Hagamos por el momento un ejercicio de imaginación. Suponga usted que hubiera nacido y, sobre todo, hubiera transcurrido toda su etapa educativa y alcanzado la madurez en un país que le faculta el acceso a los servicios públicos, la enseñanza a sus hijos, construye carreteras, fantásticos edificios, que sus condiciones laborales son las que son pero que, en cualquier caso, considera que tiene una mejor calidad de vida que las generaciones anteriores.
Que en la escuela, desde la más temprana edad, se le haya inculcado la grandeza de la nación y su historia imperial del mismo modo que se dictaban sus enemigos, tanto dentro del propio ámbito territorial como allende de sus fronteras.
En tal caso, usted que además cumple en la forma debida ¿podría poner en duda la gestión de sus próceres?
Con la perspectiva que da la distancia y al margen de ideologías, tal supuesto tiene la capacidad de mediatizar a buena parte de la población de cualquier país aún se trate de una dictadura o una autocracia. Desde la Cuba castrista hasta la más recóndita Corea del Norte, pasando por las monarquías del golfo Pérsico o regímenes como el de Nicaragua o Venezuela.
O como en antaño ocurriera con la URSS, la España franquista, el salazarismo en la vecina Portugal o el Chile de Pinochet. Lo que con la suma de otros factores como la propaganda, la censura o el miedo, consagra la permanencia de dichos regímenes.
No digamos ya cuando en ese imaginario pudiera atisbarse unas cordiales relaciones con las vetustas democracias occidentales y sus calles, plazas y avenidas se inundaran de las mismas franquicias que en estas y, para colmo, hasta tuviera apariencia de democracia.
Luego entonces qué nos induce a pensar que el pueblo ruso, de forma mayoritaria, se levante contra un tipo como Vladimir Putin que a sus ojos vistas ha traído la prosperidad a Rusia y ha vuelto a colocarla en el sitio que le corresponde en el orden mundial. ¿Por qué haya invadido un país vecino que, presuntamente, pone en riesgo la seguridad de su pueblo y la vida de sus afines en el mismo? Evidentemente no.
Atendiéndonos a esto mismo, pongamos dos ejemplos más cercanos al respecto.
Por una parte el del régimen franquista que se estudia en todo nuestro entorno como la dictadura más cruel y sanguinaria de Europa occidental durante la segunda mitad del SXX mientras que en España nunca se ha presentado desde esa misma perspectiva.
En una secuencia similar al de la desintegración de la URSS, ni siquiera tras el retorno de la democracia después de la muerte del general Franco, ninguno de sus responsables recibió castigo alguno por las atrocidades cometidas a lo largo de varias décadas –algunos hasta siguieron siendo condecorados-, y los que se enriquecieron gracias a los favores del régimen siguieron formando parte de las élites españolas.
O, en las antípodas políticas, el caso de Cuba donde el castrismo sigue siendo respetado por buena parte de la población tras más de 60 años de penalidades, víctimas también de un indecente bloqueo, y que como entonces en España, de manera tan contradictoria, es destino habitual para las legiones de turistas que disfrutan de sus playas y su ambiente jaranero, desentendiéndose en su mayoría de la realidad del país caribeño.
En ambos casos las voces de miles de españoles clamaban en su día y en la actualidad otros tantos cubanos en el exilio lo siguen haciendo en las instituciones internacionales contra tales forma de gobierno sin encontrar nutrida respuesta entre los ciudadanos de su propio país.
Esto último es lo que está ocurriendo ahora en las relaciones, numerosas como es fácil de imaginar, entre familiares ucranianos y rusos. Mientras los primeros intentan dar su versión de los hechos, de cómo su país es arrasado por el ejército ruso, padres y hermanos al otro lado de la frontera o no les dan crédito o lo justifican de la mejor manera.
La idea de Rusia
Steven Erlanger, corresponsal diplomático jefe en Europa del New York Times, en su artículo del pasado 22 de marzo «La guerra de Putin en Ucrania va sobre identidad étnica y un imperio», afirma que Vladimir Putin tiene una idea de Rusia «como una civilización distinta de occidente, con quien compite, que se remonta siglos atrás a las raíces del cristianismo ortodoxo y tiene la noción de Moscú como “una tercera Roma”, después de la propia Roma y Constantinopla».
Una percepción que, guste o no, tiene cabida en un gigantesco país como Rusia con más de 20.000 km de fronteras terrestres, que abarca gran parte de dos continentes –por si solo tiene un 70 % más de superficie que toda Europa-, 144 millones de habitantes, más de 160 grupos étnicos y un centenar de lenguas diferentes.
En el mismo artículo, recuerda el periodista norteamericano las conclusiones de Timothy Snyder, profesor de la Universidad de Yale que ha trabajado rigurosamente el tema de Rusia y Ucrania para acabar definiendo el régimen de Putin como «una forma de fascismo cristiano ruso» que se inspira entre otros en Iván Ilyín (1883-1954), un filósofo, político, religioso y principal ideólogo de la Unión Militar Rusa creada en los años 20 del siglo pasado para luchar contra los bolcheviques, quien veía la salvación en un estado totalitario gobernado por un individuo honrado.
De ahí como afirma el propio Erlanger las afinidades y admiración por Putin de Donald Trump y la nueva extrema derecha europea, aunque ahora esta haya tenido que recoger velas tras la invasión de Ucrania.
Como es el caso de Viktor Orbán que en la misma línea del etnonacionalismo del líder ruso, ante la inminencia de las elecciones en su país ha repartido pasaportes húngaros a tutiplén entre los que llama húngaros étnicos repartidos por países de su entorno, para que pudieran votarle en las mismas Por lo que ha sido denunciado nuevamente en la Unión Europea.
Por su parte Milán Svolik, catedrático de ciencias políticas también de la universidad de Yale, en su libro «The Politics of Authoritarian Rule» ha estudiado numerosas dictaduras entre 1946 y 2008 en sus diferentes formas, encubiertas incluso en forma de pseudo democracia como resulta el fenómeno ruso, y ha concluido que en solo uno de cada 8 casos dichos regímenes han resultado frustrados por una rebelión popular.
Por último y según un trabajo sobre el terreno en 2015 del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Columbia, Vladimir Putin gozaba de un grado de aceptación en Rusia del 80 %, algo que no se da en ninguna democracia liberal europea de rancio abolengo entre sus principales dirigentes. Y según el Levada Center, una institución rusa de reconocido prestigio internacional, también en el punto de mira del Kremlin, en su estudio publicado justo antes de la invasión de Ucrania, la aprobación de este superaba el 70 %.
En definitiva, por mucho que ese grado de popularidad haya caído desde que se desencadenara la guerra o las sanciones impuestas al país pudieran causar efectos sensibles sobre una población tan adoctrinada, es sumamente difícil que Vladimir Putin pueda perder tal respaldo popular que le obligara a ceder el inmenso poder acumulado.
Solo nos queda esperar entonces una pronta resolución del conflicto sea en forma de pacto, acuerdo o armisticio que ponga fin a esta sangría. Que, a buen seguro, con su hábil manejo de la propaganda Putin convertirá en una sonora victoria entre su pueblo.
De lo que venga después, ya veremos. Pero esa será ya otra historia.