Consideramos combustibles fósiles el carbón, el gas natural y el petróleo que se han originado de una materia prima formada fundamentalmente por organismos vivos, vegetales y animales, que han estado en descomposición durante millones de años y han sufrido diferentes procesos de transformación.
La energía almacenada en esos combustibles fósiles se transforma en calor por combustión; calor que puede usarse para calefacción, en la cocina, para la obtención de agua caliente, mover motores y, en último extremo, para obtener electricidad.
La utilización de los combustibles fósiles contamina notablemente nuestro medio ambiente ya que supone la emisión a la atmósfera de gran cantidad de dióxido de carbono, dióxido de azufre y óxido de nitrógeno, entre otros productos.
Nadie ignora que prácticamente toda la energía que recibe la Tierra llega del Sol en forma de radiación electromagnética que percibimos como luz y calor. La temperatura de la superficie terrestre, en consecuencia, resulta de un balance entre la energía recibida del Sol y la que refleja la propia Tierra devolviéndola al espacio exterior.
Ocurre que una parte de la energía reexpedida por la Tierra no escapa directamente al espacio, sino que es retenida por algunos gases -los llamados gases de efecto invernadero-, que forman parte de la atmósfera. De alguna manera, es como si algunos gases de la atmósfera fueran la tapadera transparente que cierra un invernadero natural de la Tierra.
De entre todos los componentes de la atmósfera, el principal gas con efecto invernadero es el dióxido de carbono.
En la actualidad, la quema de combustibles fósiles ha elevado mucho la cantidad de dióxido de carbono y ello ha incrementado el efecto invernadero. Nunca ha habido tanto dióxido de carbono en la atmosfera.
En la segunda mitad del siglo XX se sospechaba que pequeños cambio en las concentraciones de dióxido de carbono podían tener importantes consecuencias para el clima.
A lo largo del mismo comenzaron síntomas de calentamiento, que muchos estudiosos relacionaron con el uso masivo de combustibles fósiles. Movidos por esa preocupación la Organización Meteorológica Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Medioambiente crearon en 1988 el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés). En él se reúnen miles de los mejores especialistas mundiales y su misión es evaluar la información científica disponible y asesorar a los gobiernos sobre la mejor manera de mitigar los efectos del cambio climático o adaptarse a ellos.
El 25 de septiembre de 2025, los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas aprobaron la Agenda 2030 que incluye 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). El Objetivo 13 es «adoptar medidas urgentes para combatir el cambio climático y sus efectos».
En el periódico El País del 5 junio se puede leer:
«El vínculo entre el cambio climático y la salud ha ascendido al primer nivel de las prioridades políticas mundiales. Así lo demuestran las dos decisiones adoptadas la semana pasada durante la séptima Asamblea Mundial de la Organización Mundial de la Salud (OMS); una resolución respaldada por unanimidad de los 193 Estados miembros de este organismo de la ONU, que han acordado integrar el calentamiento global en su planificación sanitaria nacional, y la aprobación de la estrategia global de la OMS, que sitúa la lucha contra el cambio climático uno de sus objetivos clave».