Golpe de Estado: Actuación violenta y rápida, generalmente por fuerzas militares o rebeldes, por la que un grupo determinado se apodera o intenta apoderarse de los resortes del gobierno de un Estado, desplazando a las autoridades existentes.
Dictadura: Régimen político que, por la fuerza o violencia, concentra todo el poder en una persona o en un grupo u organización y reprime los derechos humanos y las libertades individuales.
Diccionario de la RAE.
El 11 de septiembre de 1973 las fuerzas armadas chilenas bombardearon el Palacio de la Moneda, sede del gobierno de Chile, dando lugar al suicidio del presidente electo Salvador Allende cuando unidades del ejército golpista ocupaban ya una parte del edificio.
Tras ello, una junta militar comandada por el general Augusto Pinochet dio paso a una feroz y sangrienta dictadura que se alargó casi 17 años con un balance de más de 20.000 mil víctimas y el exilio forzoso de 200.000 personas.
Se repite ahora de manera insistente desde la órbita conservadora, como ya lo hiciera en diversas ocasiones en la pasada legislatura, que España se ha convertido en una dictadura; cuando no se califican de golpe de estado tanto los sucesos acaecidos en Cataluña derivados del procés, como algunas decisiones tomadas por el gobierno de la nación a lo largo de todo este tiempo.
Unas acusaciones fruto de una narrativa excesiva con ánimo de inquietar a las masas pero que, como vemos a la luz de la historia, nada tienen que ver con la realidad. Entre otras cosas porque de ser así nadie se hubiera atrevido a ejercer la menor crítica al gobierno a riesgo de acabar en prisión por ello.
Si algo ha caracterizado siempre a la los partidos conservadores en este país es el concepto patrimonialista que tienen de la nación española. Por eso, sobre todo en el ámbito nacional, cuando no gobiernan, ejercen una oposición desmedida cuando no encarnizada.
Por otro lado, la irrupción en todo eso que se conoce por mundo occidental de grupos extremistas que propagan un ultra nacionalismo radical en el que la violencia verbal y sus intimidaciones resultan su principal acicate, recuerda en buena parte a los del periodo de entreguerras del siglo pasado.
No en vano la verborrea y las acciones que están llevando actualmente a cabo partiendo de la agitación callejera, nos retrotraen a las de aquellos oscuros tiempos.
Como está ocurriendo en todo nuestro entorno los principales partidos liberales europeos, salvo el honroso -por el momento-, caso alemán, están cometiendo el error de aunar fuerzas con estos grupos en aras de recuperar una parte de su electorado perdido, reforzando de manera consciente o inconsciente tales posturas extremas y viéndose envueltos en una deriva cada vez más compleja y peligrosa.
A tales respectos, el PP es libre de convocar cuántas manifestaciones estime oportunas en relación a cualquier aspecto de la vida y la política pero no debería abusar tanto de la hipérbole como está haciendo en general y en particular acerca de una pretendida ley de amnistía sin que tan siquiera haya sido debatida en el Parlamento, sede de la soberanía nacional.
No pueden conducir a nada bueno los excesos que conlleva tan airada palabrería –especialmente con unas cada vez más controvertidas redes sociales de por medio-, máxime cuando como cualquier otra ley además de tener que dilucidarse en el Parlamento, en todo caso, si no fuera acordé a derecho quedarán los tribunales para rectificarla e incluso declarar su inconstitucionalidad si así lo consideraran.
Lo que induce a pensar dos cosas. O bien el PP se encuentra inmerso en una tan irracional como cruenta batalla con Vox por el electorado o es incapaz de asumir su derrota parlamentaria. Lo que, eso sí, resultaría un problema para la democracia.
Pero vayamos por partes.
(Disculpen la extensión hoy de este artículo reconvertido en ensayo pero ante tanta exageración conviene matizar muchas cuestiones porque como en la mayor parte de las ocasiones estas no son ni blancas ni negras, más bien grises y aun así, dentro de los grises, nos encontraremos con miles de tonalidades).
Los antecedentes
La crisis de 2008 resultó de la implosión de un modelo económico que había quedado fuera de control en todo el mundo desarrollado siguiendo las tesis neoliberales que habían marcado el paso desde la década de los 80 del siglo pasado.
