El romanticismo, tantas veces reducido a sus aspectos más vulgares, es en realidad una concepción del mundo, una Weltanschauung, antes que una mera corriente estética. Y si estos términos todavía nos parecen demasiado alemanes, aunque es difícil saber en qué consistiría ser demasiado alemán cuando hablamos de romanticismo, o en cualquier caso, para elegir otro término más británico y analítico, diríamos que el romanticismo es una gramática. Sus reglas de uso, como suele ocurrir en la mayoría de las gramáticas, no son igual de accesibles para todo el mundo. Se necesitan muchas condiciones previas: una o dos lecciones sobre la sombra, la visita de la melancolía o el oído para la canción triste que canta siempre un amor si prestamos suficiente atención. Le sumaríamos a ello los viajes, cuya punzada se debe, como señalase Hermann Hesse, a que abren en nuestro corazón el nicho preciso para que se aloje en él el tiempo de esperar la aventura. Por no hablar además de la indignación de fácil combustión, cuando no un desdén profundo a toda manera de conformidad artística, política, religiosa.
De todo esto vamos a encontrar mucho en las Memorias[1]BERLIOZ, Héctor: Memorias. Akal, Madrid, 2017 de Berlioz. No esperemos una confesión. Nada de eso. De hecho su punto de partida es el de una declaración negativa, tan sospechosa como suelen serlo las denegaciones o la excusatio non petita: «No tengo la menor veleidad de presentarme ante Dios con mi libro en la mano, declarándome el mejor de entre los hombres, ni de escribir confesiones. Sólo contaré aquello que quiera contar. Si el lector me niega su absolución, será porque posee una severidad poco ortodoxa, ya que no voy a confesar más que los pecados veniales.»[2]BERLIOZ: ob.cit., pág. 23 Y nosotros suspiramos aliviados por dos grandes motivos. El primero es que, en efecto, no es Jean-Jacques Rousseau. No escribe para la humanidad, no es un heraldo de sí mismo y de su alma herida. Aunque heridas no le faltan, y el primer final de este libro de quinientas cincuenta y cinco páginas cautivadoras, tampoco se escuda en misión alguna, como esas a menudo tan enfadosas a las que se consagra por su cuenta y riesgo el gran Jean-Jacques.
No, el genial Berlioz, puede que el músico más genial que ha dado Francia, termina así -antes de los post scripta, epílogos y ampliaciones con los que presenta una especie de coda y un diminuendo bastante romántico-, de un modo a la vez característico y con una subjetividad salvaje: «En cuanto a vosotros, maniáticos, dogos y toros estúpidos, y a vosotros, mis Guildenstern, Rosencrantz, mis pequeños Yago, Osrick, serpientes e insectos de toda especie, farewell, my…friends. Os desprecio y espero no morir sin haberos olvidado.»[3]BERLIOZ: ob.cit., pág. 504 El segundo motivo de alivio va servido también en esta despedida de antología. Me refiero a la literatura. Sobre todo a Shakespeare, pero seguido muy de cerca por Lord Byron. A ratos con algún apunte de Victor Hugo y de Cervantes. Con semejantes ingredientes entramos de lleno en esa gramática del romanticismo. Berlioz busca nuestra afinidad, tantea en busca de sensibilidades que puedan entrar en contacto con las emociones que lo solicitan desde el amor, la música, o la política.
Empezando por la política, está claro que Berlioz desprecia la pose de la revolución, que en general sólo es una ocasión para destruir mobiliario urbano y que arruina el negocio de la música, ya que esta requiere de un mínimo de paz. Todo esto puede parecer extraño viniendo de un amigo, y bastante estrecho, del escritor alemán Heinrich Heine, pero es que éste último tampoco encaja con facilidad en bandería alguna. Por otro lado Berlioz detesta la beatería moralista, el imperio de la respetabilidad burguesa, con los pesados hierros estéticos con los que nos encadena. En este sentido no tienen desperdicio sus disparos sobre el mercenario Haendel o el risueño y sensualista Rossini. Como demostró Nietzsche, a propósito de su alabanza de Georges Bizet, las elecciones musicales son también decisiones políticas.
