Vaya por delante que no soy monárquico. Y no porque tenga una especial animadversión ni al monarca actual o a ningún otro, simplemente porque en los tiempos que corren no debería resultar de recibo que el principal merecimiento para ser jefe del estado de un país democrático avanzado sea «ser hijo de rey». Más aún si a este se le tacha legalmente de «irresponsable» o sea que ni chicha ni limoná y para colmo de «inviolable».
Y, precisamente, es por ese calificativo de «inviolable», por donde han venido todos los líos de la familia real española, que ya adelantara en su día aunque no fuera el caso la parejita Cristina e Iñaki, y que ha acabado poniendo de manifiesto Juan Carlos I. Algo que, a fuerza de ser sinceros, todo el mundo suponía pero nadie se atrevía a decir. Presuntamente, claro está.
Los merecimientos
Ya dijo en su día algún periodista de enjundia, acostumbrado a seguir a la familia real, cuando la movida del emérito en Botswana que al rey «se le había tapado mucho». La verdad que la acostumbrada excusa de que al rey se le podía perdonar todo porque es quien trajo la democracia a España nunca la creí de justicia por cuanto fue el pueblo con su aplastante decisión en el referéndum de la Ley para la Reforma Política y a instancias del gobierno de Adolfo Suárez quien mandó al carajo al régimen anterior y optó por el regreso de la democracia a España, un bien éste último de tan breve y difícil recorrido en este país desde tiempos pretéritos.
Menos todavía cuando en el 23F el rey se puso al lado de la democracia y no secundó el golpe de estado ya que no hizo otra cosa que cumplir con su obligación, porque de no haberlo hecho hubiese perdido a buen seguro su condición de rey.
La historia
Con el tiempo descubrimos que Adolfo Suárez no quiso hacer un referéndum tras el fin de la dictadura, tal como le pedían las democracias occidentales, para que el pueblo optase entre monarquía y república a sabiendas que las encuestas que manejaba eran favorables a la segunda. Dicho de otro modo, nos tuvimos que tragar una monarquía casi a la fuerza y digo lo de «casi», porque me temo que de no haber sido así jamás los militares hubieran aceptado ninguna otra cosa.
Y fue el remedio menos malo, habrá que reconocerlo. Al menos el rey supo aliarse con quien tenía que hacerlo que no era otra que la democracia, a pesar de haber sido instruido desde las leales fuerzas del régimen. Realmente no tenía otra opción si quería que España se incorporase de una vez por todas al mundo desarrollado, aunque todavía tendrían que pasar años hasta que buena parte del ejército acabará asumiendo su nuevo rol.
O lo que es lo mismo de ser un ejército diseñado en su mayor parte para vigilar y controlar a los ciudadanos –con innumerables privilegios-, a quedar supeditado a las necesidades de los mismos, por obra y gracia del gobierno de la nación.
La frivolidad y el momento
Pero Juan Carlos, como tantos otros seres humanos, se diría que acabó sucumbiendo a las veleidades del poder, más aún cuando este aun siendo constitucionalmente muy limitado, su carácter de inviolable le facultaba para cometer toda clase de fechorías.
Lo de ser un casanova, aunque no muy ortodoxo para una persona de su cargo, podría entenderse como una mera cuestión de índole personal, pero de ahí a rentabilizar de la manera que lo ha hecho a lo largo de cuatro décadas su fortuna, saltándose a la torera todo tipo de normas tributarias como parece por fin ahora evidenciarse, va un trecho muy pero que muy largo.
Un secreto a voces que ha estallado para la monarquía en el mejor momento. ¿Se acuerdan ustedes de la dimisión de Alfonso Guerra como vicepresidente del gobierno? Fue en 1991, como consecuencia del uso que para asuntos particulares hacía el caradura de su hermano en la delegación del gobierno en Sevilla, una auténtica bagatela para todo lo que vendría después en lo que a corrupción política se refiere. El símil del caso es que su dimisión tuvo lugar durante la primera guerra del golfo, sin duda aprovechando el revuelo causado por la misma.
