A mi entender, son cinco los grandes directores japoneses que comenzaron silentes: Shimizu, Mizoguchi, Ozu, Naruse y Yoshimura… De momento; pues, teniendo en cuenta la escasa difusión conjunta de la obra de los de su generación, cabe la duda de si todavía hay algún otro cineasta esperando a ingresar en el Parnaso. Uno de estos de cierto renombre (en su país o entre los más selectos especialistas occidentales, precisemos) que, ya no es que pudiera ser candidato a ello, sino que lo merece, es Daisuke Itô, por más que, a juzgar por la escasa quincena suya de películas más o menos (más bien menos) asequibles, sea un director irregular. Con todo, a Itô sólo le conozco una película floja de verdad, Bakumatsu (1970), la que cierra su trayectoria, donde la edad tal vez repercutiera en cierto cansancio creativo, tras haber realizado al menos setenta películas (según Imdb, que no suele ser enteramente fiable en lo que a los japoneses de las primeras y segundas generaciones toca, pues no incluye algunas películas de las que, sin embargo, subsisten copias).
Pero, a pesar de algunas decepciones, bucear en la filmografía de Itô tiene notables recompensas, ya que abundan más las joyas. Es cierto que, por lo que conozco de su obra, da la impresión de que el tokiota se tomó su tiempo para entrar en sazón: sus películas mudas y sonoras de los años treinta son sólidas, pero no excepcionales, menos aún según los parámetros de la época; las de los cuarenta ya son mejores y más equilibradas, aunque tampoco alcancen la excelencia con una sola excepción, que no es la prestigiosa Ôshô (El gran maestro, 1948), sino Kongô-in no kettô (Duelo en el palacio Kongô, 1943), conocida en inglés como Initiation of the Two-Sword Style; en cambio, algunas de sus películas a caballo entre los cincuenta y los sesenta ya desvelan más abundantemente, estas sí, a un maestro del cine…, aunque esto no implique ponerlo a la altura de Mizoguchi, Shimizu u Ozu, lo cual sería una exageración.
Comencemos con Meiji ichidai onna (Una mujer de la época Meiji, 1955), que es en cierto modo muy significativa de su obra. Para empezar, es un cruce entre su cine más espectacular, con gran profusión de personajes y anécdotas, incluidas un par de largas escenas en un teatro, y su cine más intimista que se concentra en apenas un par de personajes. Por añadidura, muestra la irregularidad habitual en Itô, pues si hay abundantes planos apabullantes y escenas soberbias que desvelan un genio, la prolijidad de la trama y la tendencia a regodearse en las secuencias, a veces insistiendo en efectos fáciles, acaba por lastrar el resultado… Con todo, Meiji ichidai onna es, pese a ciertas debilidades, una buena película.
Otras dos de las buenas películas de Itô, más consistentes ya, son sendas grandes producciones que demuestran que, aparte de ser un cineasta de raza, Itô contaba con la confianza ilimitada de la industria: Oedo go-nin otoko (Cinco hombres de Edo, 1951) fue rodada para conmemorar el trigésimo aniversario de la Shochiku y, de hecho, rebosa de extras, mientras Jikogubana (La flor del infierno, 1957), filmada para Daiei, es la única película de la que tengo constancia que utilizara en Japón el sistema de VistaVision. La primera, de trama muy prolija, es muy característica de Itô por su uso de los insertos y por el humor con que contempla la prepotencia y chulería de los samuráis; pero se recuerda sobre todo por una intensa e inolvidable secuencia en torno a una vajilla de la discordia que es, de hecho, el centro de gravedad del film y de la que aún se ofrecen, representación mediante, tres variaciones.
Jikogubana, más equilibrada, es magnífica por su uso del paisaje, más espectacular de lo habitual en los cineastas nipones; también por una antológica escena de violación (Itô siempre fue, entre los de su generación, el director que más frontalmente mostró la violencia, si bien siempre tan medida como impresionante); por esos planos que descienden del cielo a los personajes, insuflándole al film el hálito de un cantar de gesta; por esos insertos sobre la flor maligna y su remedo (un paño rojo) flotando en el agua; por sus extraordinarios encuadres, que hacen lamentar que el sistema de VistaVision no se adoptara en el país, en detrimento del Scope.
Igualmente estupenda, pero más delicada es Okiku to Harima (Okiku y Harima, 1954), una obsesiva historia de amor que Itô y su fotógrafo Kôhei Sugiyama envolvieron en sugerentes claroscuros…, que acaba revelándose como un remake encubierto de la subtrama de la vajilla de Oedo go-nin otoko, el episodio central y más impactante de esta película.
