Si mezclásemos la mitología griega con la romana nos saldría que el más antiguo de los dioses era Urano, quien concibió con Gea (o Cibeles, o Tellus, o…) dos hijos: Titán y Cronos. El primero le concedió a su hermano menor el permiso de reinar en su lugar, pero le puso por condición que no criase hijos . Cronos se casó con Ops , diosa sabina de la fertilidad y de la tierra, con la que tuvo varios hijos, pero debido al pacto que había suscrito con su hermano, Cronos sistemáticamente los devoraba, mejorando de paso su dieta en eso del aporte proteínico. Sin embargo, el muy pillín logró ocultar a Zeus, Hades y Poseidón, a quienes hizo criar en secreto. Cuando Titán descubrió el engaño, encarceló al hermano y a la cuñada. Ya de adulto, Zeus le hizo la guerra a su abuelo, logró vencerlo y liberó a sus padres, devolviéndole el reino a Cronos para luego quitárselo y mil historias más que no vienen al caso. Bueno, pues el tal Cronos es el Saturno romano y del arquetipo de zamparse a los niños es de lo que toca hoy hablar y eso y muchas más cosas se dicen o dijeron alguna vez sobre esa lucecita que esta noche podéis ver titilando en la constelación del Escorpión.
La órbita del planeta al que los antiguos asignaron la identidad saturnal fue calculada por los astrólogos ancestrales en torno a los 28 años —pasaremos por alto esos varios meses de error que diferencian la astrología de la astronomía—. Según los sabios ocultistas, alrededor de esos 27 o 28 años tiene lugar un acontecimiento que para los expertos en cartas astrales marca la vida de todos los seres humanos: el llamado retorno de Saturno. Y es que, cada vez que este planeta vuelva a estar en el mismo punto del cielo que estaba cuando nacimos, su regreso conlleva unas connotaciones siniestras: Saturno viene a cobrarse las viejas cuentas, a recoger lo que cosechamos en las tres décadas anteriores. ¿Será por eso que nada menos que 40 artistas pop-rock murieron precisamente entre los 27 y los 28 años de edad? —¡Pshé!—.
Pero yo creo que podríamos elaborar una teoría mucho más inquietante sobre la figura devoradora de niños que es Saturno si nos tomásemos la molestia de ponernos en la perspectiva del infante, es decir, si en lugar de pensar en los dioses, nos pusiésemos del lado de la propia naturaleza humana.
Decía en los años 80 un tal Neil Postman que «los niños son el mensaje vivo que enviamos a una época que no veremos». Y añadía aquel pensador que, a diferencia de la infancia, la niñez no es una categoría biológica sino un concepto social. Cierto: la niñez tal y como la conocemos apenas tiene siglo y medio de historia en Occidente. La niñez social acaso sea ese espacio de tiempo —hoy la cosa va de tiempo— en el que no se es todavía adulto pero nuestros sueños o pesadillas, nuestras confianzas o nuestros temores van a determinar ya para siempre toda nuestra existencia. Las raíces de nuestro pensamiento como civilización, las de tantos problemas como nos acucian, las raíces de cómo vemos y entendemos el mundo que nos rodea… se basan en lo que empezó a ocurrir en una franja concreta de nuestras vidas cuando, de una forma u otra, aleatoria o no, nos fueron robando ese espacio mágico cuando el niño sigue siendo niño, pero todos se empeñan en que viva como un adulto; cuando se ve despojado de los grandes tesoros que posee. El hombre que soy, el alma que tengo, el ser que me habita, mi personalidad, mi yo… se han forjado en esa franja y han sido sometidos a un sinfín de estímulos e impulsos, merced a los cuales ha quedado determinado quién iba a ser el resto de mi vida. Mi cobardía, mi valentía, mi irracionalidad, mi concepto del amor o de la justicia, mi miedo al exterior, mi capacidad de entusiasmo o de apasionarme, todo ha sido forjado en una franja que no va más allá de los 7 años. La infancia es el barro donde se modela nuestra vida. De ahí su sacralidad incuestionable.
Antañazo, mientras los grandes pensadores diseñaban en sus reclinatorios las grandes ideas de lo que iba a ser el pensamiento del mundo, no había rubor en aceptar el infanticidio. De hecho, Aristóteles fue uno de los primeros en decir que había que establecer normas que lo regulasen. Plutarco, refiriéndose a los espartanos, cuenta que a pesar de ser guerreros y de tirar inválidos por el barranco, ya iban a las escuelas a una edad temprana. La palabra escuela, vaydegüey, procede de la raíz indoeuropea SEGH-, que significa, entre otras cosas, «tiempo libre». Se pensaba en la Antigua Grecia que en el tiempo libre una persona no bárbara se dedicaría a pensar y aprender —¡qué dirían los antiguos griegos si viesen lo que hacemos hoy con nuestro tiempo libre!—. Lo cierto es que la escuela es fundamental en nuestra Historia. Y ello es debido a que la barrera de la lectura fue algo importantísimo, algo clave en el progreso de la civilización. El acceso a la lectura fue lo que realmente configuró la idea de niñez.