Sin embargo la tozudez del ser humano, cuando no fruto de su avaricia y codicia, fue incapaz de asumir tan flagrante desastre propiciando una alocada huida hacia adelante y profundizando aún más en las mismas propuestas bajo la premisa que la crisis solo había sido consecuencia de «pequeñas desviaciones del sistema».
Hasta desembocar en otra nueva crisis financiera y en un todavía más extraordinario aumento de los desequilibrios sociales.
Es en medio de toda esa ingente políticas de reducción del gasto público y por ende de los derechos sociales y laborales cuando en 2010 a Artur Mas, presidente de la Generalitat de Cataluña por aquellos entonces y fiel a ese mismo integrismo liberal, se le ocurre desviar la atención de las propiciadas desde su gabinete y ante el malestar general acusar al gobierno de España de las adversidades catalanas.
La teoría resultaba bastante simple y, de paso, se aprovechaba de la sentencia del Tribunal Constitucional que a instancias del PP revocaba parte del nuevo Estatut de Catalunya que se había aprobado tanto en la Asamblea Catalana, como en las Cortes Españolas, como en referéndum por el pueblo catalán 4 años antes.
En Madrid, el gobierno de M. Rajoy que tenía también consternada a buena parte de la ciudadanía española fruto de las mismas políticas de recortes observó, tal como había hecho su homólogo en Cataluña, una magnífica oportunidad para de la misma manera desviar el foco de una situación tan comprometida ante la opinión púbica dirigiéndolo contra las manifestaciones del catalanismo.
Dicho de otro modo Artur Mas y M. Rajoy acababan de abrir la caja de Pandora de los nacionalismos para enfrentarlos entre sí y pasar de tapadillo a un segundo plano los verdaderos problemas de los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña y el resto de España.
Una auténtica caja de los truenos que despertaba de su letargo al monstruo nacionalista, tanto al más rancio españolista como al independentismo más vehemente, para enfrentarlos entre sí en un proceso incluyente/excluyente que como la propia historia de la humanidad reconoce repetidamente solo puede traer enormes complicaciones, cuando no resultados catastróficos.
Y así, al albor de todo ello, un referéndum ilegal, una esperpéntica declaración de independencia, la intervención de Cataluña por parte del estado en aplicación de un recalcitrante art. 155 de la Constitución, el incendio en las calles y unas sentencias más que discutidas en numerosos foros nacionales e internacionales hasta el mismo día de hoy.
La cuestión electoral
España es una democracia parlamentaria donde el pueblo elige sus representantes y serán estos últimos en asamblea los que resolverán quién presidirá el gobierno de la nación, la Comunidad Autónoma o el Ayuntamiento que corresponda.
Hasta hace unos años el electorado concentraba el voto prácticamente, en solo dos partidos PP y PSOE, que se han venido turnando en el gobierno de la nación mediante mayorías absolutas o bien con mayoría simple con el apoyo desde fuera del nacionalismo catalán en ambos casos.
Pero las sucesivas crisis han cambiado la percepción del electorado y se ha pasado a un modelo de bloques, a derecha e izquierda, que obliga a una política de pactos entre varios partidos.
En nuestro entorno europeo nos encontramos con una variopinta casuística. Desde el sistema presidencialista francés hasta el caso de Dinamarca, uno de los países más avanzados socialmente del mundo y que en su democracia centenaria jamás ha cosechado una mayoría absoluta parlamentaria.
Sin embargo, el Partido Popular ha venido a demostrar, sobre todo, desde tiempos de José Mª Aznar que o bien no tiene claro del todo el asunto –no olvidemos que buena parte de sus diputados votaron en contra o se abstuvieron en el proceso constituyente de 1978, antes de la refundación del partido-, o simplemente que lo aprobado en la Constitución les resulta difícil de digerir.
Aunque, en realidad, según le beneficie o perjudique, como hemos visto este mismo año a lo largo de toda la geografía española en numerosos ayuntamientos y CC.AA. donde los populares han llegado a acuerdos con Vox para formar gobierno cuando no han sido la lista más votada, a pesar de ser esta última una de sus más conocidas demandas.
