Corren tiempos tumultuosos y en esta campaña electoral permanente desde que los partidos terminaron profesionalizándose y convirtieron la devoción por el arte de la política en carrera, ahora que se aproximan todo tipo de comicios para gracia de nuestros próceres sigue siendo uno de sus temas más recurrentes la tan manida cuestión catalana. Un problema que hace apenas dos años no era significativo ni siquiera para el 1 % de los ciudadanos y ahora, por obra y gracia de la ineptitud o quién sabe si todavía algo peor de la clase política, alcanza a algo más del 7 % de los mismos, habiendo llegado a rozar casi el 30 % en los momentos de mayor insensatez parlamentaria.
Francamente que he intentado abstraerme de tan absurdo dislate, a pesar de la responsabilidad que esta misma revista me ha confiado, pero al día de hoy y no sin cierto rubor he de confesar que no puedo dar crédito la crispación que rodea una cuestión que desde el primer día no debería haber sido entendida más que como el resultado de una endiablada suma de falacias, en el mejor de los casos medias mentiras y medias verdades, de todas y cada una de las partes implicadas en el asunto y que desde hace años siguen alimentado tan incasable como interesadamente. Y no es que por ello reniegue ni mucho menos de este país por mucho que en ocasiones entren ganas de huir de tanto disparate, ni de los muy loables deseos de independencia que puedan tener en buena lid otras gentes, pero sobre todo para aquellos que nacimos en otro régimen donde la libertad y la democracia eran una quimera ver ahora como una extraordinaria maniobra de distracción, la burda manipulación partidista y la ineptitud generalizada de quienes les corresponde alimenta el odio entre españoles, resulta como poco decepcionante.
A principios de 2010 la corriente independentista en Cataluña ni siquiera alcanzaba al 20 % de la población, un porcentaje estable desde bastantes años atrás. ¿Qué ocurrió entonces para que tres años más tarde casi el 50 % de la misma aspirara a la escisión del estado español? Vayamos por partes.
En primer lugar España y Cataluña se encuentran por aquel entonces en los momentos más álgidos de una feroz crisis económica desde 2008, consecuencia de una descontrolada marabunta financiera que se ceba de forma brutal sobre el grueso de la población, víctima de los excesos de la primera y el descontrol de las instituciones. Un contexto que indudablemente genera un rechazo a estas últimas por parte de una ciudadanía que se siente altamente perjudicada y postergada por la clase política.
En virtud a un recurso del Partido Popular, una fuerza minoritaria en la comunidad autónoma, en Junio de 2010 el Tribunal Constitucional dicta sentencia anulando algunos artículos del reformado Estatuto de Autonomía, que había sido aprobado por el parlamento español, el catalán y por los ciudadanos de Cataluña en referéndum, lo que es óbice produce un importante rechazo en buena parte de la sociedad catalana.
En 2011, el Partido Popular, con Mariano Rajoy a la cabeza, reemplaza en el gobierno al PSOE tras conseguir la más abrumadora mayoría de la historia del actual periodo democrático en España, gracias a las particularidades del sistema electoral a pesar de haber obtenido menos votos que Rodríguez Zapatero en la legislatura anterior y este haber logrado solo mayoría simple. El escenario se radicaliza desde el punto de vista del progresismo catalán al chocar frontalmente con un gobierno en Madrid con un fuerte carácter nacional conservador.
Tanto el gobierno de Convergencia en Cataluña, como el del PP en Madrid, ambos fieles a su marchamo neoliberal, afrontan la crisis económica en sus momentos más duros con una huida hacia adelante en la ortodoxia capitalista acometiendo fuertes medidas de austeridad que van en detrimento de las clases medias y más desfavorecidas, mientras muestran su condescendencia con el gran capital y el mundo financiero. El desempleo está disparado, las condiciones laborales se derrumban, los desahucios se multiplican… lo que provoca que una gran parte de la población, tanto en Cataluña como en el resto de España, se sienta ninguneada por la actitud de sus respectivos gobiernos.
