La antigua, y de blancura resplandeciente, casa del campo que construyó mi abuelo a principios del S. XX rezuma sus años de existencia entre los olores de heno de las estancias reconvertidas habitaciones, las cicatrices de las paredes y techos que esconden cañas y esparto tras las vigas de madera desnuda y el blanco yeso, los desgastados aperos de labranza, los cestos de mimbre y las piedras areniscas que se deshacen con el incesante viento. La casa está viva, por las noches, sus anchos muros se estremecen y suspiran de alivio tras otro día de intenso sol y aire cartagenero de finales de julio.
En mis treinta años de existencia he visto cómo la forma de vida de mis antepasados próximos se resistía a dejar paso a la modernidad en este paraje, situado a la falda de la cara sur de una sierra del semi-desértico sureste peninsular. A tan solo escasos kilómetros de las zonas urbanas más cercanas el aire se respira limpio. Las chicharras de día, el canto de los chotacabra, y los grillos de noche son los sonidos de este escenario campestre, unidos al ulular del viento en las chimeneas y las afiladas hojas de los pinos mecidas por él. El rebaño de ovejas que se guarecía en uno de los patios aledaños dejó paso a la maquinaria del modelo de producción agrícola de la revolución verde, que de verde poco tenía. El carro de altas ruedas quedó para ver pasar el tiempo en un rincón, así como el yugo de los bueyes o el trillo de madera que usábamos como banco de juegos o las seras de esparto en las que cabíamos para escondernos y nos arañaban las piernas.
Los almendros de nata que rodeaban la casa en cada primavera fueron sustituidos por naranjos, que aunque menos espectaculares en belleza, nos embriagan con el perfume de su azahar. Recuerdo la almendra, desprovista de el terciopelo verde que la recubre, extendida para secarse al sol en la explanada principal, me veo pequeña, rodeada de todas esas almendras, como piedras de río comestibles, su carne blanca y deliciosa. También eran habituales los montones de sal de las estancias superiores, que en el imaginario de una niña eran iglús para esconder jamones.
Otro elemento emblemático del lugar fue una higuera inmensa a la que íbamos de paseo para recoger sus higos dulces como néctar de las diosas, a cambio pagábamos con picores de su sabia lechosa. Recolectados con sumo esmero, cesta de cáñamo con cama de hojas de la madre higuera y solo las piezas de fruta en su punto justo de maduración. Por desgracia, aquella maravilla arbórea sucumbió bajo las palas excavadoras de la ampliación del cultivo intensivo. Ante la impasibilidad de los hombres y la indignación de las mujeres y las niñas de la casa, que lo vivimos como un atentado contra una pequeña parte del patrimonio natural de la finca.
Años después de aquel episodio vuelvo a habitar este lugar rural, en parte por propia decisión, y en parte empujada por mi situación de precariedad económica. Ahora convertido al modelo de producción agroecológico que me permite poner en práctica el autoconsumo de vegetales y hortalizas cultivadas y silvestres. Con la espectativa puesta en el relevo generacional y de prácticas del modelo de reproducción/producción agrícola más respetuoso con el medio y los seres que aquí lo habitan. Aplicándose de este modo algunos de los principios del ecofeminismo, a una empresa familiar que no deja de estar inmersa en procesos de mercado liberal y actitudes y prácticas patriarcales.