Ya le pasó tras su amarga derrota electoral frente a José Luis Rodríguez Zapatero y su pésima gestión de los atentados de Madrid de 2004. Legislatura en la que fueron algunas de sus huestes y, sobre todo, sus ruidosos altavoces mediáticos los que hicieron sobrevolar la idea de la participación del PSOE en dichos atentados con fines electorales; hasta acabar culpándolo íntegramente de la crisis económica de 2008, como si se tratase de un caso aislado en el mundo y como si el anterior gobierno de Aznar no hubiese sido arte y parte de lo mismo.
Que Pedro Sánchez está lleno de un sinfín de contradicciones, no cabe duda alguna. Desde su primer pacto, fallido, con Ciudadanos, hasta decir pocos días ante de las últimas elecciones que no habría amnistía, pasando por aquel «no dormiría tranquilo con Pablo Iglesias en el gobierno». Al fin y al cabo esa es la historia centenaria del PSOE, sino que le pregunten a Alfonso Guerra, entre tantos otros de su misma guardia, que después de desgañitarse hablándoles a los descamisados ahora son el baluarte de los conservadores.
Pero que lo acuse de eso un partido que tras ganar sus primeras elecciones bailó al son de aquel famoso «Pujol, enano, hablarás castellano» para semanas después acordar con el mismo en el Hotel Majestic de Barcelona la salida de la Guardia Civil de tráfico de Cataluña, la supresión de los gobernadores civiles, la cesión del INEM o el fin de la mili, entre otras muchas cesiones, pues ya dirán ustedes.
En cualquier caso no hubiera cabido esperar menos en esta última legislatura, para colmo, con el primer gobierno de coalición de la renovada democracia española al que, además de tacharlo de ilegítimo desde el primer día, se le ha atribuido desde todos los males de la pandemia a la ingente subida de la inflación pasando por el incremento de los precios de la energía o el aumento de los tipos de interés, entre otros muchos sucesos aun tratándose la mayor parte de problemas de índole mundial.
Además de pronunciarse manifiestamente en contra de las propuestas de carácter social y laboral planteadas desde el mismo, pronosticando millones de despidos y la quiebra de facto del estado y la economía nacional. Pésimos augurios que en ningún caso se han producido.
Incluso, haciendo uso de las relaciones internacionales, ahora con un uso retorcido del conflicto palestino, posicionando a algunos de sus miembros del lado de Hamás por el mero hecho de condenar al grupo terrorista a la vez que la manifiesta brutalidad de las acciones de Israel contra el pueblo palestino.
Más o menos como ocurriera con la guerra de Ucrania cuando la derecha española y sus voceras pretendieron posicionar al gobierno español con Vladimir Putin, tachando a este de irredento comunista, cuando es sobradamente conocido su carácter liberal y nacionalista por lo que era venerado entre todos los grupos ultra conservadores europeos.
Para colmo y por el contrario a lo que ocurre en el resto de Europa donde los nuevos partidos de extrema derecha se han formado, por lo general, al margen de la escena política habitual, la mayor parte de los dirigentes y líderes más reconocibles de Vox son antiguos militantes del PP, con el pequeño añadido de algunas caras de partidos abiertamente fascistas de la órbita extraparlamentaria como España 2000, Democracia Nacional o la propia Falange.
Una prueba más de esa doble alma que persigue al Partido Popular en su sinuoso y ahora indefinidamente aplazado camino hacia el centro derecha de la política española. Un repetido paso adelante y paso atrás que le ha caracterizado desde el fin de la dictadura franquista. Un debate interminable entre su ala más reaccionaria y la más liberal.
La amnistía
No vamos a entrar en disquisiciones jurídicas en relación a un asunto tan complejo como el de una ley de amnistía, aunque en España ya haya habido cierta experiencia en ello tanto desde el punto de vista político como fiscal. Pero sí merece la pena observar otro necesario punto de vista al respecto.
Qué duda cabe que a nadie puede hacerle la menor gracia ver pasearse por las calles de la Ciudad Condal de forma impune a un tipo como Carles Puigdemont y sus acólitos después de haber promovido un referéndum ilegal y una declaración de independencia por la vía unilateral, por muy esperpénticos que resultaran ambos.
