Nuestro hijo hace años que reside en Suecia y eso nos ha llevado a conocer en buena parte el mundo escandinavo. El famoso «modelo sueco» del estado del bienestar que otrora resultara todo un paradigma hasta caer denostado en el resto de occidente por la horda neoliberal y quiérase o no reducido también los últimos años in situ ante el poderoso empuje de su entorno.
En ocasiones, hay quiénes se preguntan el por qué y cómo de las enormes desigualdades entre países en un contexto histórico parecido como es el europeo. A buen seguro, no hay una sola respuesta definitiva para ello pero sí que es cierto que sus vicisitudes han marcado el devenir de las naciones y, sobre todo, sus consecuencias sobre los ciudadanos en el transcurso del tiempo.
No se preocupen que hoy no vamos a atiborrarles de tablas y gráficas porque, al fin y al cabo, todas ellas no son más que el resultado de esa misma historia.
Solo, como encabezamiento al siguiente apartado, hemos vuelto a echar mano al índice que nos facilita Eurostat que determina el nivel de vida de los ciudadanos de cada país miembro de la U.E. y que es el resultado de evaluar la capacidad de ahorro y gasto de los mismos en relación a lo que se entiende por necesidades básicas: alimentación, vivienda, educación, etc.
Allá vamos.
Cola de león
Los que tienen la paciencia de soportar estas peroratas saben que en más de una ocasión hemos definido España como «cola de león y a la vez cabeza de ratón», en relación a sus compañeros de viaje en la Unión Europea.
Basta echar un vistazo a la tabla para darnos cuenta de ello. Por delante los países más avanzados socialmente y por detrás los que menos. España se mueve siempre en una horquilla central que puede variar unas pocas posiciones arriba o abajo según la foto fija de cada momento.
Para los más acérrimos aduladores del espíritu patrio y nostálgicos del vasto imperio español de otros tiempos, está tabla no les dice nada y se aferran a aquella otra que sitúa a España como cuarta economía de la Unión.
Nada más lejos de la realidad porque del mismo modo la India dobla la economía española y la sueca, al caso, ni siquiera llega a la mitad. Y ya conocemos sobradamente las características generales de la vida en España, en Suecia y en la India.
La historia
En la mayoría de los casos es el mismo devenir de los tiempos el que marca no sólo el presente y el pasado, sino también el futuro de cada país. Aunque el círculo puede romperse en alguna ocasión, de lo que hablaremos con más detalle en el apartado siguiente.
Se me viene a la cabeza en este momento el caso de Argentina, quizá por el reciente visionado de esa magnífica película que es «Argentina 1985», -no se la pierdan-, sobre los avatares del juicio a los responsables de las juntas militares que, con mano de hierro, gobernaron el país años antes.
Argentina, en la década de los 20 del siglo pasado por su inmensidad y extraordinarios recursos se postulaba como una futura súper potencia mundial. Sin embargo la pésima gestión de sus gobernantes, el egoísmo de las élites y la incapacidad del pueblo para superar ambas les ha sumido desde siempre en un escenario muy alejado de aquellas proyecciones.
Las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, significaron la desaparición del antiguo régimen abriendo el paso a la democracia y con ello a la soberanía de los pueblos.
Junto a la cuestión política las sucesivas revoluciones industriales del SXIX provocaron un salto cualitativo hacia adelante y con ellas el desarrollo del movimiento obrero, lo que dio lugar al establecimiento de un marco laboral mucho más favorable para los trabajadores del que tenían hasta ese momento.
Sería el caso de las grandes y vetustas democracias europeas más allá de los Pirineos, incluido el Reino Unido que fue a la Revolución Industrial lo que Francia a las revoluciones liberales.
Pero no es sólo eso
Ha habido otros casos de la historia reciente europea donde aun siendo democracias centenarias, un marco geográfico difícil ha obligado a redoblar el esfuerzo.
Es el caso del afamado modelo nórdico que conforman Islandia, Dinamarca, Noruega, Suecia y más recientemente Finlandia.