En realidad, Itô, más que copiarse a sí mismo, ofreció dos variantes de la clásica historia nipona Banchô sarayashiki según la versión de Okamoto Kido, si bien en Okiku to Harima mucho más fielmente a la leyenda original que en Oedo go-nin otoko. En Okiku to Harima la rotura de un plato de los diez que componen la famosa vajilla va a dar al traste, en esa severa sociedad samurái del siglo XVII, con la relación entre los dos enamorados, el aristócrata esclavo de un sentido del honor grotesco y la plebeya encandilada de su señor, esa dulce Okiku que numerosas veces aparece retratada junto a los pajaritos enjaulados que colecciona su querido, cuando no prisionera de un entramado de sombras que reproduce el de las jaulas. De la esclavitud social y la esclavitud amorosa…
Con todo, las cinco mejores películas de Itô que conozco, verdaderamente excepcionales, son: Kongô-in no kettô (1943), Harunoko monogatari (Historia de Harunoko, 1954), Itohan monogatari (Historia de Itohan, 1957), Hangyaku-ji (La traición, 1961), distribuida en inglés como The conspirator (La conspiradora) y su tercera y última versión de Ôshô (El rey, 1962).
Harunoko monogatari e Itohan monogatari son dos de las cuatro películas que Itô rodó con la estrella más internacional de la Daiei: Machiko Kyô. En ellas, el paradigma mundial de belleza nipona, como yendo a la contra de sus habituales papeles de vampiresa, encarnó respectivamente a una ciega y a una chica poco agraciada, demostrando de paso que era una actriz cargada de registros y, por enésima vez, extraordinaria (como bien sabían los mejores directores de su país: aparte de Itô, fue favorita de Mizoguchi, Yoshimura, Ichikawa, Kôji Shima y Keigo Kimura, y ocasional con Naruse, Ozu, Kurosawa y Tasaka). Estas dos deslumbrantes películas que glosan los amores tristes son, no obstante, muy distintas: aunque ambas fotográficamente espléndidas, Harunoko monogatari es negruzca y sucia (por obra de Yasuichirô Yamazaki), mientras Itohan monogatari brilla con los fastuosos colores de la Daiei (orquestados por Michio Takahashi); y aunque ambas desesperadas, la primera, es tremebunda, y la segunda, melancólica.
En concreto, Harunoko monogatari narra el amor perdido y silencioso de un sirviente por la muchacha ciega a la que cuida. Para ello, Itô estructura su película como si de un musical se tratara; no en el sentido convencional, sino en el esencial donde los sentimientos y las relaciones se definen por la música, en este caso los recitales y ensayos que Harunoko y Tatsuke ejercitan al koto y al shamisen, siguiendo la maravillosa partitura de Akira Ifukube. Y asimismo, desperdiga el film con el bello leit-motiv de las manos que se unen: guiando la de Tatsuke a su dueña por su mundo de tinieblas, aguardando, rozándose, finalmente asiéndose con vehemencia… En fin, alrededor de Harunoko sobrevuela la violencia por despecho y la violencia por amor, que cristalizan en dos de las escenas más tremendas e impactantes de todo el cine japonés; pese a su brutalidad, moduladas por Itô con una singular elegancia que lleva el amour fou hasta unos límites insospechados en Occidente.
Itohan monogatari, por su parte, es tal vez la más redonda de las películas de Itô, realzada por una interpretación memorable y enternecedora de Machiko Kyô, lejos de las mujeres fatales o descaradas que fueron su especialidad, encarnando a una tierna e ingenua adolescente que vive apartada del mundo debido a un defecto físico que le provoca el repudio de los hombres: su labio leporino. La película es un prodigo de gradación de los colores y de la luz, desde esos tonos vivos del jardín que Itohan cultiva en la azotea en medio de la industrial Ôsaka, hasta ese final donde las sombras y las rejas se ciernen sobre unos personajes esclavos de una situación incómoda (pues la madre de Itohan, rica comerciante, y el hermano del empleado Tomoshichi han acordado la boda de la chica con el joven, pero este se inclina por una sirvienta). Aparte, en Itohan monogatari Itô, demuestra un mayor control sobre sus recursos formales que en décadas anteriores, lo que, ni de lejos, va en detrimento de su capacidad poética. Véase, si no, ese florido jardín en justa correspondencia con la belleza del alma de Itohan aislada en un entorno mediocre; o ese arrebatador intermezzo (en el más puro sentido musical) en que la joven fantasea una inolvidable jornada campestre con Tomoshichi y donde la cámara abandona por única vez la fea Ôsaka para registrar los paisajes con vibración poética…, la de la imaginación; o esos primeros planos en que aparece tras cortinas o pañuelos, apenas un fragmento de su rostro, separada del mundo por su fealdad física o tapando sus labios para mirarse con coquetería frente al espejo (inolvidable la mirada viva e ilusionada de Kyô); o esa venda de Tomoshichi que queda colgada en la barandilla y esas hojas de diario de Itohan desperdigadas por el viento en la habitación, tan frágiles y voladizas, tanto las hojas como la venda, como ese amor imposible de la tierna muchacha del labio leporino…
Por su parte, Hangyaku-ji, rodada para Toei, sorprende por empezar como una superproducción muy acorde con las internacionales de la época, en scope, con amplio reparto, multitud de extras y colores opulentos, para, poco a poco, ir despojándose de la espectacularidad y recalar en una concentración ejemplar.
