En estos últimos días, semanas, años incluso en el primer caso, se dirimen en España dos debates con cierta conexión entre sí y que giran en torno a la figura del jefe del estado. Por una parte la exhumación de los restos del general Franco del Valle de los Caídos y de otra el dilema sobre las veleidades de la monarquía.
Salvo en regímenes más que controvertidos como China, Corea del Norte o de democracias más que dudosas como es el caso de Rusia en ningún país del llamado mundo occidental el propio estado rinde homenaje o sufraga monumento funerario de exaltación alguno a la figura de un dictador reciente. Ni Argentina a sus coroneles, ni Chile a la figura de Pinochet al otro lado del Atlántico ni en esta orilla Portugal a Salazar y menos aún Alemania a Adolf Hitler o Italia a Benito Mussolini. A la vista de ello resulta un anacronismo que un país como España, un estado democrático consolidado después de más de 40 años del fin de la dictadura, mantenga con tal fin un monumento funerario de clara inspiración fascista en lo arquitectónico y de ambiente tan estremecedor como el del Valle de los Caídos que fue construido, entre otros muchos, por presos políticos del régimen. Cuando al día de hoy de forma absolutamente mayoritaria los españoles suscriben con decisión la democracia o lo que es lo mismo la libertad como primera premisa del estado y por tanto debieran abominar de ese otro modelo autocrático que Franco y su dictadura militar impusieron de manera forzada durante tanto tiempo.
El tan manido recurso a la historia, como justificación a semejante sinsentido, solo tiene cabida cuando los hechos que concurren en la misma forman parte de su propio contexto. En el medievo es difícil establecer diferenciación entre las bondades de unos y otros señores feudales ya que los mismos se caracterizaban por la crudeza de sus acciones y la extraordinaria diferenciación entre clases. Del mismo modo que, ahora que en alguna ocasión se ha referido ello, no tenemos por qué rasgarnos las vestiduras por tachar a los conquistadores españoles de depravados ya que, al fin y al cabo, no lo eran ni más ni menos que sus homólogos de aquellos tiempos: franceses, holandeses, ingleses, etc. Curiosamente, recordaran nuestros lectores de mayor edad como era el propio régimen franquista, en su manipuladora visión de la historia a través del nacional-catolicismo, como en la escuela nos enseñaban justamente todo lo contrario, tachando de asesinos a los codiciosos aventureros de otras naciones mientras a los nuestros se les ejemplarizaba vistiéndoles de colonizadores de mano de santo.
El caso de la dictadura franquista, como las que hemos mencionado antes, es absolutamente distinto por cuanto el SXX se caracterizó por el triunfo de la democracia y su consolidación definitiva en el occidente europeo, en especial, después de la 2ª. Guerra Mundial, siendo precisamente en ese tiempo cuando la dictadura militar española causó mayores estragos entrando en el tan dudoso ranking de los regímenes con mayor número de desaparecidos por sus ideas políticas en todo el mundo y en tiempos de paz.
Otro de los argumentos recurrentes para evitar no solo la exhumación de los restos del dictador y los del líder del fascismo en España, José A. Primo de Rivera, del Valle de los Caídos sí no la de miles de personas que todavía se encuentran en fosas comunes sin determinar diseminadas por toda la geografía española, es que tales hechos podrían despertar viejas heridas y provocar rencillas o altercados entre descendientes de una u otra parte. Una elucubración sin justificación de por medio por cuanto, como decíamos antes, en primer lugar los ciudadanos de este país se autodefinen muy mayoritariamente como demócratas y en segundo porque en las exhumaciones realizadas hasta ahora en ningún caso se han dado tales circunstancias.
Probablemente el error del gobierno de Pedro Sánchez ha sido intentar zanjar definitivamente una cuestión que debiera haberse resuelto hace muchos años pero «mareando la perdiz» en exceso en relación a un asunto que en realidad escuece solo a un pequeño corpúsculo de simpatizantes, ruidoso pero diminuto, que rechaza la democracia y simpatiza con modelos autoritarios. Y que por un temor a todas luces injustificado, ha permitido a una industria mediática interesada remover un trance que a buen seguro sin necesidad de tanto ruido hubiese sacado ya los restos del dictador de su prominente mausoleo.
En definitiva no podemos borrar la historia y ni mucho menos debiéramos hacerlo pero tal y como, por ejemplo, se hace en Alemania donde incluso es de obligatorio cumplimiento que todos los adolescentes durante su etapa escolar visiten algún campo de concentración para conocer de primera mano su significado en aras de no cometer los mismos errores del pasado, el Valle de los Caídos debe quedar como un recuerdo y una advertencia a la vez de una ideología capaz de infringir terribles sufrimientos, pero nunca constituir un homenaje a la misma.
Fue precisamente el general Franco el que designó como sucesor en la jefatura del estado al rey Juan Carlos quedando con ello implantada la monarquía en España. No vamos a entrar ahora en disquisiciones acerca de las sorprendentes revelaciones de Victoria Prego quién nos contaba hace un par de años que en una entrevista realizada a Adolfo Suárez en 1995 éste le confesaba que presionado por las potencias occidentales para la realización de un referéndum a la muerte de Franco para que los españoles decidieran entre monarquía o república como modelo de estado y ante los datos que obraban en su poder que daban a la república como opción ganadora, renegara de ésta en aras de la paz y el proceso de consolidación democrática ante la más que manifiesta oposición de buena parte de la cúpula militar.
