«¿Dónde estamos?» Estas dos palabras me vienen martilleando la cabeza y agitando la sangre últimamente.
¿Dónde estamos las mujeres?
¿Cómo nos implicamos en la construcción y el mantenimiento de nuestra comunidad?
¿Cómo intentamos influir en la dirección y los cambios que conlleva la nueva normalidad pandémica?
Ahora,
que ya todas hemos despertado de ese sueño inocente en el cual la pandemia conllevaría la revolución de los cuidados, señalando sin miramientos las inconsistencias y atrocidades del sistema capitalista que nos desgrana como colectivo y nos despezada como cuerpos;
que ya ha pasado el periodo de hibernación y ralentización de los ritmos vitales, donde afirmábamos poner la vida en el centro y prometíamos mudar la piel y despertar siendo mejores personas…
que hasta las más convencidas recogen su discurso y se limpian la sangre tras destrozarse y chocar de frente con la impermeabilidad del sistema ante el comportamiento individual…
Ahora,
miro y remiro en las organizaciones y en los colectivos buscándonos, pero me cuesta encontrarme, encontrarnos, en espacios comunes donde tomamos decisiones que afectan a la colectividad.
Dando rienda suelta a mi lado más racional, buceo en noticias y bases de datos acerca de la participación de las mujeres en el mundo sindical y lo comparo con nuestra implicación en organizaciones de voluntariado, como intentando contraponer o perfilar nuestro comportamiento como militantes en la lucha de clases y en los cuidados. Lo que encuentro no sorprenderá a nadie: la presencia de mujeres en organizaciones sindicales sólo alcanza el 37%, según datos publicados por INE[1], mientras que le ponemos rostro a casi el 58% del voluntariado a nivel estatal (datos de la Plataforma del Voluntariado en España) y al 66% a nivel de la provincia de Teruel[2] (sí, Teruel existe, resiste y se nombra).
Dejo a un lado mi parte más analítica y me pregunto:
¿y si nuestros caminos para generar transformaciones fueran distintos?
Cambio el enfoque, ya no busco la respuesta en otros, sino que vuelvo la mirada a mi madre, a mis vecinas, a mis comadres, a las mujeres que me enraízan a la tierra.
Mujeres que van a la llamada de la vecina cuando el marido llega con dos copas de más y le parte la cara sin mediar palabra, mujeres que se organizan para llevar a la vecina a las revisiones del médico, a las sesiones de quimioterapia o cuando va a recoger los resultados de unas pruebas médicas con la voz y manos temblorosas. Mujeres que cuidan a las hijas de sus vecinas, las recogen del colegio, les dan la merienda y las acuestan cada noche mientras que su familia se parte el lomo recogiendo pimientos. Mujeres que echan un puñao más de arroz para llevarle un plato a la vecina. Mujeres que te apretujan tan fuerte que te meten en sus entrañas, que te vuelven a parir en cada abrazo, antes de cada despedida. Mujeres que te acompañan llorando y rabiando, que te cogen la mano cuando piensas en volver con el tipo que te destrozó el amor propio y los huesos. Mis mujeres actúan así. La herencia que llevo en vida de las mujeres de mi tierra habla de caricias necesarias para sobrevivir y llegar a final de mes, de ramas que se entrelazan para conquistar días e historias dignas de ser vividas, de luchas y escudos formados por nudos bien apretaos en el delantal. Habiendo vivido todo esto, no me conformo con las migajas de cuidados que se suelen repartir en los espacios militantes y activistas, más visibles y reconocidos socialmente.
Y aquí la pregunta que no me deja dormir, “¿dónde estamos?”, me vuelve a coger de la mano. Miro los diarios y le enseño que estamos cuidando en nuestros espacios más íntimos, en las cicatrices más profundas, golpeadas por las consecuencias de la COVID-19, en trabajos situados en la primera línea de respuesta a la enfermedad y cargando con la falta de corresponsabilidad en el hogar. Reconozco el desgaste emocional y físico en los ojos de mis compañeras cuando comparto la pregunta-pesadilla “¿dónde estamos?”.
Y aunque sigo aspirando a un horizonte utópico en el que cese el continuo gotear-golpear de violencias simbólicas y explícitas que taladra nuestras vidas, no quiero que ese ideal se me infiltre en las venas como sustancia sedante, entumeciendo mente y cuerpo. El dolor asfixiante del “¿dónde estamos?” viene a cuestionarme/nos y, sinceramente, la única respuesta que estoy dispuesta a dar es agarrarle con las dos manos para gritarle donde están nuestros cuerpos, donde nos necesitamos: reagrupándonos y organizándonos en espacios de cuidados, públicos y privados, íntimos y sociales. Estamos encarándonos al sistema, reconquistando espacios y tiempos para transformar aquellos lugares que nos fueron y nos son hostiles, abriendo ventanas en los espacios que huelen a naftalina, tejiendo entre manos compañeras alternativas de vida dignas y sostenibles, golpeando colectivamente a este sistema sanguijuela que nos vacía imprimiéndonos ritmos extenuantes.
Pero antes de escupir semejante respuesta, te miro a ti, compañera, nos miro. Porque la única posibilidad que tenemos de salir vivas física y psicológicamente en este sistema usurero, que va dejando cuerpos y sueños en mitad del camino sin un mísero réquiem, es la acción colectiva, la implicación personal con los pasos autogestionados, son los susurros que me hacen volver, una y otra vez, a ese mantra-caricia:
“compañera, tu tribu ya está aquí”
[1] Datos de afiliación de UGT, CCOO y USO.
[2] Gracias a Cruz Roja Teruel por facilitarme los datos del voluntariado en la provincia de Teruel.