Pasó un bebé andando como un pato, pegando chillidos de puro goce por el uso descontrolado de sus piernas y la sensación de una velocidad que para él debía de ser vertiginosa. Pasó su padre detrás, probablemente primerizo a pesar de rondar los cuarenta más por arriba que por abajo. Ojeroso, tenso, alerta.
Pasó una señora que también andaba como un pato, pero de forma algo más controlada que el bebé. Llevaba un bolso cruzado, un abrigo y una bolsa de plástico en un brazo, una bolsa grande de tela en el otro, un teléfono móvil en la mano que estaba en el extremo del primer brazo que he descrito. Consultaba alternativamente la pantalla del teléfono y la parte superior de los asientos un poco desconcertada, como si mientras miraba una cosa la otra pudiera mutar de manera misteriosa.
Pasó otra señora vestida de leñadora. No era una verdadera leñadora, porque no llevaba hacha, porque probablemente las leñadoras no visten en realidad camisa de cuadros, y porque esto no es un cuento de los hermanos Grimm. La no-leñadora no siguió hasta la siguiente puerta, sino que miró decidida el asiento de la fila anterior a la mía en el lado contrario del pasillo y se sentó.
Pasó un hombre que probablemente buscaba el baño, porque no llevaba consigo ropa de abrigo ni equipaje. A la ida caminaba más deprisa que a la vuelta. Al pasar de nuevo pude verle la cara. No era guapo. Me gustó.
Pasó una chica joven con el pelo suelto, muy largo. Llevaba una mochila a la espalda y un transportín muy grande que cargaba con ambos brazos delante de sí. Por la rejilla que hacía las veces de puerta del transportín asomaba un hocico que se agitaba inquieto. De vez en cuando lanzaba un grito parecido a un ladrido agudo, breve y conciso.
Nadie más, salvo la no-leñadora, se detuvo ni se sentó en mi vagón. Además de la mujer y de mí mismo, había un hombre mayor que estaba ya sentado y dormido cuando yo entré y que no se movió ni lo más mínimo en todo el tiempo que duró el desfile de pasajeros previo a la salida del tren. Supe, sin embargo, que no estaba muerto porque tenía buen color y porque de vez en cuando suspiraba, muy bajito y como con resignación, en sueños. No pude entender cómo y en qué momento había entrado en el vagón, ya que el tren no venía de ningún otro lugar y estaba cerrado, y supuestamente vacío, hasta el momento anterior a mi llegada. Su cara y, sobre todo, su bufanda a rayas verdes y moradas me resultaron vagamente familiares.
Cuando el tren empezó a moverse, la no-leñadora sacó de su bolso una tira de tela blanca muy larga y estrecha y se puso a coserle un dobladillo. Cosía muy rápido, se diría que con urgencia, y era realmente habilidosa, porque apenas necesitaba mirar sus dedos. A medida que avanzaba iba desenrollando la tira, que salía de su bolso como si fuera la lengua de un camaleón. Al cabo de cuarenta minutos se había formado una pequeña montaña de tela a sus pies y la mujer seguía cosiendo cada vez más rápido y con más angustia. Me asomé con disimulo para mirar su cara, que era por cierto muy convencional, y tenía la frente y la zona del bigote llenas de gotitas de sudor. De vez en cuando dejaba la costura en su regazo, sacaba su teléfono móvil y, con la calculadora, hacía complicadas operaciones matemáticas (no tan complicadas en realidad: eran principalmente multiplicaciones y divisiones) con números de muchas cifras. Luego retomaba su trabajo, todavía más apurada.
De repente, la puerta del vagón se abrió y apareció la chica de pelo largo al borde de las lágrimas.
—¿Habéis visto pasar un mápelt gris?
Supuse que se refería a una raza de perro. Me puse de pie, dispuesto a ayudarla a buscarlo.
—¿Cómo se llama? Por aquí no ha pasado, pero igual si lo llamamos…
—No, no, ¡qué caso me va a hacer el mápelt…! Si estaba deseando escaparse. No me puedo creer que esto esté pasando. He tomado muchas precauciones, pero aún así…
La no-leñadora dio las últimas puntadas a la tira de tela, que había formado una montaña que llegaba ya a sus rodillas, y se levantó.
—Ya sabía yo que esto lo íbamos a necesitar más pronto que tarde. Vaya tela. Y encima hoy es jueves. ¿Cuántas horas hace desde que el mápelt se lavó los dientes?
—Pues… unas cuatro horas —dijo la chica, llorando ya abiertamente.
—Esto es grave entonces…
Me senté de golpe, mareado. Sudaba profusamente y me zumbaban los oídos. No entendía nada. Se abrió la puerta del otro extremo del vagón.
—¿Habéis visto a mi primo? —esta vez hablaba el padre angustiado. —Es un bebé de veinte meses. Lleva un peto azul celeste y un babero amarillo. Se llama Cristian.
—¿Tu primo? —preguntó la no-leñadora.
