¿Es siempre, la mirada infantil una mirada que interroga, que revela, que descubre? Tal como aquella que sostiene ante el espectador el pequeño Victor de Aveyron al final de El pequeño salvaje (1969), la misma que lanzara diez años antes al final de su huida, ya frente al mar, Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes (1959), ambas de Francois Truffaut, en un proceso de revelación vital que hermana a estos infantes con Edmund Meske, el niño suicida de Alemania, año cero (1947), de Roberto Rossellini, «ese niño lejano y sin cólera que en su deambulación fantasmal atraviesa la ciudad en ruinas es nuestro contemporáneo con el que, no obstante, mantenemos escasas empatías», según apuntara Domènec Font. Niños que descubren la barbarie y la injusticia de los adultos, la traición, el destierro afectivo, la zanja entre su moral absoluta y la moral relativa de los mayores, entre la pureza del corazón y la impureza de la vida. El registro de este universo es inacabable, de aristas múltiples; ahí está la formidable El gigante egoísta (2013), de Clio Barnard, que evoca, entre muchas otras, a La infancia desnuda (Maurice Pialat, 1968), Kes (Ken Loach, 1969), o a Ratcatcher (Lynne Ramsay, 1991), para confirmar el vigoroso trazo de este cine de continua y necesaria vigencia, tan igual como el que ha ubicado al niño en el escenario apocalíptico de la guerra, más concretamente, el de la Segunda Guerra Mundial, al que haremos referencia, a vuelo de tecla, en las líneas siguientes; por otra parte, cine aquél al que volveremos en próximas notas.
En el cine, la figura del niño en la guerra corresponde, en el mejor de los casos, a un reproche, nunca a un chantaje. Equivale a la verdadera fuerza de ánimo que se opone a cualquier crisis bélica. Igual que un monje que asiste a una flagelación pública, para Andrei Tarkovski no había algo más frágil que un niño en medio del holocausto, motivo de su film La infancia de Iván (1962). Y precisamente en esa imagen se encuentra la revelación heroica, es decir, la mirada capaz de interrogar, de condenar. Desde El limpiabotas (Vittorio De Sica, 1946) y Alemania, año cero, hasta el niño que se niega a seguir creciendo en El tambor de hojalata (Volker Schlöndorff, 1978), o el compañero de clase que regala un ejemplar de Las mil y una noches al próximo fusilado, en Adiós a los niños (Louis Malle, 1987), el cine reconoce en ellos el gesto del que se rebela, de quien ha encontrado, luego de un itinerario en el infierno, la fuerza en su propia debilidad. Y el asunto puede tener incluso la apariencia de una temporada en un parque de atracciones, como en El imperio del sol (Steven Spielberg, 1987), ser un relato autobiográfico que comprenda sólo los momentos más felices de una infancia de espaldas a la guerra, sea La esperanza y la gloria (John Boorman, 1987) o Días de radio (Woody Allen, 1987), poseer el ritual de quienes veneran mejor a los animales muertos, como en Juegos prohibidos (René Clément, 1952), marcar el destino de algún infante, como en El niño de los cabellos verdes (Joseph Losey, 1948), a fin de verlo como una luz en las tinieblas, o bien, alcanzar la estatura trágica del horror, como el niño que recorre mil años de dolor al presenciar el exterminio de una aldea rusa en Ven y mira (Elem Klimov, 1985).
Porque se trata siempre de un madurar forzado, de una inocencia usurpada por la barbarie de los adultos. De una revancha: si todas estas películas tienen como escenario la Segunda Guerra Mundial, es que ello obedece al intento de apaciguar el tormento que viene de la memoria, de la experiencia y de la culpabilidad colectiva. El infierno que hoy vivimos es tanto igual como aquel otro. El niño, esa «especie de ser privilegiado que nosotros intuimos habitado por los dioses», según André Bazin, es entonces el único portavoz para curar las heridas nunca cerradas.
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