Una costumbre que vemos no se ha perdido y, precisamente, en el momento más delicado de la historia reciente de España y puede decirse que de todo el orbe planetario a costa de la infección del coronavirus, Felipe VI ha dejado caer la conocida nota por la que condena al ostracismo a su padre. Una manera bastante burda de utilizar una crisis de estas dimensiones en beneficio propio.
La oportunidad
Francamente que la figura de Felipe VI ha representado para quien suscribe estos artículos y desde mi humilde punto de vista una auténtica decepción desde su llegada al trono. Estuve presto aquella Navidad de 2014, en su primera comparecencia televisiva ante la nación, deseoso de oír a una persona joven a la que presuponía más cercana al pueblo, máxime desposado con una periodista procedente de la plebe y que no ha estado inmersa en esa burbuja que envuelve a la realeza. Pero tanto o mayor fue la decepción.
Felipe VI tuvo ante sí una ocasión inmejorable en un país que se encontraba sumido en una extraordinaria crisis económica que había vapuleado a la mayor parte de la ciudadanía y aumentado los desequilibrios y las desigualdades hasta límites insospechados.
Unos episodios de corrupción como nunca había conocido la democracia española. Especialmente procedentes tanto del partido en el gobierno «una estructura diseñada para delinquir desde su misma fundación con el objetivo de ganar elecciones», concluyeron los investigadores de la Guardia Civil ante la justicia, como del principal partido de la oposición con muchos de sus subalternos chuleándose a manos llenas en Andalucía los fondos procedentes de las instituciones en beneficio propio, mientras los principales responsables del mismo miraban hacia otro lado.
Pero el nuevo rey no tuvo ninguna contundencia ni con una cosa, ni con la otra. Su discurso resulto ser ese discurso vacuo y fútil al que nos tenía acostumbrado su predecesor que, al día siguiente, los medios de comunicación y la clase política en general más o menos afín intentan interpretar de la manera más exquisita posible.
En la encrucijada
Por fin, el miércoles pasado, Felipe VI se ha dirigido a la nación en un discurso televisivo sin que hasta ese momento en ninguna de sus cuentas oficiales hubiera hecho un comunicado en relación a la crisis del coronavirus, la mayor que está pasando España y el resto del mundo desde la 2ª. Guerra Mundial como ha llegado a decir la propia Merkel.
Como de costumbre, sus redactores han apostado sobre seguro. Solemne, sin ninguna emotividad, casi se diría como la homilía de un sacerdote de compromiso, en la que si acaso lo único significativo que ha dicho ha sido el contar con la unidad de todas y todos para salir de esta.
De lo demás nada que no sepamos ya y por supuesto de sus líos y los de su padre, nada de nada. Y eso mientras se escuchaba alguna cacerola en los balcones protestando contra su padre y lo que a él mismo le toca.
El desenlace
España, pasadas ya varias décadas de los continuos rumores de asonada por parte de las fuerzas armadas, tendría que plantearse al menos como opción el poner fin a una institución como es la monarquía y toda la parafernalia que conlleva la casa real. Una institución sin ninguna validez como reconoce la propia Constitución que para colmo se contradice a sí misma manifestando por una parte la igualdad de todos los españoles ante la ley cuando en realidad y de facto no es cierto como consecuencia de los privilegios que otorga por otro lado a la corona.
Desconozco el grado de satisfacción de los ciudadanos en otros países de larga tradición democrática que mantienen el modelo de monarquía parlamentaria, como es el caso del Reino Unido o por ejemplo el mundo escandinavo. Pero lo rigurosamente cierto es que en España el resultado de la monarquía y los sucesivos reyes y reinas que han ejercido tal derecho desde la primera constitución liberal en España, representada en las Cortes de Cádiz a principios del SXIX, han tenido repercusiones negativas, cuando no desastrosas, y en cualquier caso poco ejemplarizantes para la sociedad y la política española.
Y en el caso reciente de la actual familia real con el asunto Urdangarin primero, ahora con el de Juan Carlos I –cuyas sospechas vienen de mucho más lejos-, y la evidencia de que Felipe VI era consciente de todos estos movimientos, que no los había puesto en conocimiento de la justicia española y lo hace ahora ante la opinión pública en las actuales circunstancias, podría decirse que, por mucho que se empeñen sus aduladores, ha quebrado en buena parte la credibilidad que le quedaba.