Digamos que se trata siempre del ogro sin su palacio. Del jardinero sin suerte. Consolidado desde el principio como un espectáculo popular, el cine nunca ha dejado de tener de su lado al personaje del marginado. Del Charlot chaplinesco de 1913 a los desarraigados de, por ejemplo, Stray dogs (2013) de Tsai Ming-liang, hay una inagotable galería de sucios, feos y malos que si no andan merodeando el paraíso perdido, al menos se conforman con tirarle pedradas al poderoso de enfrente.
Desplazados, sin derecho a ser como son los otros, sin mujer, sin colchón, sin comida, sin jabón y agua, sin diamantes en la mina, acompañan sin embargo algunos de los mejores momentos de irrupción y provocación narrativa, la del cine mismo, que será también marginal, independiente si se quiere, de los estándares del sistema: con el niño muerto de hambre que escribe en la pizarra de la escuela “Respetad el bien ajeno”, en Las hurdes (1932, Luis Buñuel), están el Tom Joad (Henry Fonda) de Las uvas de la ira (1940, John Ford), la incorrección del Jaibo (Roberto Cobo) en Los olvidados (1950, Buñuel), el neorrealismo italiano y su apego afectivo por los niños y los viejos (Ladrones de bicicletas, Umberto D.), por Los inútiles de la vida (La strada y Los inútiles, de Fellini), por los mismos alucinados que niegan dicho afecto (los pordioseros de Pasolini y los cínicos de la comedia italiana que recorre tres décadas de esplendor); están también Michel Simon en su papel de Boudu y de Maurice Legrand, el pintor misántropo de La golfa (1932), tan igual como el doctor Cordelier, siempre en complicidad con Jean Renoir, y del que hiciera eco Denis Lavant en Holy motors (2012, Léos Carax), y la simpatía de los nuevaoleros franceses, ingleses y checos por los desposeídos, John Huston filmando a los buscadores de oro en El tesoro de la Sierra Madre (1948) y a los boxeadores fracasados de Fat city (1972), sin olvidar el rostro del niño congestionado por el dolor en Dodeska-den (1970, Akira Kurozawa). La rabia y la furia. Y no hay otra mirada como la de ellos. Según se verá en las tres películas siguientes, pautas de un cine por seguir, o de un cine de continuo guía, es la mirada del solitario, por encima de cualquier grupo, que ha perdido su reino.
El emigrante
Hay una mirada que no tienen los poderosos: la del arrobamiento. En El emigrante (1917, Charles Chaplin), los recién llegados a América (los más fregados, los que comparten la náusea, el vómito y la comida en el mismo plato) podrán mirar arrobados desde su barco la estatua de la libertad neoyorkina y suponer que han anclado al fin en el paraíso anhelado, pero apenas bajando recibirán empellones de los guardias y en la taberna a la vuelta de la esquina verán cómo un pelotón de meseros arremete contra un cliente que ha quedado a deber 10 centavos. Y esa sería una primera mirada; la otra, extasiada, es la que lanza el vagabundo Charlot hacia su compañera de viaje, la bella Edna Purviance, a la que no dudará en ayudar e incluso casi arrastrar a la agencia matrimonial más cercana. Filmada en 1917, apenas tres años después del ingreso de Chaplin al cine hollywoodense, El emigrante es ya una obra de madurez que instala el origen de Charlot (emigrante inglés, marginado, incapaz de marearse -decaer- frente a las más duras embestidas), y confirma su enérgica actitud individualista y asocial, no antisocial, como bien precisa André Bazin: el mal, el peligro, no está en los objetos, sino en las personas: «Parece que los objetos no quieren ayudar a Charlot si no es al margen del uso que la sociedad les ha asignado. El mejor ejemplo de este desfase es la famosa danza de los panecillos en la que la complicidad del objeto estalla en una coreografía gratuita». Y sin embargo, convertido Chaplin en el artista más famoso y rico, por conmovedor pudor debió abandonar el personaje del vagabundo, y luego se dio cuenta de que el papel de hombre instalado le estaba vetado. De ahí su eterna permanencia como el exiliado, el apartado de aquí junto. Tal como el Boudu (Michel Simon) de Jean Renoir, el marginado salvado del plácido suicidio, desagradecido e indiferente con todos (menos con los perros), que escupe en los libros, que seduce a las mujeres y las abandona cuando le piden matrimonio. Es el zarrapastroso lleno de furia venerable, el Henry Chinaski de Barfly, que sabe que con los golpes a la vuelta de la esquina nada tiene que perder.