En mi opinión, para describir el genio de Héctor Berlioz vale mucho de lo que el filósofo Vladimir Jankélévitch reservase al retrato de Franz Liszt.[4]JANKÉLÉVITCH, Vladimir: Liszt. Rapsodia e improvisación. Alpha Decay, Barcelona, 2014 No en vano, ambos fueron muy amigos y se profesaban una mutua y sincera admiración, que por ejemplo no compartía del todo por lo que se refiere a Frederic Chopin, a quien el francés considera un virtuoso sólo apto para salones o íntimas soirées. En efecto, tanto en Liszt como en Berlioz celebramos la audacia, el inconformismo, el afán de no ocuparse de nada que no sea radicalmente imposible. Si los comparamos con un Brahms, al que Wittgenstein consideraba un músico perfecto, o con el austero y clerical Anton Bruckner, ambos son divertidos, gozosos, inesperados en sus decisiones. Sea como fuere, el lector va a encontrar jugosas anotaciones sobre la música de la época. Por ejemplo sobre la generosidad de Paganini, sobre la mezquindad de Querubini o el abuso del trémolo por parte de un joven y ya muy ambicioso Richard Wagner.
Como el excelente texto romántico que en realidad es, las Memorias de Berlioz forma una especie de rapsodia, que incluye sus viajes bastantes novelescos (ya dijo que nada de confesiones) por Italia, y que serían el punto de partida de su célebre sinfonía titulada Harold en Italia, en homenaje a los peregrinajes byronianos de Childe Harold. Puede que sea la parte más gozosa de un libro en el que los goces se multiplican, la de su estancia italiana, que no aportó gran cosa en lo musical, si es que no cuenta como aportación un programa de vida en los márgenes de la sociedad, la amenaza de naufragios, los amores con muchachas morenas y el vino de calidad mejorable. Por contraste, el capítulo alemán, librado de la comidilla parisina, resulta tal vez de un tecnicismo algo gélido, como si se fuese adaptando la peripecia a una particular geografía emocional. Hay, por supuesto, romance, aunque el autor se ha prometido una coqueta discreción en muchos aspectos. Conviven los nombres reales: Harriett Smithson, Marie Recio o Estelle Duboef (y este último es la ocasión de un retrato tan bucólico y ensoñador, que sólo gracias a la noticia del editor, un erudito berloziano como Enrique García Revilla, sabemos que no se trata de mera ficción) con otros nombres que son personajes: Julieta, Ofelia. La mujer sentida fue antes una mujer presentida, un horizonte desiderativo destilado en los pentámetros yámbicos de Shakespeare.
Sin embargo, y para acabar, lo que hace de este libro una joya y un apasionante paseo por el imaginario romántico, está a mi juicio en la descripción cuidadosa de las empresas titánicas que acomete, así como de los casi permanentes desengaños a que le somete la dura prueba de la realidad. Este maestro de la orquestación, del que tanto aprendería Mahler, lo sabe todo en torno al timbre, de cómo forzar la armonía o manejar grandes masas corales. Y aprende a base de errores, de tropiezos muchas veces descritos con un humor sarcástico. Ese mismo humor que le valió cierto brillo luciferino a través de su agotadora tarea como crítico musical periodístico. En medio de este ruido, de la cacofonía en el foso de la orquesta, nos hacemos testigos de la justeza con la que su tarea fue descrita como arquitectónica o monumental. Pero son edificios hechos de aire y silencio, mucho más frágiles que los de ladrillo. Perdemos tres compases y se nos cae la casa. Del enamorado hemos aprendido a amar su música.
Título: En la confidencia. Tratado de la verdad musitada |
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