Cuando se estrenó «El Juego de la Oca», fue saludada como una de las primeras películas españolas en tratar de forma monográfica el tema del adulterio… y lo hacía sin caer en la tentación de dar lecciones o conclusiones morales, enjuiciando, culpabilizando o castigando a los adúlteros o conmiserándose de la víctima engañada. A priori, la historia es muy sencilla: aprovechando que Blanca, su mujer, se encuentra en Barcelona cuidando a su padre enfermo, Pablo vive un idilio con Ángela, que ésta da por concluido con el regreso de Blanca. Sin embargo, lejos de acabar, el triángulo se mantiene.
Cuando se encuentra solo en la capital de España, la frustrada pretensión del protagonista de ligar con su bellísima compañera de trabajo y llevársela a la cama en la primera cita, acaba derivando en auténtico, obsesivo y apasionado enamoramiento, hasta el punto de que a quien acaba guardando amor, fidelidad y respeto es a su amante: en este sentido, resulta brutal y potentísima la secuencia en la que, dando la vuelta al viejo tópico de las excusas que suelen poner las mujeres para no mantener relaciones con su pareja, es la esposa de Pablo, en la noche en que se reencuentran tras su llegada, la que muestra su deseo de tener sexo con él y éste pone como excusa su cansancio ante la perplejidad, decepción y actitud finalmente comprensiva de aquélla.
Y es que Ángela no es una chica fácil: es su determinación para imponer límites, su madurez, la claridad de sus ideas, su capacidad para darse a valer, su personalidad, lo que convierte aquello que iba a ser la aventura de una noche en una relación con una persona casada que, paso a paso (el romance comienza a partir de la media hora de metraje), se consolida como si uno de los vértices del triángulo no existiera… y peligra cada vez que el mismo se hace evidente y entra en juego. Precisamente por ello, esta película puede ser considerada también como una de las primeras incursiones feministas del cine español pues, en cierto modo, cuestiona la idea y la consideración social y sexual de la mujer-objeto (seguro que la presencia de Pilar Miró como coguionista tiene mucho que ver con ello). Si en las secuencias iniciales la cámara encuadra partes de la anatomía femenina en la que se fijan distintos hombres (Pablo incluido), más tarde resulta reveladora la comparación entre las dos mujeres del protagonista: mientras su esposa adopta el papel sumiso que, se supone, le corresponde (ama de casa que cuida de sus hijos, que como una pieza ornamental se sienta en su salón a ver televisión mientras espera a su marido o permanece junto a él, mostrándose siempre dispuesta y servil, intentando contentarlo en todo y sufriendo el engaño al que le somete resignada y sin rebelarse), su amante se sitúa en un mismo plano, de igual a igual, de forma activa, manejando las riendas de la situación, sin dejarse dominar, sabiendo qué cartas jugar en cada momento y tomando las decisiones que, sean cuales sean las consecuencias para ella, para él, para ambos, ha de adoptar.
Sin embargo, todos estos aspectos tan positivos, empleados con gran habilidad e inteligencia por su director y sorprendentes para una obra española de la época, colisionan con un error de proporciones mayúsculas que la perjudica gravemente: la intención de Summers de rebajar, de torpedear de la manera más dañina y gratuita el tono, la intensidad dramática de su historia a base de constantes, anecdóticos, impertinentes y, en definitiva, erráticos insertos a medio camino entre lo supuestamente cómico, lo evidente y lo paradójico, cuyo objetivo es mostrar y subrayar sin necesidad alguna, de forma estática o en movimiento (muchas veces acelerado) lo que piensan, imaginan, pretenden o evocan sus protagonistas. Aquello que podrían lograr las miradas, los gestos o los silencios (como el portentoso y sostenido primer plano del expresivo rostro de Sonia Bruno cuando Pablo le anuncia que su mujer vuelve de Barcelona), es dinamitado por comentarios visuales espontáneos que acaban convirtiendo la indisimulada seriedad de esta propuesta en un drama que, en lugar de admitirse y reivindicarse como tal, parece querer contrarrestarse, negarse a sí mismo sin éxito, causando un gran desconcierto en el espectador. Es una verdadera lástima porque, por este motivo, «El Juego de la Oca» se hunde en la indefinición cuando podría haber funcionado perfectamente y quedar a la altura de las mejores obras de su director, junto a «Del rosa al amarillo», «La niña del luto» y, sobre todo, «Juguetes rotos», su mayor logro, merecedor de estar presente en cualquier antología del cine español, un logro tras el cual su cine no volvería a brillar nunca más salvo el simpático paréntesis de «Adiós, cigüeña adiós» (1971) y su magnífica aventura norteamericana, «Ángeles gordos» (1980).
No obstante, sería injusto no darle una oportunidad y rescatarla del olvido porque a todas sus bondades cabría añadir, además del efectivo empleo de variados recursos expresivos (fundidos, cortinillas, barridos, el salto de una oca a otra cada vez que el protagonista alterna a su amante con su mujer), los antológicos títulos de crédito del comienzo que, por sí solos, constituyen una verdadera obra maestra que compendia a la perfección el tierno y poético universo de su autor: al ritmo del lánguido tema «Arrieritos somos» de Los Traileros del Norte, se alterna el recorrido por las casillas del tablero del juego de la oca con imágenes de gente caminando por la calle, un bebé que nace y un cementerio, la juventud que baila frenética en un guateque y la quietud de los ancianos en un asilo, o las manos entrelazadas de diferentes parejas. Por otra parte, encontramos los planos quizás más bellos que el cine dedicó a Sonia Bruno quien, junto a María Massip, lleva a cabo un espléndido trabajo interpretativo (no cabe afirmar lo mismo del penoso protagonista masculino, José Antonio Amor).
El final abierto de «El Juego de la Oca» remite a la canción con que comienza: como ocurre con las casillas del famoso juego, al final «por esta vida, no más, no más pasamos» y, con seguridad, los tres personajes de la película aún transitarán por muchas de ellas a lo largo de suya. No sabemos cómo ni con qué suerte, pero de momento los dados los han condenado a caer en la temible prisión del tablero: Ángela rompe su relación con Pablo al enterarse de que su mujer está embarazada; éste vuelve al mundo ordenado, reglado, monótono, inmóvil de su hogar, al cuidado de sus hijos y con una mujer a la que ya no ama («Ella no quiere verme pero yo la busco por todas partes», le confiesa mientras en televisión pasan una divertida historieta de «Tom y Jerry»); y Blanca, doliente, asume vivir, como su marido, en una mentira, con la diferencia de que ella sí lo quiere.
«Que la tristeza te lleve igual que a mí», terrible sentencia de «Arrieritos somos», es el resumen sin moralejas de la pena que esa prisión, en este instante de sus vidas, les ha impuesto a cada uno.