No obstante parece como poco excesivo tachar a los responsables de semejante desatino de golpistas y menos aún de terroristas como, qué casualidad, ha decidido ahora acusarles al cabo de varios años el instructor de la causa. De hecho para muchos juristas el tribunal dio la sensación durante todo el proceso y tras tan abultada sentencia, que se dejó llevar más por motivaciones políticas –qué duda cabe que la presión sobre el mismo fue desorbitada en dicho sentido-, que por meras cuestiones jurídicas.
Tanto es así que ningún tribunal europeo –y han sido varios en diferentes países-, quienes así lo han considerado negando repetidamente la extradición del ex president bajo semejantes acusaciones.
Pero, al menos, eso sí, inhabilitarles para el ejercicio de cualquier cargo público de por vida, lo que habría acarreado muchísimo menos ruido y ahora les hubiera impedido irse de rositas como parece pueda ocurrir de concederles la tan manida amnistía, aunque habrá que esperar al desarrollo de la ley y la respuesta de los tribunales de justicia ante los recursos que presentarán sus detractores.
Sin embargo tal hecho debería también evaluarse desde la perspectiva del interés general de la ciudadanía. O lo que es lo mismo, de lo que se trata es de elegir entre afianzar un gobierno progresista -aun tragándose algún sapo de por medio-, que profundice en la mejora de los salarios, de las condiciones laborales, de una fiscalidad progresiva, y apueste en general por la mejora de los servicios públicos o arriesgarse a otra convocatoria electoral que pueda facilitar un nuevo gobierno fiel a esa misma ortodoxia liberal que sirve de inspiración al PP y a Vox y ha traído consigo los mayores desequilibrios en décadas.
El fruto de una coalición liberal conservadora con un añadido sumamente reaccionario vistas las repercusiones que estamos viendo en las diferentes comunidades y ayuntamientos donde comparten gobierno. Y que, en el caso de la nación, entre algunas de las propuestas más excéntricas de Vox figura la desaparición del estado autonómico y con ello la prohibición de todos los partidos nacionalistas exceptuando el suyo, claro está. Andanadas que no llevan a ninguna parte pero nos pueden dar una idea del cariz de sus propuestas.
Es cierto que en la mayor parte de los casos no resultan exentas de polémicas parlamentarias cualquier tipo de amnistía que se trate en nuestro entorno europeo, como recientemente ha ocurrido en el Reino Unido, pero en ninguno suponen un menosprecio para la nación, como se está poniendo en tela de juicio en España.
Tanto es así que incluso un medio tan poco sospechoso como el rotativo británico reconocido como principal templo del liberalismo en Europa el Financial Times, da por buena la propuesta de amnistía del gobierno de Pedro Sánchez en relación al conflicto catalán.
Los jueces
El término «lawfare» procede de la contracción de dos palabras inglesas, law (ley) y warfare (ir a la guerra), que fue acuñada a principios del s. XXI con motivo de las acusaciones vertidas en los tribunales internacionales ante la reiterada violación de los derechos humanos por parte de los EE.UU. en países muchos más débiles que este. Motivo principal para que el gigante norteamericano no reconozca la Corte Penal Internacional.
Por extensión dicho término se ha ido ampliando hasta convertirlo en la expresión que define el uso torticero de la justicia con fines políticos.
Dicho esto no es de sorprender que las asociaciones de la judicatura hayan puesto el grito en el cielo con motivo de la aparición de dicho concepto en el acuerdo firmado entre el PSOE y Junts en aras de la investidura de Pedro Sánchez. Que, aunque en cualquier caso no resulta clara su redacción, pudiera dar a entender que dicho acuerdo faculta a que el parlamento pueda constituir comisiones de investigación –que en cualquier caso no son vinculantes para los tribunales-, en relación a la imparcialidad de los jueces a la hora de juzgar los sucesos acaecidos durante el procés.
Lo que pueda parecer una intervención de un poder como el legislativo sobre otro, el judicial, violentando la legítima separación de poderes exigida en un estado democrático.
Como quiera que la redacción del párrafo en cuestión no queda claro y ha sido el propio PSOE el que ha desmentido tal posibilidad, del mismo modo podrían tacharse también de sorprendentes las airadas declaraciones de los jueces al respecto. Y no digamos ya, precisamente, las de la oposición conservadora.
