En los años 60 se popularizó la sentencia “odiamos a John Ford”, en una época de muchísima sensibilización crítica por la guerra de Vietnam, de gran contestación social ante los desmanes de la política exterior de los Estados Unidos, presente y pasada. Las obras de John Ford fueron despachadas con un esquematismo que hoy en día causa estupor. Si en “Fort apache” un personaje disparaba contra un indio que carecía de relevancia dramática como personaje, la película y toda la carrera del director eran directamente despachadas como anti-indias. No importaba en absoluto que la obra fuera en si misma una aguda crítica contra el autoritarismo y la ceguera del estamento militar. A pesar de que nos parezca evidente que “Fort apache” no glorifica la política con los indios llevada a cabo en el siglo XIX, faltaba el elemento clave, luces de neón y un megáfono que proclamara a los cuatro vientos que lo que estaba haciendo el Séptimo de Caballería estaba mal y sobre todo una condena fatalista a todos los que lo llevaron a cabo, que acabaran tísicos, impotentes, que les cayera un rayo, que simplemente se murieran- sin quedar ni uno para contarlo- tendrá desfachatez el tuerto- y que quedara muy claro que todos los crímenes tienen un castigo.
Pues sorpresa-sorpresa, al contrario de lo que yo creía, será porque estamos en otro momento sensible con la política exterior americana, la crítica de cine parece no sólo no haber aprendido absolutamente nada del caso Ford, sino que ni si quiera puede argumentarse que aquí la acidez no es lo que interesa a “American sniper” o que es un retrato de un determinado ser humano o de una determinada profesión, como podría argumentarse si hablamos de obras de Ford como “Escrito bajo el sol” (1957). No, es que además estamos ante una obra, la de Eastwood, abiertamente crítica, no sé si contra la determinada política de un determinado presidente o peor aún, contra la zozobra moral y vital que muchos presidentes y toda una sociedad se han autoimpuesto en nombre de la protección.
Claro que si criticar significa hacer lo que hacen directores como Michael Moore, con el que estoy completamente de acuerdo (también lo estoy en política exterior americana con mi panadero, pero no me parece un gran director de cine), pues resulta que Eastwood no es crítico. Cada vez que muere un iraquí no aparece un letrero parpadeante que diga “lo que hace el protagonista está mal, Bush era malo, Sadam no tenía armas de destrucción masiva”. La crítica de Eastwood está inserta en un discurso mucho más, ni si quiera sutil, mucho menos vulgar, conectándose perfecta y equilibradísimamente con su cine del pasado y el cine de sus contemporáneos.
¿Alguien, además de Chomsky (que parece haberle dictado la crítica a toda la izquierda europea y sin ni si quiera verla), alguien que conociera algo del cine de Eastwood y de todos los temas que ha tocado y cómo los ha tocado podía pensar en serio que se iba a dedicar a filmar la hagiografía de un francotirador o a dejar verdadero resquicio a las dudas?, ¿ha filmado algo que remotamente sea una apología del militarismo, del patrioterismo o similares?. Lo problemático con Eastwood es que es alguien nada fácil de encasillar, como sucedía con Ford. De tendencia republicana pero no escandalosamente sectario ni cercano al tea party. Alguien conservador capaz de desbrozar con fina artesanía la complejidad moral de la sociedad de la que se encarna en perdurable retratista. Pero complejidad no es ambigüedad.
Porque en cincuenta años será “American sniper” y no “Fahrenheit 9/11” la que cuente qué caldo de cultivo moral, mediático o psicológico y qué vida llevó a la América post-11S a la guerra, al crimen y a la enfermiza obsesión con la protección, de la que el francotirador Chris Kyle podría significarse como devastadora metáfora de una sociedad que se autodestruirá a si misma. Y eso no lo puede ni lo sabe contar una obra apóloga.
Chris Kyle crece en una Texas rodeada de armas y religión. Bendita la violencia y la cultura de la defensa según las enseñanzas de su padre, su gobierno y sus medios (la televisión por dos veces) le enseñan que los suyos están en peligro. Y él responde como le enseñó su padre, protegiendo a los suyos a toda costa.
La película no glorifica ni justifica esta protección, es la crónica evidentísima, flagrante y apoteósica de cómo una mirada precisa como la de Kyle, una mirada de la que se requiere precisión para asesinar y según la dialéctica oficial evitar asesinados, paradójicamente se va volviendo más imprecisa, rasgada y herida. Cada asesinado es una vida salvada, en una enloquecedora y delirante dinámica que Eastwood evidencia sin necesidad de que Bradley Cooper tenga que carcajearse mientras exclama a cada momento «jajaja, qué malo soy». No sé hasta qué extremo hacía falta que el personaje al que interpreta, y del que da el tipo de lo que se requiere de forma asombrosa, hiciese un numerito a lo Jack Nicholson en “Alguien voló sobre el nido del cuco”, a lo Jack Lemmon en “Días de vino y rosas” o a lo James Mason en “Más poderoso que la vida”. La locura, el alcohol o la cortisona, eran una suerte de adicciones o patologías evidentes. Aquí, en contra de lo que presumen sus críticos, no me parece que sean las dudas morales la principal energía dramática del personaje, sino su adicción a esa dialéctica de su sociedad, la de la protección y la seguridad, hasta convertirse en paranoia que de forma contradictoria pone en peligro su propio matrimonio con el sensacional contrapunto dramático al que da vida Sienna Miller y le impide ver y disfrutar por largo tiempo a la familia a la que cree proteger.
Hay tantos planos filmados que tienen que ver con la alienación y el rasgado o quebrarse de la mirada de ese personaje sobre todo en sus sucesivos regresos a casa, cada vez más enajenados… Hay tantas elipsis cortantes, incómodas… Hay un malestar individual en el personaje que puede funcionar tan bien como metáfora de lo social que inevitablemente hace clamar, ¿dónde está ese trasfondo ideológico dudoso y poco limpio?. Por no hablar de su conclusión, de la conclusión de la supuesta «leyenda», que aún real, parece imaginada por un guionista por su poder metafórico.
Eastwood interpreta este concierto a placer, con mano maestra, como hacía tiempo que no lo hacía. Con un tempo y un dominio completamente suyos. Edifica su película sobre los caminos abiertos, siguiendo a Kathryn Bigelow en “The hurt locker” y “Zero dark thirty”, heredera directa incluso de su «J.Edgar», llena de paranoias y fantasmas, clara heredera, hija de esas miradas en ruptura sobre la realidad, profesiones adictas a la violencia y a la venganza que no encuentran eco en su desazón, como le ocurre a toda una sociedad abocada al vacío eterno de la violencia como respuesta
“American sniper” es una película magistral, como lo eran «La conversación» de Coppola y «Ferdinand el radical» de Alexander Kluge, signo y retrato de un tiempo, de un país y de una cultura de los que el inmenso cineasta que es Clint Eastwood es uno de sus más admirables representantes. Cómo es posible que clamemos tanto contra el cine panfletario y cuando nos sirven la reflexión y el retrato de otra manera menos hiperbólicamente grosera tampoco nos sirva. ¿Qué tipo de seísmo político y social habrá sufrido nuestra propia mirada de europeo comprometido varado cual ballena en una polvorienta y esquemática suerte de crítica marxista en la que el punto de vista del protagonista es el mensaje?. La misma crítica que vio una apología de la violación en «Hable con ella» de Pedro Almodóvar. Donde no hay alegato hay apología. ¿Mientras Clint Eastwood no queme su sujetador nadie querrá escuchar lo que dicen las imágenes- que no los diálogos/proclama-de una película tan absolutamente fascinante como “American sniper”?
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