—Mi primo, mi primo. Mi tía Julia lo ha dejado a mi cargo, dice que ya tengo edad de responsabilizarme de otro ser vivo, y que ella necesita hacer una escapadita, que no ha podido pensar en sí misma desde que Cristian nació, y que a sus cincuenta y siete años bien se merece…
—Necesito aire — conseguí decir. Mi mareo iba a más.
De repente escuchamos un gorjeo que terminaba en risa, seguida de un gorgoteo y un ruido como de algo que se arrastraba. Provenía de la puerta por la que había entrado la mujer de pelo largo. Mis tres compañeros se miraron un segundo y corrieron en esa dirección. Yo les seguí, tambaleándome.
Nunca olvidaré lo que vi en ese vagón. En el compartimento de equipajes, por encima de los asientos, el bebé gateaba a toda pastilla lanzando grititos de alegría. Lo seguía de cerca, también gritando y moviendo la cola, el mápelt gris. Hasta donde yo sé, nadie ha hecho nunca el intento de describir un mápelt gris. Entiendo que así sea. Nadie debería, nunca y bajo ninguna circunstancia, intentar describir un mápelt gris.
Antes de que ninguno de nosotros pudiera reaccionar, apareció la señora de las bolsas. Seguía igual de cargada que antes, pero ahora sus movimientos eran cortantes y precisos como los de una ninja.
—¿Alguien tiene la cinta? —preguntó.
Sin dar tiempo a la no-leñadora a responder, la señora de las bolsas le quitó de las manos la tira de tela, que arrastraba por el pasillo desde el vagón contiguo, y trazó un lazo habilidoso en torno al cuerpo del mápelt. Sin pararse a soltar las bolsas o siquiera el teléfono móvil, que seguía llevando en la mano, en tres minutos ató al mápelt con un complicado diseño de shibari que, sin hacerle daño, le impedía mover las extremidades. Mientras tanto, el primo de Cristian había conseguido atrapar a Cristian y bajarlo del portaequipajes, y lo abrazaba como si fuera un salvavidas. (De todos es sabido que la manera de abrazar de los salvavidas es muy distinta a la manera en que nos abrazamos a ellos. En este caso, el abrazo era del segundo tipo.)
La señora de las bolsas metió al mápelt en el transportín mientras abroncaba a la chica de pelo largo.
—¡A quién se le ocurre! Un mápelt. Gris. Un jueves. En un tren Media Distancia. Y ni siquiera lleva un cepillo de dientes a mano. Podría haber pasado cualquier cosa. Tendré que dar parte de esto, desde luego. Dé las gracias porque no tengamos que lamentar males mayores.
La chica lloraba en silencio sin intentar excusarse.
En esto estábamos cuando el tren llegó a su destino. Nuestra pequeña comunidad se disolvió sin más explicaciones. Recogimos nuestras cosas y nos preparamos para bajar. La primera en salir fue la señora de las bolsas. A todo lo que llevaba antes se sumaba ahora el transportín del mápelt. No me pidáis que explique cómo podía llevar todo a la vez.
La no-leñadora bajó a continuación, mientras intentaba consolar a la chica de pelo largo, que ahora iba sin mápelt y por tanto mucho más ligera de equipaje. Casi parecía una alumna que volviese a casa del instituto.
—Ya está, chiquita, no te agobies. Lo de tener un mápelt ya se sabe que no es para siempre. Yo trabajo en el aserradero de Camas, puedes venir a vernos algún día, mápelts no hay por allí, pero de vez en cuando aparece algún perriclós…
Cristian pasó a continuación llevando de la mano a su primo (lo que obligaba a este, claro, a andar muy agachado). El primo iba menos tenso que al inicio del viaje, pero bastante alicaído.
Yo, un poco trastornado todavía, me bajé justo detrás del hombre que había pasado buscando el baño. Esta vez caminaba rápido otra vez, con un cigarrillo en una mano y un mechero en la otra. Pensé que era un momento fantástico para empezar a fumar.
El hombre salió de la estación y se paró junto a la puerta. Encendió el cigarrillo y le dio una calada ansiosa, soltando el humo muy lentamente. Me acerqué a él lo suficiente como para inhalar el humo que acababa de soltar. Ese humo nos envolvió a los dos, envolvió a todas las personas que pasaban a nuestro lado, envolvió la estación entera. Muy pronto no éramos capaces de ver ni nuestras propias manos. Nos esfumamos. ¡Adiós!
El tren llegó a su destino. Me despertó el mensaje lanzado por la megafonía anunciando que habíamos llegado al final del trayecto y pidiéndonos educadamente que no olvidásemos nuestros objetos personales. No recordaba haber tenido un sueño tan peculiar en años. Me di cuenta de que en algún momento del viaje y del sueño había dejado caer al suelo la bufanda que me regaló Celia. Pensé en dejarla ahí y decirle que la había perdido, pero luego recordé su alegría cuando me la puso —”¡Te quita como diez años de encima! Me encantan estos colores”—, la recogí y salí del tren, ya vacío.