Y tras los griegos vinieron los romanos. Y ellos sí que dieron importancia plena a los niños. Fueron los primeros que dijeron que había que tener cierta prudencia con ellos. De hecho, hay pensadores como Quintiliano, que condenaron abiertamente el infanticidio. Con eso y todo, la primera ley que protegió la vida de los niños y garantizó su educación se remonta al 374 d.C. Aun con eso, Quintiliano afirmaba trescientos años antes que los niños necesitan saber y ser enseñados al margen de los secretos de los adultos; que había que tener una conspiración amable hacia ellos, porque la violencia, los deseos sexuales, todo arrebatamiento furioso que ni los adultos pueden controlar, por lógica no podía ser bueno en la mente de un infante que todavía está fraguando su cerebro y despertando al mundo.
Después de los romanos, sin embargo, se olvida por completo la protección al niño y con ella toda la intuición de que lo más importante de la sensibilidad humana se está construyendo en ellos y que eso hay que preservarlo como un tesoro. Todas las ideas de los diez siglos anteriores se pierden con la llegada del Medievo, momento histórico en el que desaparece por completo cualquier idea de niñez como concepto separado de la edad adulta. Además, se volatiliza la posibilidad de aprender a leer y escribir, desaparece la educación como concepto social; y con ella el pudor. De repente se trata a los niños como adultos en miniatura, integrándolos en las viñetas más sórdidas y terribles de la sociedad. Ya sólo sirven como mano de obra y son ciudadanos de segunda. Y así seguirá la cosa durante otros mil años, al tiempo que en toda Europa desaparece la posibilidad de entender el alfabeto y con ella la incapacidad para leer. El Medievo se vuelve así una época violenta y revuelta. Los lazos afectivos entre padres e hijos se rompieron durante diez siglos. Los niños pasaron a compartir todas las escenas degradantes de los mayores. La cultura desapareció para el pueblo y quedó relegada para muy pocos privilegiados.
Esto no cambiaría hasta la aparición de la imprenta, que trajo consigo el reverdecimiento del alfabeto y la certidumbre de la importancia de la lectura: los que podían leer conseguían viajar a otros mundos, a otras épocas, a otras ideas; los que no, seguían conformando lo que hoy llamaríamos «el gran rebaño». Sí, la imprenta lo cambia absolutamente todo y trae consigo el renacimiento de las escuelas y de conceptos tales como la importancia del esfuerzo personal para ser culto, para poder acceder al mundo entero y eterno que está depositado en las letras escritas. Pero curiosamente también el Renacimiento trae consigo la preocupación hacia los niños. En 1554 aparece El libro de los niños, primer tratado de pediatría moderna. Y da comienzo casi simultáneamente el comercio de vestimenta individualizada para infantes (hasta entonces vestían igual que los adultos). Y el progreso económico y cultural trajo cambios muy significativos.
Es un patinazo muy común de los escritores de narrativa histórica mal documentados representar una familia medieval inglesa en la que cada uno de los vástagos tiene su nombre diferenciado. Error: todos los hijos varones recibían el mismo nombre y todas las hijas no varonas lo propio —podía haber cinco Bettys y tres Thomas, por ejemplo—. Pues bien, en el siglo XVII los padres comienzan de nuevo a bautizar a sus hijos del mismo sexo con nombres diferenciados: reaparece la individualidad. Además, el nombre individualizado llevaba encriptado lo que los progenitores deseaban para él, el anhelo de lo que deseaban para su vida futura. Pero no acaba ahí la cosa. En 1750 aparece la producción literaria destinada a un público exclusivamente infantil y juvenil. Y a poco que pensemos nos daremos cuenta de que la generación de la Revolución Francesa fue la primera que tuvo lecturas infantiles adaptadas en su niñez. ¿Casualidad?
A este punto Europa comienza a dividirse entre las ideas de Locke y las de Rousseau. El primero venía a decir que los niños eran como una tabla rasa con un cerebro como un disco duro en blanco que había que ir rellenando con esfuerzo, con estudio y con conocimientos para que diesen lo mejor de sí mismos. Por su parte, Rousseau afirmaba que el niño no era ningún medio para ningún fin y que en absoluto debía ser un adulto en miniatura. Iba más lejos manifestando que la niñez era la etapa de la vida en la que el hombre se acerca más a la Naturaleza, que posiblemente nunca seamos tan brillantes, ni tan hermosos, ni estemos tan conectados con lo divino como en esa etapa de la vida. Y denunciaba que el sistema social emponzoñase el alma luminosa de los niños llenándola de arquetipos, retórica y prejuicios. Así tenemos que Rousseau estaba más en la línea de Platón: «¿Qué sabías tú al nacer? Lo sabía todo y luego lo he ido olvidando».
