vecina, amante, ex-amante, madrastra) le regala un nuevo tambor de hojalata. Sin embargo, este nuevo tambor no trae consido la Buena Nueva, sino que conduce irremediablemente a la orfandad de Oskar. Resulta curioso —y no estoy subrayando el hecho que Grass perteneciese en su juventud a las Waffen-SS— que el final de Jan Bronski, tío/padre de Oskar y judío polaco, sea todo menos glorioso. Hay en todo el relato de sus últimos días, algo patético. Hay algo de ese adagio lamentoso del cuarto movimiento de la última simfonía de Tchaikovsky.
Y cuando lo agarraron y lo metieron en un coche oficial de la Milicia de las SS, Oskar vio, al arrancar el coche que iba a llevarlo al hospital municipal, que Jan, el pobre Jan, sonreía estúpida y felizmente para sí, sostenía con las manos levantadas algunos naipes de skat y tenía en la izquierda uno —creo que era la dama de corazones— con el que decía adiós a su hijo y a Oskar, que se alejaban.
En la muerte de su otro padre, Grass prefiere más el castigo. Para ello, Oskar narra como, después que los soldados rusos entraran en el sótano, él devuelve la insignia del Partido nazi a su padre, que, para salvarse, se lo traga.
Ahora la rebelde chapa lo ahogaba: se puso rojo, se le salieron los ojos de las órbitas, tosía, lloraba, se reía y, con todos aquellos movimientos, no podía conservar las manos en alto. Pero aquello no lo toleraron los ruskis.
¿Es de esta forma como el autor, o quizás Oskar, esté juzgando al totalitarismo? Para Edgar Morin, el totalitarismo no es el control hipertrófico del Estado, sino el control del Partido sobre el Estado, sobre la esfera pública. Así pues, el Estado es un instrumento al servicio del Partido[2]MORIN, E. (2009) Breve historia de la barbarie en Occidente. Barcelona: Paidós.. Y, puesto que las leyes del Partido estás exentas de legitimidad, desobedecerlas no comporta ningún proceso judicial, sino la pena capital. Momentos antes Matzerath duda de la victoria final, y la duda es, justamente, lo contrario a estado totalitario. De nuevo la tragedia, el sino.
Por supuesto, abunda en este segundo libro escenas sexuales con Maria y la señora Le Greff. Rasputín sigue influyendo en la conducta de Oskar, Goethe sólo en la sombra. También hay que destacar la única historia de amor, la de Oskar con Roswitha. Aunque al lector le resulten morbosas ciertas escenas, el narrador relata los sucesos con una normalidad cercana, en ocasiones, a la ingenuidad. Así pues, ¿quién es Oskar?, ¿es un niño?, ¿es un adolescente?, ¿es un ser perverso?
En determinados momentos, el mismo Oskar confiesa haber sacado provecho de su situación de desamparo social, y salir así airoso de una situación comprometida. Un ejemplo de ello, es cuando la policía descubre la misa negra en la iglesia del Sagrado Corazón con los Sacudidores. Este episodio muestra un Oskar inteligente y calculador, aunque ambién un Oskar cobarde.
El tercer y último libro, lejos de resolver la historia, muestra el proceso de degradación del personaje, a pesar de que es el único momento en el cual toma decisiones propias, es decir, actúa. Oskar trabajará tallando y grabando sobre piedras en el cementerio, posará como modelo en la Academia de Bellas Artes de Dusseldörf, y se hará músico, tamborilero (a petición de su gran pequeño amigo Bebra).
A consecuencia de su tambor, se ve envuelto de nuevo en extraños asuntos. Entre los cuales destaca el presunto asesinato de la enfermera Dorothea. Al contrario que las dos primeras partes, este último libro presenta los acontecimientos de forma apresurada, con lo que el lector denota cierta incoherencia en algunos episodios. Luego está ese Deux ex machina llamada Beate que, como opinión personal, estropea seriamente la historia.
Aún queda otra cuestión por resolver, ¿cómo es posible que Oskar sobreviva, a pesar de todo? Decía al principio que Oskar es un ser que no actúa, añado ahora que lo que no hace es actuar en los acontecimientos históricos. Oskar, que al negarse a crecer, niega la historia, acaba por confirmar aquello de que «(…) sólo quienes se retiraron por completo de la vida pública, que rechazaron cualquier clase de responsabilidad política, pudieron evitar implicarse en crímenes, es decir, pudieron eludir la responsabilidad legal y moral».[3]ARENDT, H. Op. cit. p. 62
Título: El tambor de hojalata |
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