Dime, ¿hay muchos cielos encima de la luna? ¿No son todos los cuerpos celestes sino globos como lo es la sustancia de nuestra céntrica tierra?
— Christopher Marlowe, La trágica historia del Doctor Fausto, Acto II, Escena II.
Fausto, arquetipo universal, leyenda y mito. Uno de los grandes personajes que ha dado la literatura europea a lo largo de su historia. Surgido en un momento de transición histórica, el paso trascendental de la Edad Media al Renacimiento, momento en que el hombre va tomando el centro dejando a Dios al margen. Con Fausto comienza el camino que deja al hombre cargando con todo el peso de la sociedad sobre sus hombros; el artista que busca su reconocimiento, sumando la incursión de la era postmoderna, el fin de la historia, donde el conocimiento absoluto comienza a ser negado.
Este nuevo Fausto aparece en la Ciudad cargada de neones, bombardeada por el mundo de las imágenes, contaminada por un ambiente violento y feroz: dominado por unos principios que han abandonado la eternidad para abrazar lo inmediato. Un Fausto que se encuentra en el paso de transición entre dos paradigmas que se siguen de manera simultánea convirtiéndolo en el hombre moderno que no tiene miedo a sentir el vértigo de poder ver el abismo de territorios desconocidos del propio conocimiento.
La última oportunidad que tuve de poder revisitar a este Fausto, el real, el que sigue respirando, fue en la capital británica, en el teatro del Barbican, considerado el edificio más feo de Londres, lo que lo convierte inmediatamente en algo sumamente interesante. No menos interesante es la sala teatral que alberga, un interesante espacio muy parecido a los Teatros del Canal de Madrid.
Doctor Faustus, adaptación directa de La trágica historia del Doctor Fausto de Christopher Marlowe, contemporáneo de Shakespeare, es una de las novedades de la Royal Shakespeare Company, un espectáculo dirigido por Maria Aberg, veterana en la compañía y quizá una de sus directoras más potentes en cuanto a sus visiones de los clásicos.
En esta última propuesta del famoso mito, el Doctor Fausto aparece como un académico brillante, un artista que busca trascender. Un erudito solitario pero amargado que ha agotado los límites del conocimiento humano. Frustrado con la inutilidad de la religión, el arte, el derecho y la ciencia, busca desesperadamente una comprensión más profunda del universo. Arriesgando todo, invoca al demonio Mefistófeles, al que pide llegar a un acuerdo con Lucifer: 24 años de conocimiento absoluto e infinito poder a cambio de su alma. A pesar de ser atormentado por la duda que lo castiga a vivir en la constante contradicción, Fausto decide firmar el pacto con su sangre. Pero a medida que comienza a deleitarse con sus nuevos poderes, el mundo a su alrededor comienza a derrumbarse y el reloj de manera inexorable cuenta atrás hasta el momento final del ajuste de cuentas. El momento en que el público es expuesto a identificarse, no con el Doctor Fausto, sino con Mefistófeles: la renuncia absoluta y total al conocimiento y al progreso por el conformismo y la inacción que habita en el solo acto de poseer lo material.
Esto último conecta directamente con la elección del casting: Oliver Ryan y Sandy Grierson. Ambos actores tienen un perfil bastante parecido y, además, comparten los dos personajes principales. Esto permite que se produzca una necesaria contaminación entre los roles que interpretan: primero a nivel personal a la hora de enfrentar la interpretación de ambos personajes y, en segundo lugar, en cómo recibir una diferente visión interpretativa a la hora de encarar el mismo personaje. De este modo, la mímesis y la antítesis conviven conjuntamente como si se tratara de una balanza de contrapuestos que hacen a su vez un reflejo directo del subconsciente de los dos protagonistas.
Quizá por eso mismo toda la obra está representada como un viaje interior hacia un subconsciente compartido por el Doctor Fausto y las intervenciones demoníacas de Mefistófeles. Para ello hace uso de los mejores elementos del Teatro Tosco descrito por Peter Brook: Aberg representa la obra de forma grosera, cercana al teatro de carromato o popular. Para ello hace uso de la herencia del cabaret alemán: los Siete Pecados Capitales capitaneados por la mismísima Lucifer (importante vuelta de tuerca a los conceptos divinos y diabólicos en cuanto a género); el atentado contra la vida del Papa o la aparición de los Ángeles Guardianes. Estos recursos festivos son el contrapunto de las escenas más violentas de la obra (impecable escena del pacto de sangre) donde Aberg se recrea en el silencio, en la tensión, en la interpretación más introspectiva del actor (su respiración, su sudor, su saliva…), en retener la atención del espectador, sostenerlo en el aire y entonces abandonarlo a su suerte.
Asimismo, la estructura de la sala más fea de todo Londres es un reflejo directo de la propia escenografía: palets verticales que crean una serie de portales plastificados que se van rompiendo; dibujos rituales en el suelo realizados por la acción de los actores en el transcurso de la acción; y la utilización del fondo de escenario para la proyección de escenas propias del subconsciente de nuestro Doctor Fausto.
Un subconsciente que se va desmoronando, cayendo en un infierno constante en el que la salvación no tiene sentido alguno, y donde en el último aliento de vida, abandonamos al desamparado Doctor Fausto.
Fausto se ha ido: mirad su infernal caída y que su diabólica suerte exhorte a los discretos a pensar en el mal de las cosas ilícitas, cuya profundidad consiente a los talentos eminentes practicar más de aquello que el poder celestial permite.
— Acto V, Escena II.