Allá por los años 30 del siglo pasado ya se empezaron a esbozar por aquellas latitudes las líneas maestras de un modelo económico basado en la solidaridad y el bien común. Pero fue tras la segunda guerra mundial cuando tuvo lugar una conjunción de todos los estamentos de la sociedad, incluidas empresas y capital, para reafirmarse en una huida hacia adelante sobre una base principal: el justo y equilibrado reparto de la riqueza generada entre todos.
Para ello el estado, dentro de una economía de mercado, se fijó como partícipe del mismo a través de su control e intervención cuando así fuera necesario.
El legendario «Plan Meidner», de principio de los años 50 incluso adelantó que los trabajadores suecos no fueran sólo una herramienta de la empresa sino que tuvieran también participación en la toma de decisiones como parte fundamental de la misma.
Tal fue el éxito que aún recuerdo de mis tiempos mozos cuando estudiábamos la pirámide demográfica y se ponía como curiosidad la sueca por ser la primera que se había dado vuelta en el mundo.
Es decir, un país hasta ese momento sin grandes recursos demandaba mano de obra a consecuencia de su extraordinario desarrollo.
Lástima que la consolidación del neoliberalismo como patrón económico en la última parte del pasado siglo haya coartado de manera sensible las virtudes del modelo nórdico.
La cuestión fiscal
Sea de una forma u otra hay otro elemento en común entre las grandes democracias que apostaron en su día por un estado del bienestar sólido y es la capacidad recaudatoria de sus diferentes administraciones y su repercusión directa en el conjunto de los ciudadanos.
A estas alturas recordar que en los años 60 en EE.UU. el tipo impositivo para las grandes fortunas estaba por encima del 90 %, al nivel de las democracias europeas de aquella época, resulta casi escandaloso hoy en día.
Pero ello permitió un intenso bagaje de servicios públicos y prestaciones sociales que contribuyó como nunca al desarrollo.
Desde entonces y como consecuencia de la irrupción de las tesis neoliberales tras las crisis petroleras de los 70, los tipos tributarios han caído a lo largo y ancho de eso que llamamos mundo desarrollado 50 y 60 puntos porcentuales; hasta darse casos tan significativos como el de Amazon que, para vergüenza de la Unión Europea y gracias a la ingeniería fiscal pago CERO euros en impuestos el pasado ejercicio 2021 en la misma.
A pesar de esto último resulta obvio que aquellos países que han disfrutado de mayor recaudación fiscal y han sabido traducir la misma en mejores servicios y prestaciones para sus conciudadanos, que aun de las escandalosas rebajas de las últimas décadas, habrán de afrontar con menos dificultades las crisis económicas que les salgan al paso.
Los que se quedaron atrás
El hilo conductor que en el caso de los países más avanzados en derechos sociales ha representado la democracia, la ausencia de la misma ha marcado del mismo modo la historia de aquellos que prescindieron de ella.
Por acotar el asunto en un contexto cultural parecido sería el caso de Portugal, España, Grecia, los países que quedaron más allá del Telón de Acero y, por supuesto, el caso de Latinoamérica.
En todos y cada uno de esos casos el absolutismo, autocracias, sucesivas dictaduras civiles o militares y totalitarismos, fueran de izquierda o derecha, les han marcado el paso postergando las citadas revoluciones liberales e industriales hasta prácticamente nuestros días.
En lo que nos toca, la constitución liberal de 1812 fue arrasada tras la restauración del absolutismo con Fernando VII y cualquier intento por consolidar una democracia plena en el SXIX acabó sepultado de una forma u otra y con ello la posibilidad de una revolución industrial al unísono con otros países europeos.
La cuestión española
El siglo XX arrancó de manera similar a cómo se liquidó el anterior acentuado negativamente por lo que se conoce como «el desastre del 98», que dio todavía más pie a una España atrasada, derrotada y abrumada por la pérdida de sus posesiones en ultramar que ve cómo se va quedando cada vez más lejos de sus vecinos del norte.
Hasta que, no sin numerosos avatares, una renacida España por fin se presta a dar un paso adelante con la instauración de la República en 1931 dispuesta a poner en marcha una serie de reformas en todos los ámbitos que la homologue con el resto de democracias europeas.
Pero la enorme resistencia de unas élites aferradas a su extraordinario poder acumulado durante siglos en todos los sectores de la sociedad española, fue derivando en un continuo devenir de un lado y otro de acciones cada vez más violentas.
