Se dice que lo efímero motiva el cine. O como apunta Wim Wenders en El acto de ver: «El hecho de que algo vaya a desaparecer (nosotros mismos, nuestro hogar, nuestros objetos, todos precarios y pasajeros…) siempre ha motivado una escena», una excusa/asidero para filmar. Y si bien hoy, más que en la época que se quiera, cualquiera puede hacer la película de su vida, según la mejor del mundo, en el modo y la tecnología que se desee, colmando/saturando el top de las óperas primas, ¿cuántas de estas «primeras películas» satisfacen la cualidad de pieza maestra?, ¿cuántas de ellas no son cine basura? (Francois Truffaut decía que implicaba exactamente el mismo esfuerzo hacer una mala película que una buena), ¿cuántas de ellas constituyen esa primera/última mirada, ese gesto de real aventura (en el mejor sentido hustoniano) ante lo efímero de nuestra vida?, ¿cuántas son como la única y la suma, es decir, como la única que pudo emprender Cyril Collard, Las noches salvajes (Les nuits fauves, 1992), poco antes de morir víctima de sida, y como la suma consolidada de una trayectoria que involucra la aceptación pública, la industria establecida y el compendio de vidas enteras, se trate de Charles Chaplin, Alfred Hitchcock, Luis Buñuel, John Ford, Jean Renoir, Carl T. Dreyer, Fritz Lang o Manoel de Oliveira, todos ellos nacidos en el cine silente y siempre maestros de las últimas vanguardias o los últimos cines? ¿Cuántas de ellas?
Ante un nuevo proyecto, Ingmar Bergman solía decir que lo enfrentaba como si fuera su última película. Igual afirmó Martin Scorsese al encarar su vibrante Toro salvaje (Raging bull, 1980), casi de manera simultánea con una crisis que lo aproximó a la muerte física. Y lo mismo responde Leos Carax cuando luego de Holy Motors (2012), su vívido canto al cine, se le pregunta por qué sigue haciendo películas: «(…) porque nunca se sabe si vas a hacer otra película. No puedo hacer una película siendo la misma persona que era en la película anterior. Para hacer una película tengo que haber experimentado algo que cambió mi vida. Si siento que no soy la misma persona, entonces soy capaz de hacer una película». En estos vislumbres de vibración existencial se cruzan el sentimiento de la «mort au travail» referido por Jean Cocteau, el testamento fílmico, el réquiem y la elegía o lamento poético, líneas o vías que harían pensar en una despedida, pero que mejor conforman un punto de partida, una reinvención, un ritornelo deleuziano en el que la imagen-sentimiento permite que el ocaso del sol sea mejor un amanecer, como al final de Las noches salvajes: «Estoy vivo. El mundo no es sólo una cosa que está fuera de mí. Soy parte del mundo. Me ha sido dado. Yo estoy en la vida», espeta el condenado a muerte.
Cyril Collard se corresponde aquí con Jean Vigo, el otro gran cineasta francés que, sabiéndose enfermo terminal de tuberculosis, acomete en estado febril sus dos últimas obras maestras, luminosas por otra parte: Cero en conducta (1933) y L’atalante (1934): «Siento que voy por la vida como esos turistas americanos de paso por tantas ciudades. Los sagitarianos siempre quieren estar en otra parte», anota Collard, como si se tratara de un diario íntimo, al inicio de Las noches salvajes, tanto igual como en aquellas joyas de Jean Vigo, en el bullicio amoroso que se hace a partir de la reinvención, y que dedica a Thierry Ravel y al filipino Lino Brocka, pero también a Jean Genet, ese otro perpetuo exiliado, dueño igualmente de una película única, Un canto de amor (1950). Y, más que un agradecer, ¿la dedicatoria puede ser asimismo un asidero, un pretexto, un querer estar en el mundo mediante otros mundos?
Wim Wenders dedicó El amigo americano (1977) y Relámpago sobre el agua (1979) a uno de sus maestros, el gran Nicholas Ray. En la segunda de ellas, también conocida como Nick’s movie, Wenders y Ray filman la muerte física del segundo, agobiado por un cáncer terminal, en un tête à tête conmovedor, entre discípulo y mentor, entre quien desea apropiarse del gesto último del genio y aquel que abandona el escenario combate de retaguardia. Domènec Font lo refiere como «un rito funerario y sacrificial, de naturaleza hegeliana, que quiere subrayar la muerte del arte», pero bajo protesta: Nicholas Ray, igual que Orson Welles en Al otro lado del viento (1972), jamás terminó su último film, Nunca volveremos a casa (1976), tal vez porque, dueños Ray y Welles de universos disconformes y enfrentados al continuo desdén de los otros, se resistían a desaparecer.
A propósito de la desaparición, en Manual de supervivencia Werner Herzog asevera lo siguiente: «Desde que filmé Nosferatu, siento una total serenidad en cuanto a mi pertenencia cultural. Sé de dónde vengo, sé dónde estoy y sé en qué dirección voy. Después de Nosferatu, sabía que estaba listo para aceptar todo. Incluso Fitzcarraldo. Poco importan las dificultades, sabía que en adelante podría asumir todo, incluyendo lo que me debe destruir. El cine posee en sí mismo algo que destruye a los hombres. Destruye a los más fuertes entre los fuertes, incluso a Orson Welles o David Wark Griffith. Por tanto, se deben dar pruebas de la mayor prudencia con el cine. Aquí trabajo con músicos. Lorin Maazel debe tener setenta años o más. Pueden ver su vivacidad y en qué medida está absolutamente colmado de música. Cómo proyecta esa música sobre el mundo. Y miren a los cineastas. Casi ninguno -hablo de los buenos- dura más de quince o veinte años. Pasado cierto tiempo, son marginados, por razones financieras, por falta de éxito… La mayoría terminan de manera miserable. Ustedes pueden imaginar a Lorin Maazel a los noventa años aún vibrando, transmitiendo la alegría y el consuelo de la música a los demás seres humanos. Y hombres tan fuertes como un bisonte, como Welles, fueron destruidos por el cine. Por supuesto, hay excepciones. Buñuel era una excepción, Kurosawa también, en cierto sentido. Pero incluso Kurosawa se cortó el cuello con un cuchillo, de desesperación. Nunca vi que un director de orquesta del temple de Maazel se corte el cuello porque nadie más quiere escucharlo». Y se dice que lo efímero motiva el cine: al final de Relámpago sobre el agua, puede leerse sobreimpreso en la imagen de una barca que transporta las cenizas de Nicholas Ray, en el mar inmenso:
Aquí estoy, no me he ido… estoy en mis películas.