No cabe duda que el devenir de los años ha puesto de manifiesto que la Transición no fue todo lo ejemplarizante que debiera aunque, a fuerza de ser sinceros, es probable que de no haber sido así la resistencia de una cúpula militar fuertemente ideologizada, ávida en prebendas de todo tipo y dispuesta a toda clase de asonadas, hubiera hecho aún mucho más difícil la misma y, quien sabe, si con un nuevo derramamiento de sangre de por medio. Suárez prefirió una impronta de ley de punto final que salvaguardaba algunas de las figuras del régimen anterior y mantenía en el poder a la cúpula dominante de entonces –no en vano muchas de las empresas que cotizan hoy en el IBEX son propiedad de los herederos de aquella-, con tal de que pudiera abrirse la puerta a la democracia.
Y entre medias, tal y como prescribiera Franco, Juan Carlos de Borbón se acabó erigiendo en su sucesor al frente del estado. Vaya por delante que si no soy monárquico no es porque tenga una animadversión especial al rey emérito, a su heredero o su familia en particular pero, desde mi personal punto de vista no puedo compartir que sea un vínculo de sangre el que dirima la jefatura del estado. Dicho esto la figura del rey Juan Carlos en su momento entendí, por las razones ya expuestas, que era la única alternativa posible que permitiera a España vivir en libertad pero no es menos cierto que ese inicial beneplácito de conveniencia, con el tiempo, se ha ido convirtiendo en censura por su apatía e inacción continuada ante los sucesos que han venido sucediéndose en España a lo largo de todo su reinado, por mucho que la propia Constitución le reconozca de manera singular su irresponsabilidad.
Como viniera a decir en su momento el antiguo director de ABC, el diario monárquico por excelencia, José A. Zarzalejos a raíz de su celebérrima cacería de elefantes en Botsuana, al rey Juan Carlos y a toda la familia real se la ha protegido en exceso, casi encubierto podría decirse, por todo el aparato propagandístico del estado y la industria mediática en general. Valga como ejemplo la continua alusión, en los momentos más controvertidos del monarca, a su papel durante el golpe de estado del 23F. Una curiosa manera de poner en alza al mismo cuando no hizo más que desempeñar con su obligación poniéndose al lado de un régimen democrático y cumpliendo rigurosamente la función que le había sido otorgada. De no haber obrado de este modo hubiera sido considerado como poco un cobarde cuando no un traidor, lo que hubiera dado al traste, sin duda, con su reinado y por ende con la monarquía.
La reciente aparición de unas supuestas grabaciones a la conocida amiga del rey emérito, la empresaria alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein, en las que se ponen al descubierto presuntas actividades mercantiles del mismo al margen de lo reglamentariamente establecido, han puesto de manifiesto una vez más como obstaculizando la apertura de la conveniente investigación al respecto, tanto los grandes medios de comunicación como los dos principales partidos que han regido este país desde la consolidación de la democracia, PP y PSOE –curiosamente este de confesión republicana-, siguen sirviendo de soporte vital para el mantenimiento de una monarquía cada vez más discutida.
No en vano, la repentina abdicación de Juan Carlos I en 2014, a favor de su hijo Felipe VI, se produjo en un momento en el que todas las encuestas situaban al rey en un momento extraordinariamente bajo de credibilidad y confianza por lo que, sin duda, ante el temor de que llegara a cuestionarse la propia monarquía como tal, se optó por situar de forma tan apresurada en el trono a su heredero. A partir de ese momento, la presencia del nuevo rey, joven, apuesto, supuestamente preparado y con un entorno familiar en la línea tradicional, dio nuevos bríos a la corona, aunque a fuerza de ser justos más probablemente a costa de encandilar a una parte de la ciudadanía como si de un cuento de hadas se tratase que por el ejercicio de sus cometidos.
Lo cierto que en esto último y hasta ahora el reinado de Felipe VI no ha aportado nada nuevo en cuanto al discurso de su antecesor. En los momentos más álgidos de una crisis que se ha hecho crónica para la mayoría de los ciudadanos, con un país sumido en la corrupción política, especialmente del partido de gobierno, muchos esperamos en su primer discurso navideño cuando se le presupone al monarca un mayor acercamiento a las familias, que hubiera proferido alusiones claras y concisas de la situación y no ese discurso vacuo que como aquel ha seguido profiriendo desde entonces y que a lo más sirve de entretenimiento especulativo para los medios y próceres políticos.
Salvo en el caso de Cataluña cuando en Octubre del pasado año irrumpió en televisión en un alarde de nacionalismo patrio sumándose a un desmedido juego y viniendo a enturbiar más una cuestión que a todas luces surgió como una maniobra de distracción, que se ha desbordado al atrincherarse cada una de las partes en busca de réditos electorales y han convertido un problema a todas luces político en una cuestión judicial de dudoso recorrido. Una evidencia más de nuestra democracia adolescente y las reminiscencias de un pasado reciente.