La ausencia, o la oscuridad que pide la luz, define la esencia de todo arte. En el caso del cine, el desfile o fluido de imágenes, músicas y sonidos puede conformar un permanente misterio, que es en sí la vocación/intención de toda pieza maestra, o de todo creador que se precie: permanecer en la sugestión. Un intertítulo de las HISTOIRE(S) DU CINÉMA de Jean-Luc Godard reza:
El cine no es solamente una técnica o un arte, sino un misterio.
Ya alguna vez Robert Bresson recomendaba no mostrar todo en una película, pues «sino no hay arte, el arte va con la sugestión»; si bien es imposible no mostrar nada en absoluto, entonces, agregaba el gran cineasta, hay que mostrar las cosas bajo un ángulo, un solo ángulo (¿una pista?), que evoque todos los demás: «Hay que dejar que el espectador adivine poco a poco, que espere adivinar, y tenerle todo el tiempo en una especie de espera que venga de que la causa se muestre después del efecto».
¿No proponía/suscitaba lo mismo Hitchcock? La sugestión es también una fascinación, en un juego presidido por el encantamiento. Una de las artimañas más lúcidas del cine es cuando incita al espectador a la reflexión autónoma, cuando no le ofrece el mundo como una estructura terminada y ordenada. Werner Herzog lo llama la «verdad extática», es decir: «detrás de las imágenes, detrás de la visión, detrás de la historia, detrás de la gramática de la narración y la gramática de la imagen, hay algo cuya experiencia el cine puede ofrecer en muy raras ocasiones, se toca entonces una verdad más profunda. No pasa muy a menudo, pasa en poesía […] trato de entender desde hace treinta años el equilibrio que constituye la belleza de RASHOMON de Kurozawa, sin lograrlo nunca. Hay algo misterioso». En el buen cine se toca la verdad mientras se preserva el misterio; y es que, entre otras cosas, vivimos en el misterio.
Pero hay otra ausencia, sumida en otro tipo de oscuridad que pide la luz. Esta otra ausencia obedece a múltiples caras, designios y propósitos, implicados todos en hacer invisible una película, en ocultar su luminosidad, en condenarla al cautiverio de la no existencia. En hacerla objeto de museo, o en pieza de mazmorra. ¿Cuántas maneras habrá de condenar a la ausencia una película? Algunos mencionarán la censura, el doblaje, la caprichosa exhibición, el simple olvido, la indiferencia o la ignorancia del espectador, los prejuicios y la inopia, el gusto y las tendencias… Reflejos y correspondencias. Para algunos es deseable y normal este estado de cosas: así como se cierran o se derruyen salas cinematográficas, obedece a la lógica de los tiempos que, por ejemplo, sólo una parte del cine silente (nunca todo) o que ciertas películas de hace apenas dos o más años puedan ser visibles sólo en filmotecas, Internet o en DVD, y no en salas comerciales, dominadas por el afán mercantilista de pasar únicamente estrenos (casi siempre, o siempre, del peor cine estadunidense). La exhibición sectariza, discrimina; favorece sólo a algunas películas y niega a la enorme mayoría el derecho a ser vistas. Mientras que el espectro bárbaro de la censura va del mandato oficial, castrense, al propio de cada espectador.
Y a cada espectador corresponde desvelar/descubrir la ausencia, es decir, el misterio, de cada película, en una experiencia única, intransferible. Siempre se trata de encuentros. Godard ha dicho que es como entrar a una habitación particular cuando podemos ver la película de aquel o de aquella a quien hemos llegado a querer. ¿Cuántos espectadores no han visto aún una película de Charles Chaplin? La lista ya interminable de películas, autores, momentos, instantes de afectuosa maestría parecería condenada al olvido. ¿Habría que confiarle al espectador, sólo a él, el rescate de esa lista, si damos por certero el comentario tan lleno de verdad de Gustavo García en su artículo póstumo «El cinéfilo ignorante»?: «El nuevo mundo cinéfilo es un archipiélago de soledades y tiene que ver con cómo el cine está revisándose a sí mismo; las nuevas generaciones consumen con mayor comodidad un cine minúsculo, en presupuesto o en ambiciones, pensado para no perder mucho en su paso a las pantallas de las laptops o incluso los iPhone; impensable que soporten la solemne majestuosidad visual de LAWRENCE DE ARABIA, CLEOPATRA o BEN-HUR, pero tampoco las sutilezas éticas de un Eric Rohmer, un Alain Resnais o un Pasolini. No los repelen, pero tampoco los buscan ni los sienten necesarios; les bastan los nuevos universos cinematográficos, que escapan a la Historia o crean la suya propia, a veces efímera, mutante.» Y antes del olvido, la ausencia.
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