Llegamos al siglo XIX con una cultura en la que los seres humanos esperan a ser buenos padres, transmitir valores, urbanidad, modales y fe a sus hijos. Llegamos a la denuncia social de Charles Dickens sobre el desprecio victoriano de la infancia mientras naciones como Francia, España o Italia protegían a sus niños. En 1814 aparece la primera legislación por la que se convierte en delito robar un niño o dárselo a los mendigos para su explotación (ese mismo año, en Norwich había sido ahorcada una niña de 7 años por robar una enagua). Y termina el siglo con paradojas desgarradoras: por ejemplo en 1875 se funda en Nueva York la Asociación para la Prevención de la Crueldad contra los Niños. Lo que parece una buena noticia deja de serlo cuando nos percatamos de que diez años antes habían fundado en esa misma ciudad la primera sociedad protectora de animales. Es decir, durante diez años los animales de Nueva York estuvieron protegidos, pero los niños no.
Pero al fin, paulatinamente, entre 1850 y 1950, Occidente pone al niño en lo más alto de la pirámide social centuplicando los esfuerzos para mejorar su educación, optimizar su salud y garantizar su protección. La familia y la escuela se encargarán, con el debido apoyo institucional, de que ese mensaje vivo que se iba a enviar a una época que no veremos, que diría mucho después Neil Postman, fuese el mensaje del triunfo de toda una civilización: el definitivo mensaje de la superación de todas las taras de los dos mil años anteriores; la garantía de un futuro esperanzador. Pero a lo largo del siglo XX llega la rotativa, la radio, el periodismo fotográfico, el cine, la radio, la televisión… Sobre todo la televisión. La televisión fue el punto de inflexión.
La imagen no requiere el esfuerzo de la lectura. Los niños de 3 años tararean con facilidad los anuncios o las sintonías de sus programas favoritos. El gancho innegable de la información audiovisual entra de lleno en el alma del niño. La riada irrefrenable de imágenes invade los hogares. Ya no hace falta el alfabeto, esa líquida ordenación lógica de símbolos que era tan necesaria para desentrañar los misterios. Ya no hay que ser privilegiado, ya no hace falta el esfuerzo para acceder a los datos: ahora los datos nos desbordan sin la jerarquía de la enseñanza, de la literatura. La imagen visual cambia el mundo para siempre y se convierte en un arma poderosísima para adocenar a las masas que cada vez son más permeables a la asunción de los datos sin el más mínimo esfuerzo crítico. Cuando el perfil de un asesino con boina y estrella puede acabar estampado en una camiseta y convertirse en icono del pacifismo sin la más mínima contestación, el mensaje que reciben los que ordenan el mundo es que tienen el camino expedito para utilizar los libros de Orwell, Bradbury, Huxley y otros como manuales de estilo para la nueva sociedad. Ya solo hay que introducir Internet y popularizar su acceso inmediato y universal a unos precios escandalosamente más bajos que los de un libro de Mark Twain. Voilà! Ya podemos sobresaturar a los niños de contenidos inapropiados y negarles su derecho a la infancia.
Los secretos de la violencia, de la sexualidad, del arrebato, del pudor… lo que tanto preocupaba a Quintiliano en el siglo I porque entendía que esos secretos en la niñez eran básicos para el sano entendimiento del mundo y la formación de una personalidad que debería aspirar a la felicidad; esos secretos, digo, ya están a tan sólo tres clicks de ratón de cualquier niño de cinco años. Ya no hay secretos; y sin secretos la niñez no puede existir. Y esta sociedad que hoy es incapaz de mantener los secretos, el pudor sobre ciertos temas que desequilibran el impulso y el alma de la infancia. Porque al entregarle a los niños la llave de acceso a ese vastísimo caudal de información y saberes propios de los adultos se les está cerrando la puerta a su propia infancia.
Y ahora tenemos un presente en el que todas las facetas de la vida: el habla, el consumo, el sometimiento de la mente al cuerpo y no al revés, han hecho de los niños un nicho de mercado, induciéndolos a comportarse como adultos al mismo tiempo que los propios adultos se comportan como niños: ahora la que está infantilizada es la adultez. El niño adulto moderno ya nada tiene que ver con la infancia, cuyos códigos se han perdido para siempre. Y, para colmo, la mentalidad del adulto ahora apenas se distingue de la del niño por una clamorosa falta de madurez intelectual desde el momento en el que la cultura del esfuerzo se ha perdido y ha sido sustituida por sucedáneos con forma de diplomas que hace lustros que no demuestran nada en realidad.
La espontaneidad libre, salvaje y feliz de los niños ha sido sustituida por las frustraciones de los adultos que han invadido su mundo con su narcisismo y su codicia: yo, yo y mi circunstancia, yo y mis problemas, yo y mi juventud, yo y mi satisfacción permanente. Han perdido importancia los conocimientos de Historia, Literatura, Arte… los atributos, en definitiva, de lo que siempre fue un adulto instruido. Todo ese edificio en el que se ha construido nuestra identidad ha sido demolido por completo y con la aquiescencia de sus principales víctimas. Eso es lo alarmante, que Saturno y sus hijos son el mismo personaje: todos nosotros. De ahí la monstruosidad de la escena que Rubens pintó como representación de un mito y Goya como plasmación de una realidad angulosa, oscura, hostil y amenazante: la de una sociedad que comenzaría en breve a negarle la infancia a sus niños. De nuevo.