El verano suele empezar con el Tour de Francia, que es la prueba reina del ciclismo mundial. Los que éramos niños durante los primeros años de los 90, cuando Miguel Induráin ponía llanas las cumbres más altas de los Alpes y los Pirineos y encontramos el primer gran mito de nuestras vidas, desarrollamos un cariño especial hacia este deporte discretamente grandilocuente en el que esfuerzo de dos piernas pedaleando montañas acaba proyectándose al plano de la mitología de cada época.
Podría hablar de las grandes hazañas en el Tour, carrera de tres semanas que empezó hace más de un siglo, pero esta semana de grandes derrotas quiero focalizar la atención precisamente en las grandes derrotas de una carrera que por su espectacularidad magnifica sus resultados.
Alberto Contador es probablemente el ciclista español más explosivo de los últimos años. Más allá de su sanción, este curso había recuperado las sensaciones que llevaron a lo más alto de pódium de tres ediciones (aunque fue desclasificado en una). Chris Froome, el otro gran favorito, perdió el Tour y la clavícula en la encerrona de los adoquines en la primera semana y las primeras etapas de montañas anunciaban una lucha cuesta arriba entre Nibali y Contador, los dos grandes escaladores de la carrera. Sin embargo, un descenso peligroso por una carretera estrecha y mal asfaltada, regada por el frío y la lluvia acabó el lunes con las esperanzas de Alberto, que se fisuró la tibia en una caída a máxima velocidad que llevó al traste un año de entrenamiento duro y de planificación afinada.
Pero no ha sido el único corredor capaz de escribir las páginas doradas de esta carrera al que hemos visto morder el polvo de la carretera. Hoy se cumplen 19 años de la muerte de Fabio Casartelli en otra caída bajando el col de Portet d’Auspet, en los Pirineos, superando el riesgo que entraña este deporte. Recuerdo también la maltrecha clavícula de Joseba Beloki, ciclista vasco del equipo ONCE en otro descenso que le mandó a casa cuando era el único corredor que había puesto en dificultades al estadounidense Lance Armstrong, cuya gran derrota llegó en los tribunales. O la de Luis Ocaña en el 73, cuando perdió el Tour vistiendo de Amarillo en una caída bajando un puerto.
En lo personal, no recuerdo (tenía 4 años) aquel mítico Tour de 1989 en el que Perico Delgado defendía el número conseguido el año anterior. Fue el Tour más ajustado de la historia, solo 8 segundos de diferencia entre los franceses Lemond y Fignon, y en el que se encumbró un campeón de raza, en uno de los episodios más apasionantes de las ediciones de la carrera. Carlos Arribas recordaba la historia en El País en julio de 2002. En Luxemburgo, el 1 de julio de 1989 el Tour comenzaba con la habitual etapa prólogo contra el crono y Pedro Delgado salía el último, como defensor del título. Durante el calentamiento, la concentración excesiva, como suele ocurrir en estos casos, llevó al corredor, y sobre todo al equipo, al despiste antológico de no estar en la rampa de salida a la hora oficial de la salida. Perico llegó a la salida con 2’ 40’’ de retraso e hizo la crono de su vida. Al día siguiente, furioso, atacó con raza de campeón en un repecho y acabó quedándose rezagado en la crono por equipos. Delgado era el último del pelotón a más de 7 minutos de Fignon. Pero el Tour acababa de empezar y el corredor segoviano realizó el mejor Tour de su carrera en una excepcional remontada que le llevó al tercer puesto del cajón en París. Un Tour que perdió por llegar tarde a la primera etapa.
Pero sin duda la derrota de nuestras vidas, de las de aquellos que comenzamos a forjar los recuerdos con los Juegos Olímpicos de Barcelona, fue la pájara de Miguel Induráin en las rampas d’Hautacam, en los Pirineos, donde el danés Bjarne Riis, aquel ciclista con cara de demonio enterró la supremacía de nuestro superhombre. No puede olvidar un niño nunca el primer encuentro con la derrota, comprobar como ese señor grande y fuerte que podía con el record de la hora, se había quedado sin gasolina y con la gloria de los cinco Tours en el cajón. En el artículo para Salitre contaba la fascinación de ese episodio entre los jóvenes, mitificado en canciones como las de “Boomerang”, de Manel (interesante el artículo del blog El tío del mazo), o en el reciente disco de Vetusta Morla, donde se dedica una canción de desamor con el campo sensorial del Tour. Es la estética de la derrota la que marca nuestras vidas, la que convierte en débil al fuerte y al mito en realidad. La que nos hizo mayores aquel juliol que es va fondre L’Induráin. La estética del fracaso, la que nos hace más fuertes.
[…] CulturalStudies [18/07/2014] […]