Un grupo de mujeres jóvenes organizadas se encarga de visitar semanalmente diferentes campos de personas refugiadas a las afueras de Atenas. Su humilde autocaravana va cargada con esterillas, mantas, sombrajes y carpas; también alguna bicicleta infantil y una camilla. Eso es todo. A veces cuentan con algún recurso más para manualidades o merienda. Aparcan donde pueden, siguiendo las indicaciones de las autoridades, aparentemente ausentes, pero que no se les ocurra pisar ni un milímetro la línea invisiblemente marcada. Los espacios reservados para el vehículo están fuera, al otro lado de las altas vallas con concertinas y custodiadas por seguridad privada. Se esmeran en hacer bello lo injustificable, pero eso lo digo yo, ellas lo expresan con modestia: un espacio seguro. Una mujer se sienta bajo una de las carpas, le acogen una tela estampada y el resto de mujeres sin preguntas. Carga a un bebé que mira todo con los ojos muy abiertos y a cada rato busca los de su madre, la ve sonreír y él hace lo propio. Es la primera vez que madre e hijo salen de la tienda, es la primera vez que el bebé ve a otras personas; todo le maravilla, especialmente la aprobación de quien siempre le sostuvo en brazos, a pesar de todo. Hay un puesto de fruta y verdura ambulante cerca, a él acuden algunos hombres que también hacen vida en las tiendas e isovox, miran de soslayo, ese espacio no es para ellos, todos lo saben. Es un espacio seguro.
Quienes viajan en la autocaravana son mujeres voluntarias, no son españolas, tampoco griegas, pero la nacionalidad no se pregunta.
Según el último informe sobre voluntariado, realizado por la Plataforma del Voluntariado de España, el porcentaje de mujeres voluntarias en diferentes entidades supera al de los hombres en el Estado español, a pesar de que las mujeres disponemos de menos tiempo, entre otras razones, por el reparto desigual de las cargas familiares. El estudio revela también que mientras nosotras realizamos acciones sociales relacionadas con la atención directa a personas vulnerables, ellos eligen hacerse cargo de un voluntariado con mayor visibilidad y relevancia social, que generalmente está ligado al deporte, la protección civil o las acciones más ejecutivas.
Por otro lado, según publicó Cruz Roja en su estudio sobre discriminación y vulnerabilidad social de las personas en exclusión residencial en 2022, el sinhogarismo sigue siendo mayoritariamente masculino, un 82% frente a un 18% femenino. Hay más datos relevantes, a pesar de que son menos las mujeres en situación de calle, su grado de exclusión social y deterioro físico son más graves: el 21% de ellas han sido agredidas sexualmente, el 20% ha sufrido acoso o persecución y el 35% ha vivido humillaciones.
Todo esto me lleva a varias preguntas. ¿Porqué, aun sufriendo las mujeres los más duros golpes del patriarcado de forma sistémica y por tanto normalizada y cotidiana, somos menos visibles como usuarias de los recursos que ofrecen las redes de voluntariado? ¿No deberían estar los parques llenos de mujeres acampadas, huidas de todos esos espacios no seguros? ¿No deberíamos las mujeres voluntarias ponernos al servicio de las compañeras de miserias en exclusiva?
Como miembro de diferentes organizaciones que trabajan por la exclusión social de forma voluntaria, hay otra pregunta que lleva mucho tiempo rondándome: ¿Cuántas mujeres hay detrás de cada hombre en exclusión social que consigue salir a flote? A lo largo de unos cuantos años de militancia, he acompañado a incontables mujeres competentes que han puesto profesión, corazón y razón. Todas empujando hacia arriba, acompasadas, las espaldas de hombres que nuestro sistema capitalista, racista y colonialista (patriarcal al cabo), les condenaba a formar parte de esa plataforma invisible de personas pisoteadas que desempeñan trabajos esenciales sin reconocimiento. Me pregunto también, de qué seríamos capaces si no existieran techos de cristal para nosotras, si en vez de empujar desde abajo, tendiéramos nuestras manos desde arriba. Tengo más preguntas que respuestas, pero podríamos empezar por procurarnos espacios seguros en los que cubrir nuestras propias espaldas y las de nuestras hermanas, allá donde vayamos.