Sencillamente porque una mayoría de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, máximo órgano de la judicatura, elegidos a dedo por el Partido Popular –tal como marca la propia ley, dicho sea de paso-, se encuentran atrincherados en el mismo desde hace la friolera de 5 años con sus cargos caducados, saltándose de facto la ley, mientras continúan haciendo nombramientos a su antojo sin el más mínimo pudor.
Mira por donde, el mismo periodo de tiempo que el PP forma parte de la oposición al gobierno de España.
Podríamos extendernos mucho más con multitud de ejemplos en la misma dirección y ello nos llevaría a entrar en el debate, que no corresponde a este artículo, acerca del procedimiento de elección de los jueces y magistrados.
Por tanto no debería caber en razón que las asociaciones de jueces y demás letrados, a buen seguro alguno de los mismos nombrados durante tan precario periplo, se rasguen las vestiduras por una declaración apenas entendible y no lo hagan ante una situación tan completamente reprochable como la del CGPJ. Por una parte por la negativa del PP a cumplir la ley como por los propios jueces por no renunciar a sus cargos.
Qué la justicia no es imparcial en ocasiones, sobre todo cuando se trata de cuestiones políticas, por supuesto que no, aunque ello no pueda decirse en el ámbito de la política activa ni siquiera en los grandes medios de comunicación que, de una manera u otra, también les afectan sus providencias al menos en lo que respecta a su ámbito empresarial.
Qué la justicia no es una herramienta tan perfecta como se pretende representar a sí misma y edulcorar según interese, lo vemos día sí y otro también, no ya solo en asuntos que atañen a la política sino incluso en todas aquellas leyes y normas que se prestan a la interpretación de a quien le corresponde interpretarlas.
Entre otras cosas porque los jueces y las juezas son seres humanos y como tales rehenes de sus flaquezas. Por eso corresponde al poder legislativo establecer las normas para que sus debilidades tengan la menor repercusión posible a la hora de ejecutar sentencia. En eso estamos, desde hace varias décadas y o no se puede o no se quiere dar con la tecla.
La nueva legislatura
Dos son los peligros a los que se enfrenta la nueva legislatura que ha arrancado esta misma semana.
Por una parte y a buen seguro una continua algarabía parlamentaria, que quizá permanezca durante algún tiempo en las calles, altamente amplificada por su poderosa industria mediática y a través de unas incontroladas redes sociales, de todas las fuerzas conservadoras de este país en aras de hacer imposible la legislatura y propiciar nuevas elecciones. A riesgo que, de repetirse el resultado o darse otro similar, vuelta a empezar, mientras no sean estas últimas las que alcancen el gobierno.
De otra los partidos independentistas si no son conscientes que tensar en exceso la cuerda puede ir en detrimento de los derechos sociales y laborales de este país, incluso de ellos mismos, llegado el caso de unas nuevas elecciones y un gobierno sumamente conservador ocupara La Moncloa.
Para ello hay que tener en cuenta las características de los tres principales partidos de la escena nacionalista que dan soporte al gobierno de Pedro Sánchez.
De un lado Esquerra Republicana, un partido de izquierdas de carácter socialdemócrata con el que no debería tener excesivos problemas en asuntos de especial trascendencia más allá del marco independentista. De otro el Partido Nacionalista Vasco, el único partido demócrata cristiano que queda en España pero que ha dado siempre muestras de entendimiento con los socialdemócratas.
Pero Junts se encuentra en el mismo marco político del Partido Popular, es decir un liberalismo ultra montano como ya se viera durante el mandato de Artur Mas durante la crisis de 2008 bajo las siglas de Convergencia. En cualquier caso resta por ver que le pesa más a los nuevos convergentes si esto último o el riesgo de perder todo lo logrado para al nacionalismo catalán con un gobierno progresista en España y un nuevo enfrentamiento a cara de perro con el nacionalismo español con el que ambas partes parecería que se retroalimentan.
Además, la escena internacional se avecina también extremadamente difícil –Ucrania, Palestina, la expansión China, elecciones en la U.E., en EE.UU., el aumento de las corrientes migratorias y la amenaza continua de fenómenos atmosféricos catastróficos a consecuencia de un cambio climático que parece irreversible-, por lo que se antoja una legislatura muy complicada en todos los frentes.