Supone también, con su apasionamiento shakespeariano y sus sibilinas manipuladoras, un presagio de la celebérrima Ran (1984) mucho más certero (que no mejor) que la propia Kumonosu-jô (Trono de sangre, 1957), ambas de Kurosawa. Hangyaku-ji narra la historia de Nobuyasu, el hijo de un matrimonio noble escindido entre sus progenitores, enemistados y fieles a clanes rivales, pero tan sumamente respetuoso con ellos y con la tradición que fuera del campo de batalla se sume en la pusilanimidad y la impotencia (a destacar cómo sus arranques de furia contra la madre o la esposa siempre los descarga impunemente en los vasallos). Itô muestra la tragedia del pusilánime con su habitual sensibilidad para los detalles: las manchas de color que invaden el encuadre durante las batallas; los arroyos que acogen los momentos de solaz de Nobuyasu; las flores que testimonian sus momentos de amor; los papeles que lleva el viento como signo de mal agüero… Y despliega una sabiduría en el color equiparable a la de Itohan monogatari, así como, en consonancia con la teatralidad de estos personajes a una máscara social pegados, una suntuosa puesta en escena digna de Harunoko monogatari, aquí acentuada por los planos en scope y los decorados casi desnudos, hasta culminar en la angustiosa secuencia del harakiri, sencillamente memorable.
En cuanto a Ôshô de 1962, es esta la película que hace codearse a Itô con Hawks y Ozu como rey del auto-remake, pues este guión original coescrito con Hideji Hôjô el tokiota se empeñó en rodarlo nada menos que ¡tres veces!, ¡¡una por década!!; y no proponiendo distintas variantes, no, como hacía Ozu con sus películas de hijas casaderas, sino repitiendo idéntico argumento casi punto por punto: Ôshô (El rey, 1948), Ôshô ichidai (La vida del rey, 1955) y Ôshô (1962). Algo digno de figurar en el libro de récords Guinnes.
Se trata de la historia, a priori poco lucida de Sankichi Sakata, un hombre casi analfabeto y pobre de solemnidad que resulta ser un genio del shogi, el ajedrez japonés. Pero sucede lo de siempre: que una historia o un guión sólo son puntos de partida, como mucho sólidos armazones, pero nunca una película; por tanto, no hay tanto historias insignificantes (bueno, casi, que haberlas, haylas) como desarrollos insatisfactorios o puestas en escena mates o incapaces. Y así, si Ôshô de 1948, de visión muy lejana, queda en el recuerdo como una película grisácea y apagada; si Ôshô ichidai hace alarde de una puesta en escena demasiado excesiva y de una interpretación de Ryutaro Tatsumi en exceso grotesca y, por tanto, de un enfoque equivocado (lástima de Kinuyo Tanaka y Michiyo Kogure, ambas, como siempre, excelentes); si ello es así, resulta que Ôshô de 1962 desvela que sí, que la historia de Sankichi Sakata estaba llena de posibilidades cinematográficas, que era cuestión de encontrar el tono adecuado y de estar en buena forma creadora. Así que a la tercera fue la vencida, y con su querida historia del genio analfabeto del ajedrez Itô consiguió, por fin, otra de sus mejores películas, donde Rentarô Mikuni consiguió la encarnación definitiva de Sakata con su gran interpretación, que lo mismo sacó a la luz la vulgaridad irredenta y las malas pulgas del personaje que la lacerante vulnerabilidad que late en su interior, mientras Itô se complugo en desvelar todo el paletismo (y patetismo) del personaje, sin retroceder ante la vulgaridad pero sin cargar por ello las tintas, adobando muchas secuencias con un humor entre socarrón y cariñoso. Aparte, Itô y sus intérpretes (Mikuni y, como la esposa, Chikage Awashima) consiguieron lo mismo afilar las aristas de la historia (ese hombre tan adicto al shogi que ni trabaja, dejando que su familia viva en la miseria) que expandir la pasión latente en la problemática relación de la pareja; pasión que se desborda admirablemente en dos de los puntos álgidos de la historia, dos clímax situados y tratados por el director con sabiduría tan musical como puramente cinematográfica. Y así, la secuencia en la playa y el desenlace se sitúan entre lo más emocionante rodado nunca por Itô.
Finalmente, no he olvidado Kongô-in no kettô, perteneciente al género chanbara y, sin embargo, de desarrollo nada predecible; de hecho, la película más sorprendente y poética que conozco de Itô y su mejor título anterior a la década de los cincuenta, de complejidad inusitada.
Pues sobre este gran film el lector interesado podrá encontrar un detallado estudio en el enlace:
Sirvan estas líneas para reivindicar al gran Daisuke Itô, un cineasta del que, si las distribuidoras japonesas algún día se dignan a difundir su obra en condiciones, aún cabe esperar muchas sorpresas y al que, tal vez, algún día, la crítica e historiografía cinematográfica le eleve al lugar que merece: entre los mejores.