Históricamente es en momentos de extrema dificultad económica cuando gobiernos incapaces suelen recurrir al patriotismo más visceral y con este a los símbolos de la identidad nacional para distraer la atención de cuestiones mayores que afectan directamente a la vida de los ciudadanos. Probablemente uno de los hechos más conocidos sea el de la Guerra de las Malvinas durante la Argentina de los Coroneles en los años 80 del siglo pasado. El resultado del llamado Proyecto de Reorganización Nacional que había llevado al poder a los militares en 1976 había conducido al país y al pueblo argentino a la ruina. Una inflación galopante, una profunda recesión económica con hundimiento generalizado de las empresas y una extraordinaria depreciación de los salarios -¿les suena a algo?-, había conducido a una situación insostenible para la sociedad argentina. En estas las islas Malvinas, un archipiélago británico situado en el Atlántico Sur sin prácticamente relevancia estratégica que tradicionalmente había sido reivindicado por Argentina, fue ocupado por su tropas lo que provocó la guerra con el Reino Unido. Además del coste en vidas humanas semejante desplante no le sirvió de nada a la Junta Militar y tras la derrota ésta acabó sucumbiendo a sus propios dislates cerrando una de las épocas más oscuras y dramáticas de la reciente historia argentina.
Dicho esto, Artur Mas, presidente de la Generalitat y líder de Convergencia, bajo la premisa de que el estado español discrimina en términos fiscales a la autonomía catalana convoca elecciones a finales de 2012 con un carácter claramente desafiante y con la pretensión de dar paso a la celebración de un referéndum de autodeterminación para Cataluña. Una iniciativa a la que se une sin dudarlo Esquerra Republicana, un partido que por contra al ideario hasta ese momento de Convergencia Democrática, sí que ha venido reivindicando la independencia del territorio catalán desde sus orígenes a principio de los años 30 del siglo pasado. Aunque quepa reseñar que en lo demás Esquerra se encuentra en las antípodas del pensamiento político convergente.
Es cierto que Mas, se apoya en cierto modo en las multitudinarias manifestaciones que con motivo de la Diada se habían celebrado en Cataluña poco tiempo antes pero no lo es menos que ni un solo indicador, ni una sola encuesta, avalaba la premisa de que caso de celebrarse dicho referéndum el resultado fuera favorable a los deseos de independencia de una minoría del pueblo catalán. Del mismo modo que era evidente que un gobierno en Madrid presidido por el Partido Popular, dado su perfil ideológico, jamás permitiría la celebración del mismo.
A partir de ahí el enconamiento de cada una de las partes ha ido in crescendo y mientras los problemas de toda índole en Cataluña se han ido multiplicando y el resto de España sigue padeciendo las secuelas de una crisis que parece haberse hecho crónica para las clases medias y trabajadoras a la vez que los desequilibrios sociales se han ido incrementando exponencialmente, la cuestión catalana se ha convertido en el mono tema en la región, dejando aparcados el resto de los numerosos problemas de los ciudadanos. Mientras, se ha creado en Cataluña y España desde buena parte de la clase política con un lenguaje contumaz e insidioso, la vorágine mediática y unas cada vez más temerarias redes sociales, un rudimentario resentimiento entre ambas partes con el inclemente sostén de las pasiones identitarias.
No vamos a continuar la secuencia de acontecimientos desde que Artur Mas convocara dicho plebiscito en 2012, sobradamente conocida por todos y que haría interminable, agotador si cabe, este artículo. Después de toda esa larga estela de pronunciamientos y acciones de uno u otro lado que podrían simplificarse en un diálogo de sordos poco más allá de un «a ver quien la tiene más grande» y por tanto una abrumadora falta de cordura, al día de hoy nos encontramos con el peor de los escenarios posibles y que ya en su momento hasta el mismísimo Tribunal Constitucional advirtiera al haber convertido un evidente problema político en una mera cuestión judicial, sin duda la prueba más fehaciente de la ineptitud de nuestros más distinguidos representantes públicos.