Para colmo, por el medio un contexto europeo próximo donde el fascismo había irrumpido con fuerza y que las penurias de la Gran Depresión alimentaba todavía con más vehemencia.
¿A que les suena a algo, precisamente ahora, en estos duros tiempos que corren?
Al final el fallido golpe de estado de 1936 dio lugar a una guerra que culminaría con la consolidación de una nueva dictadura militar que sepultaría las aspiraciones democráticas del país y con ello una vez más de desarrollo.
Hasta que la entrada de civiles en el gobierno, por la acción del Opus Dei ante la catastrófica gestión del régimen y muy a pesar de la jerarquía militar, a finales de la década de los 50 España pudo abrir tímidamente sus puertas al resto del mundo.
Por desgracia, la larga demora para la vuelta a la democracia, prácticamente hasta la década de los 80, hizo que el pueblo español se topara de lleno con la irrupción de la corriente neoliberal que en ese momento se fortalecía en su entorno con todo lo que de menosprecio hacia el estado del bienestar esta representa.
Aunque fuera salpicada por un entorno extraordinariamente favorable, España se había perdido también en su mayor parte la llamada «Edad de oro del capitalismo» que, hasta ese momento, había dominado el escenario occidental europeo tras la II Guerra Mundial y que acabaría liquidando en poco tiempo el nuevo modelo capitalista.
Por lo demás con una Transición a la democracia incompleta, pero quizá la única posible dada las enormes reticencias de una cúpula militar que seguía disfrutando de enormes privilegios y se preciaba salvaguarda de una España ultra católica y reaccionaria así como un establishment que no estaba dispuesto a ceder más allá de lo estrictamente necesario, la nación española quedaría abocada a esa posición intermedia entre las comunidades europeas que mantiene hasta hoy.
Es el caso de otros países de no menos rango abolengo como Grecia y Portugal. Mientras que los pueblos de la Europa del este, quedarían marcados por una historia por lo general convulsa y sepultadas sus aspiraciones por el yugo soviético tras la IIGM.
El futuro que queda
Del mismo modo que la transición y consolidación al neoliberalismo se desarrollaría a lo largo de la década de los 80 y los 90 del siglo pasado, hasta la culminación del mismo con la crisis de 2008, la posterior gestión de la misma y la trágica resolución de la pandemia, nos encontramos ahora en un nuevo proceso de transformación del modelo económico.
De la «Teoría del goteo», que sirvió de inspiración para esa extraordinaria reducción de las cargas impositivas a las élites que mencionábamos antes, ha quedado demostrado que no hay ninguna evidencia empírica de que haya servido para una mejora de las condiciones laborales y de bienestar de la mayor parte de la población.
En todo caso ha conllevado la progresiva reducción de los servicios públicos y las prestaciones sociales y un sensible aumento de la desigualdad consecuencia directa de un cada vez más desequilibrado reparto de la riqueza.
Pero estos procesos de transición son largos, sinuosos y si cabe indescifrables.
Máxime cuando, por contra a lo que sucediera a finales del siglo pasado donde se proponía la exaltación del individualismo y la meritocracia como paradigmas del modelo social y que han acabado convirtiendo este en un arquetipo de la desigualdad, muchas de las proposiciones actuales conducen a una apuesta en aras del bien común a las que los ensimismados por el sistema ofrecen toda resistencia.
Un esfuerzo que, necesariamente, debe venir en primer lugar de todos aquellos que se han visto beneficiados en mayor manera de las bondades del mismo.
Una cuestión ardua y difícil. Una tarea hercúlea pero que se hace imprescindible ante los retos que nos presenta un futuro cada vez más inquietante.
La más sencilla observación muestra que en todos los contrastes notables que se manifiestan en el destino y en la situación de dos hombres, tanto en lo que se refiere a su salud y a su situación económica o social como en cualquier otro respecto, y por evidente que sea el motivo puramente “accidental” de la diferencia, el que está mejor situado siente la urgente necesidad de considerar como “legítima” su posición privilegiada, de considerar su propia situación como resultado de un “mérito” y la ajena como producto de una “culpa”.
Max Weber, sociólogo alemán (1864-1920)