Barfly
En efecto, el escritor Henry, Hank Chinaski (o Charles Bukowski, al que interpreta Mickey Rourke) es el «viejo sucio» que reniega de los privilegios de la pulcritud y el dinero, porque reconoce en la marginación el único viso de dignidad. Sabe que el mundo de la comodidad la proscribe. Es como el Calvero de Candilejas, el clown fracasado que un buen día propone a su empresario: «¿Y si continúo mi carrera con otro nombre?» No huye, ni lo acosan los resentimientos o las decepciones, sólo se la pasa bien en el fango. Lo persiguen, pero para pagarle la publicación de un puñado de cuentos suyos, ya que se trata, sin duda, de un escritor talentoso. Cosa irrelevante y mínima, porque para Chinaski suele ser más reconfortante un buen trago, golpearse con el vecino de barra en el callejón o atisbar las piernas maravillosas de Wanda Wilcox (una excelente Faye Dunaway). Por única vez, está en el sitio justo donde no tiene que negociar el amor (el primer amor de su vida) y puede garrapatear sin cortapisas su poema («si me preocupara sobre lo que le gusta a la gente, nunca escribiría nada»). Si bien, en palabras de Alan Carbonier, Barfly (1987) «interroga la parte insana del hombre y privilegia los momentos en que se efectúa un desprendimiento de la realidad», un tanto como los mejores filmes de su director Barbet Schroeder, de Maitresse (1975) y Los tramposos (1983) a El misterio de Von Bulow (1990), también es un retrato honesto del artista marginal, a medio camino entre la línea austera de Fat city de Huston y el desborde de Sublime locura (1966, Irvin Kershner), aquel film donde Sean Connery, un poeta recalcitrante, era perseguido por el casero y resultaba indemne a cualquier lobotomía. Mickey Rourke pasea un aire festivo durante toda la película, «con su espléndida sonrisa y su caminar de príncipe, contra ese pavoneo de los neoyorkinos, que les hace andar como si tuvieran un plátano en el culo…», según anota el mismo Bukowski en su novela Hollywood, dedicada a Barfly y a su director y amigo personal Barbet Schroeder, con quien en ese mismo año haría el magnífico documental-entrevista río, The Charles Bukowski tapes. Precisamente Bukowski es el autor del guión, y Hank Chinaski su alter ego de todos conocido. Por tanto, se define al guión como autobiográfico o como otro escrito del viejo indecente y borrachín nacido en Alemania pero instalado a perpetuidad en Los Ángeles. Otro escrito de misantropía brillante, como los que el cine ya había visto antes en Cuentos de ordinaria locura (1981, Marco Ferreri) y en Crazy love (El amor es un perro infernal, 1986, Dominique Deruddere), el del solitario que es capaz de hacer todo, un tanto más, un tanto menos, para obtener un poco de amor.
Sucios, feos y malos
El otro ogro que sí tiene palacio, y que incluso cuenta con una corte, es Giacinto Mazzatela (Nino Manfredi). El pelagatos Giacinto es padre y jefe de una abundante familia de doce hijos, incontables nietos, parientes y demás arrimados, todos habitantes de un miserable cuartucho apostado en una ciudad perdida de los suburbios de Roma. Giacinto también tiene dinero, y por tanto puede adoptar el aire del tipo importante y poderoso; el millón de liras que ha recibido como seguro por haber quedado tuerto en un accidente de trabajo lo sitúa por encima de sus semejantes. Entre otras cosas, se siente con el derecho de llevar a su barraca a otra mujer y de acostarla en su misma cama, al lado de su esposa. Pero, como cabría suponer, sus acciones dan pie al desquite, al complot familiar que intentará asesinarlo. En el polo opuesto de la denuncia social (de lo que se entiende por panfleto con mensaje) o de las lecciones moralistas, Sucios, feos y malos (1976) de Ettore Scola reconoce sus deudas con el teatro isabelino y el arte de Rabelais al asumir como gozo lo trágico y lo grotesco. Es consecuencia última de la comedia fílmica italiana, género especialmente popular y de mala leche empeñado en negar cualquier tipo de consideración hacia sus personajes y que por poco más de 20 años mantuvo una actitud irreverente y socarrona hacia ciertas instituciones, como la familia, la religión, la pareja y el Estado. Según esto, si hay una anciana huraña, en silla de ruedas, pegada todo el día al televisor, e incluso solícita para aprender inglés ahí, lo que queda es la violencia de la comicidad canibalesca. No hay lugar para el consuelo, ni para el lamento. Los limosneros o vendedoras de quinta, más marginales que proletarios, también tienen derecho a ser tan usureros y mezquinos como los ricos; y pueden comprar, gastar y ser felices por ello. Y que la bola de hijos encorajinados y la esposa celosa llenen de raticida la sopa para que el padre muera. Es la mirada que faltaba, la que se echaba de menos, la escatológica, que descubre los olores y el calor de los seres en ebullición. La vertida sobre un alegre trasvestido que copula con la cuñada, sobre una madre que muestra orgullosa a su hija en la portada de una revista porno, sobre una niña embarazada o un padre que vomita el veneno de sus hijos. Aquí cabe, sin condena o cosa parecida, lo que dijo Godard en su película Carmen: «Si la mierda tuviera algún valor, los pobres no tendrían culo».