Henos aquí pues en medio de un sumario de difícil catadura a tenor de lo manifestado por numerosos juristas españoles e incluso por la jurisprudencia de todos y cada uno de los países europeos donde se encuentran algunos políticos independentistas huidos, dada su negativa a la extradición de los mismos en los términos solicitados por la judicatura. Es innegable que durante muchos de los sucesos acaecidos se han producido altercados más o menos graves entre manifestantes y fuerzas de seguridad pero para considerar los mismos un delito de «rebelión», tal como establece el código penal, se presupone que tienen que ir acompañados de graves episodios de violencia propios del hecho. A saber: toma de cuarteles, comisarías, enfrentamientos entre cuerpos armados, etc. mucho más allá de insinuaciones, amenazas o cruces de miradas como incluso se ha llegado a plantear en ocasiones durante el desarrollo del juicio. O lo que es lo mismo si los hechos, más que probados, ocurridos en Cataluña todo este tiempo son constitutivos de rebelión cómo deberían ser considerados entonces otros muchos, sensiblemente más graves acaecidos desde el regreso de la democracia en toda España. Cuestiones que en cualquier caso serán decisión del tribunal, si entender lo ocurrido como un desacato a la Constitución con disturbios de por medio o un delito de rebelión en toda regla.
Mientras tanto y para enredar aún más el asunto nos encontramos con unas elecciones de por medio donde a las acostumbradas bravatas de unos y otros en campaña –la primera de lo que puede ser otra agotadora serie-, hay que sumarle todo el repertorio de disparates a costa del proceso y el «procés». Con perlas como las de pretender comparar a la gente impidiendo que la policía retirara las urnas dispuestas para un referéndum que no era tal, por ilegal y falto de cualquier tipo de garantías o la esperpéntica declaración de independencia en el parlamento catalán con los tanques de Milán del Bosch patrullando las calles de Valencia la noche del 23F. Y eso que dicha campaña todavía no ha empezado oficialmente así que veremos a ver la de imposturas que traerá el asunto que lo único que hacen es echar más leña a un fuego que cada vez deja ver menos el monte a los ciudadanos.
De la misma manera los principales líderes independentistas, siguen empeñados en un escenario de confrontación y mantienen la negativa más absoluta a cualquier tipo de negociación o pacto, aun a sabiendas que todas las encuestas le otorgan un resultado claramente negativo caso de celebrarse en estos momentos el tan manido referéndum. Es cierto que hay políticos que llevan demasiado tiempo en prisión sin condena alguna y por delitos que aún están por ver. Pero no lo es menos que no se puede exigir para sentarse a hablar requerimientos imposibles en el momento presente. Por mucho que se quiera o no, guste más o menos, la única solución posible al conflicto pasa en el corto o medio plazo por encontrar una vía legal para celebrar una llámese consulta o referéndum que ponga a cada parte en su sitio, al menos por un tiempo, más aún ante las evidencias de que una mayoría suficiente de ciudadanos catalanes apostarían en la actualidad por seguir ligados a España.
Han pasado ya más de 6 años desde que todo empezara y lo que más debería sorprendernos después de todo lo acontecido es que ambas partes se mantengan atrincheradas cada una en su respectivo rincón de un cuadrilátero que abarca ya a toda España y que por asombroso que parezca, lo menos que han hecho en todo este tiempo es algo tan necesario e indispensable como es dialogar. Sí, dialogar, hablar hasta que duela la boca y poniendo sobre la mesa algo que se echa decididamente en falta en todo este despropósito: sentido común.
En resumidas cuentas y con la certeza de que en Cataluña tenemos un problema político, éste solo se resolverá por la vía de la política y nunca con un 155 sine die hasta que las urnas nos deparen un resultado que nos guste, a palos o mediante inciertos procesos judiciales. Y eso a buen seguro que deberían saberlo la mayoría de nuestros queridos próceres por mucho que se les llene la boca una y otra vez diciendo lo contrario. De no ser así, entonces, es cuando deberíamos empezar a preocuparnos de verdad por el futuro de la democracia y la libertad en este país.
Hola felipe Estoy de acuerdo con tu opinión. En el siglo XX, una parte significativa de la población de los países capitalistas desarrollados eran trabajadores industriales. También se formó una subcultura de esta clase, a saber: no se necesitaba una perspectiva amplia y educación humanitaria, pero había una gran demanda de entretenimiento, que ayudó a relajarse después de un arduo día de trabajo. Sin embargo, los trabajadores que vendieron su tiempo y su vida al capitalista obtuvieron garantías sociales bastante altas relacionadas con el trabajo, el salario, la atención médica y el sufragio universal. Buena suerte!
[…] prodigar en este guirigay que se ha formado con la cuestión catalana entre otras cosas porque, tal como explique aquí en su momento, desde el primer día tuve la sensación que de lo que trató en un principio fue poco más allá […]