En cualquier caso el exceso de ruido sí que está asegurado. Solo hay que echar un vistazo a la moción de investidura donde se ha acusado al candidato incluso de hijo de puta y repetidamente de corrupto, fraude electoral y, entre otras muchas acusaciones de todo tipo, las consabidas de golpista y dictador.
Curiosa dictadura esta de España donde se le pueden decir todas esas cosas al presidente del gobierno en el Congreso, en numerosos medios de comunicación, en las calles, hasta si cabe incendiarlas, y volver al día siguiente con lo mismo.
Y eso sin nombrar a «los encapuchados» de ETA con los que se acusa de pactar a Pedro Sánchez, día sí y otro también incluso el mismo día de su investidura mientras el PP firma acuerdos por escrito con Bildu en el Parlamento Foral de Álava con total naturalidad a la misma hora.
Será difícil no obstante promulgar muchas leyes en ese ambiente, así que merece la pena que el nuevo gobierno se centre en lo verdaderamente importante.
Roma no se hizo en un día pero se acabó convirtiendo en la ciudad más importante de su tiempo y para eso hay que ponerse manos a la obra primero. Tras 40 años de democracia, durante la anterior legislatura se dieron pasos abordando por vez primera algunos de los déficits históricos de este país. Sobre todo en materia laboral y fiscal que son los que acaban repercutiendo más directamente en el bienestar de la ciudadanía.
En materia laboral, trabajo y salarios dignos y en lo fiscal la capacidad de los servicios públicos. Esperemos que el nuevo gobierno de coalición pueda seguir profundizando en ello.
En lo que nos toca
La política española está inflamada en exceso, del mismo modo que lo está en nuestro entorno europeo y no digamos ya al otro lado del Atlántico en los EE.UU. y en toda América latina. Sucesivas crisis económicas y financieras desde 2008 gestionadas de manera deplorable, la pandemia y sus consecuencias y demás efectos de un modelo económico despiadado son responsables en buena parte de ello.
Otro elemento distorsionador y generalizado en todo occidente estos últimos años es la irrupción y consolidación de la extrema derecha y su empatía con ciertas capas de la población. Para lo que se acompaña de un ruido ensordecedor a través de una verborrea y unas formas rayanas en lo siniestro sirviéndose de manera indigna de las bondades de la democracia para propagar su mensaje.
En lo que respecta a España, tal como decíamos al principio, el PP debería rebajar el tono para evitar tanto sobrecalentamiento que solo beneficia a los que se sitúan al borde del tablero político e incluso fuera del mismo.
En España el último golpe de estado se produjo el 23 de febrero de 1981 que, por fortuna, resulto fallido como el anterior del 18 de julio de 1936, solo que este último dio lugar a una guerra de la que todos conocemos sus consecuencias.
España ni se va a romper por ningún lado, ni se ha violentado la democracia y el gobierno que esta misma semana ha salido del parlamento es tan legítimo como los compartidos por PP y Vox en numerosos ayuntamientos y CC.AA. aunque en primera instancia y en algunos sonados casos los populares negaran la mayor advirtiendo que jamás pactarían con Vox.
El líder del Partido Popular Núñez Feijóo tuvo también a su alcance lograr el gobierno en su pasada moción de investidura pero si no lo hizo, es fácil imaginar que tras su almibarado intento de acercamiento a Junts –como al PNV-, no fue precisamente la amnistía el principal escollo para conseguir su apoyo sino -como en el caso de los jeltzales-, la negativa rotunda de los mismos a cualquier acuerdo mientras el PP vaya de la mano de Vox.
Por último, la pregunta que deberíamos hacernos es en cuanto afecta a la vida de la gente de a pie en nuestro país toda esta vorágine. Una vorágine enarbolada, precisamente, por los mismos que en estos convulsos tiempos que corren se han visto favorecidos por un modelo de sociedad donde el individualismo, el poder, el dinero y un desmedido ansía por el ascenso social lo son todo.
Por contra, aquellas otras personas tachadas de manera recalcitrante de «buenistas» que son reiteradamente despreciadas por su deseo de afianzamiento y mejora de los servicios públicos y que aspiran a través de la dignidad del trabajo y una fiscalidad adecuada un equilibrio más justo en la distribución de la riqueza generada entre todos.
Ustedes decidan.