Acerca de la película que nadie hizo aún, y que por tanto, nadie ha visto todavía, Jean-Luc Godard ha dicho del motor que anima su sentimiento: «La tentación de existir». ¿Valdrá la pena detenerse en aquellos primeros trazos, esbozos, intentos de una película que jamás se pudo filmar, que nunca se podrá hacer, y por consiguiente, es imposible llegar a ver? ¿Cabrá una tristeza particular que deriva de una hazaña que no es posible ver (que pudo ser), ni sentir, pero de la que sabemos su tentativa, en este mundo en que se suele celebrar, e incluso premiar, lo justamente hecho? O en este mundo en que no hay las mismas oportunidades para todos. Según Alexander Kluge, lo no filmado critica lo filmado, «porque la historia del cine se compone de las películas que fueron dejadas de lado y de las que se hicieron. Así como se erigen monumentos a soldados desconocidos, yo levantaría monumentos a las películas desconocidas, jamás filmadas». Y la lista de estas últimas es seguramente más larga que la de las películas terminadas. Tanto igual como los motivos de su no nacimiento: desde un acto de censura hasta la más adversa segregación. ¿A quién se margina más? Jóvenes y ancianos, sean mujeres u hombres, comparten una misma suerte, y cada cineasta, como todo creador, tendrá, sin duda, más de una película frustrada, nunca hecha, en su cajón. Y en el supuesto de cineastas reconocidos, ¿añadirían, de haberse llevado a cabo, esas películas jamas filmadas un tramo inusitado o apenas discreto a su trayectoria? Se cita, entre muchos otros, los casos de Ronnie Rocket, de David Lynch, El corazón de las tinieblas (a partir de Joseph Conrad), de Orson Welles, El viaje de G. Mastorna (inspirado en un relato de Dino Buzzati; ilustrado en libro por Milo Manara), de Federico Fellini, Napoleón, de Stanley Kubrick, Una tragedia americana (según Theodore Dreiser), de Sergei Eisenstein, o The moviegoer (a partir de Walker Percy), de Terrence Malick, proyectos que estos cineastas maquinaron apenas comenzadas sus carreras o en la consolidación de sus universos; igual, pistas, trazas, que hacen eco en otras películas suyas. Lo mismo podría decirse de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust en sendos intentos fallidos de Luchino Visconti y Joseph Losey, que de el Génesis, de Robert Bresson, al que se añadiría La grande vie, según la novela de Jean-Marie Le Clézio.
Esbozos que en otros casos pueden implicar una apuesta, una resistencia a desaparecer, ante la senilidad o la enfermedad. Para Orson Welles, al público nunca le ha interesado qué ocurre con las personas mayores («El rey Lear siempre ha sido un drama odiado por la gente»), en este mundo que parece pertenecer sólo a los jóvenes («Lear se volvió senil al ceder el poder. Lo único que mantiene a la gente viva en su edad provecta es el poder», subraya Welles). En ese marco, Nostromo (inspirado en Joseph Conrad), de David Lean, y The short night (según Ronald Kirkbride), de Alfred Hitchcock, son ambiciosas propuestas jamás filmadas de dos maestros octogenarios imposibilitados para una nueva vuelta de manivela, gestos de fe, tanto como el de Leningrado: los 900 días, la épica basada en el texto de Harrison Salisbury que Sergio Leone no pudo emprender ante su muerte repentina. Esbozos que además han permitido actos de vampirismo, más que un trance entre maestro y discípulo, el del fallecido cineasta suplantado o, en términos míticos, «asesinado» por el director bisoño (el príncipe Hal de Falstaff): nunca alcanzarán la altura de quienes los tramaron proyectos caídos en otras manos, se trate de I.A., Inteligencia artificial (2001), que se dice, Kubrick cedió a Steven Spielberg (quien, ¡cuidado!, ya anunció «rescatar» en formato para TV nada menos que Napoleón, el viejo proyecto kubrickiano, en las «manos asesinas» de Baz Luhrmann); o de la inacabada trilogía Cielo, infierno y purgatorio, basada en Dante Alighieri, urdida entre Krzysztof Kieslowski y Krzysztof Piesiewicz, pero filmada por Tom Tykwer (Cielo, 2002) y Danis Tanovic (Infierno, 2005), en muy diferentes sincronías; o de La pequeña ladrona (1989), que Claude Miller filmó a partir de un viejo guión (escrito en 1964) de su maestro Francois Truffaut. ¿Cómo habría sido la versión de Truffaut?
¿Cómo habrían sido cada una de esas tramas evocadas?, instaladas por siempre al otro lado del viento, en la oscuridad. Citemos: Jesús, de Carl T. Dreyer, Hoffmanniana y El idiota, de Andrei Tarkovski, Las aventuras de Harry Dickson, de Alain Resnais, Gershwin, de Martin Scorsese, La casa de Bernarda Alba, de Luis Buñuel, La conquista de México, de Werner Herzog, The cradle will rock, de Orson Welles, Yo, Claudio, de Joseph von Sternberg, Beguin the Beguine y She’s delovely, de John Cassavetes, entre tantas otras. El cine implicará siempre la denegación, pero también, la apuesta, el acto de fe: Terry Gilliam ante el enésimo fracaso tras la figura de Don Quijote, en El hombre que mató a Don Quixote (filmado por Keith Fulton y Louis Pepe en Lost in La Mancha, 2002), u Orson Welles diciendo que hace hasta cuatro o cinco películas en su cabeza y nunca intenta rodar ninguna de ellas cuando llega al set, «son como ejercicios… un actor mueve una mano, el sol está ahí, una nube pasa, y toda la historia cambia». Planes, trazos: «la tentación de existir, Dios mío, es un film que nadie hizo aún, es un film que nadie vio» (Godard). Porque se está ante el viento incomensurable: «Pero un soñador no es artista más que en sus sueños», escribe Ingmar Bergman en sus Imágenes.