Para Dominique Aury, todos somos viajeros, perdidos entre olas y nubes… También, nuestros itinerarios y errancias suelen resultar comunes, coinciden en el aire del tiempo y del mundo de los otros, en un eterno deambular y cruce de caminos por ese laberinto de calles, carreteras y vías, líneas inacabables en las que entroncan y se empalman la vida y el cine. Se ha dicho que el viaje, en tanto movimiento en más de un sentido, desplazamiento físico y espiritual, es asimismo fábrica de imágenes; «no sueño, pero cuando camino, por ejemplo, vivo novelas enteras, o cuando manejo un automóvil durante mucho tiempo, veo películas completas…», afirma Werner Herzog, cineasta viajero y del deambular continuo que emparenta aquella larga caminata que emprendió alguna vez, de Munich a París, convencido de que encontraría aún con vida a Lotte Eisner, con otras tantas caminatas y marchas alentadas por un misma certidumbre vital, sea la de Alvin Straight que recorre medio Estados Unidos para reencontrarse con su hermano moribundo, en Una historia verdadera (David Lynch, 1999), o la de Travis en París, Texas (Wim Wenders, 1984), ese proscrito por voluntad propia, perdido en el desierto, que es como el viajero en el tiempo de La Jetée (Chris Marker, 1962), que intenta recuperar si no la experiencia/vivencia con la mujer amada, al menos ser correspondido con su mirada, animar los ojos de ella que conceden un leve parpadeo, en una conquista del acto en rebeldía: «En las películas de Marker, en cada corte hay un viaje en el tiempo. El parpadeo, en todo caso, es su estación de salida o de destino. Los parpadeos de Marker no quieren escondernos nada. Quieren abrirnos los ojos», destaca Isaki Lacuesta. Sí, porque la errancia es todavía un gesto de resistencia, un acto de fe.
Cierto, el relato (o no relato) de caminos y viajeros es viejo compañero del cine, desde siempre, y su gran elocuencia puede advertirse, o ser decisiva, en las películas de Buster Keaton, Chaplin, Laurel y Hardy, en el western, el cine de aventuras (sólo un ejemplo: El hombre que sería rey, de John Huston, con su sentimiento de pérdida: valen más las andanzas que el fracaso que deriva de ellas), el film noir, el documento social y todos los que se desee anotar; incluso hay un género específico, universal por supuesto, la Road picture; y se puede viajar en el sinsentido, en el gozo lúdico, o en la mera reflexión existencialista; pero además, en estas películas anida también ese gesto de resistencia, que nace, entre otras, de sentirse en el exilio, en el no territorio, y que mueve las películas de cineastas viajeros (Chantal Akerman, Agnès Varda, Claire Denis, Jonas Mekas, Chris Marker, Wim Wenders, Werner Herzog, y tantos otros…) y el cine de Theo Angelopoulos, guiado por la luz-vela del poeta Constantino Cavafis («lo importante es el viaje»), y que como el de Andrei Tarkovski, signa aquello de «hemos atravesado la frontera, y estamos aún allá. ¿Cuántas fronteras debe uno atravesar para llegar a su casa?» Cines del exilio interior, del paisaje ajeno, como en las películas de Nuri Bilge Ceylan; del desterritorio y de las deambulaciones rituales, como las del falso ejecutivo en Tiempo de mentir (El empleo del tiempo, 2001), de Laurent Cantet; del arreglo de cuentas desde el destierro, como en el cine de Alain Tanner; o de los recorridos en zigzag, como en Abbas Kiarostami, se trate de una búsqueda que implica un acto de responsabilidad, ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), idea nacida a partir de la caminata de 6 kilómetros por las calles de Teherán que emprendió el propio hijo de Kiarostami en pos de una cajetilla de cigarrillos, o se trate de rastrear en el paraje hostil el hueco de una tumba propia, como en El sabor de las cerezas (1997). Cartografías del exilio en las que también palpitan, entre otros asideros, el neorrealismo italiano y los deambulares nocturnos y en abandono de Fellini, Rossellini, de Sica y Antonioni, en actos de recuperación vital.
Cines-periplo, en una última estación, como en un mapa o en una vieja lista de trenes coheniana: «Pero ahora otro extranjero (stranger, extraño) parece querer que tú ignores sus sueños, como si hubieran sido la carga de otro», sentencia Leonard Cohen en The stranger song, equidistante con el sentimiento de los nuevos cines y sus referentes próximos, los que derivan de Vanishing point (Richard C. Sarafian) y Two-lane blacktop (Monte Hellman), ambos de 1971, sean los viajeros de Jim Jarmusch o los de Gus Van Sant: migrantes, vagabundos, extranjeros, chaperos, yonquis, insomnes, errantes para quienes todos los viajes son iguales, las geografías son las mismas; caminantes varados en el no-lugar, instalados ya en el vacío, en la inmovilidad, en el círculo muerdecola, en el atisbo de La jetée y la pulsación del corazón: «no se podía huir del Tiempo, ese instante que le habían concedido de niño, y que tanto le había obsesionado, era el de su propia muerte». Equidistantes: Chantal Akerman en el viaje inmóvil, encerrada en una habitación tapiada, cerca del mar de Tel Aviv, en Allá (2006); el cantante vuelto nómada en el cruel círculo muerdecola, como otros tantos seres del cine de los hermanos Coen, en A propósito de Llewyn Davis (2013); el solícito vendedor de café en la odisea revelación de la faz malvada del paisaje humano, en O lucky man! (1973), de Lindsay Anderson; o el astronauta Bowman de 2001, Odisea del espacio (1968), perdido en el laberinto, en el itinerario condena, como todo personaje de Stanley Kubrick. Porque todos somos viajeros, en el encierro o en la errancia, ante la certeza de nuestra finitud.