En una revista de carácter cultural como es Amanece Metrópolis, resulta un tanto díscolo titular este artículo con una palabra aun no reconocida por el diccionario de la RAE. «Buenista», es un término utilizado desde la óptica liberal de manera despectiva contra todas aquellas personas que creen que a través del diálogo o la solidaridad pueden resolverse buena parte de los problemas que aquejan hoy en día a la humanidad. De hecho, fueron en principio las ONG las más atacadas con el término del mismo modo que son enjuiciadas tan dura y exageradamente cuando alguno de sus miembros comete un acto ilícito o resulta poco acorde con los fines de la organización a la que pertenece.
Hasta ahora no había querido escribir de manera explícita acerca de la cuestión catalana, entre otras cosas porque día sí y otro también la inmensa mayoría de los medios de comunicación de toda índole se vienen despachando masivamente al respecto. Eso sin entrar ya en las especulaciones y demás dimes y diretes de los que aparecen en las redes sociales, que en numerosas ocasiones resultan incendiarios, fuera de tono, sin el más mínimo rigor, descontextualizados y que en definitiva tienen por finalidad el enardecimiento de las masas. Pero tengo que ser consciente que mi desempeño en esta revista es el de la crónica política y no me queda otro remedio que echar a rodar unas líneas en relación a todo extraordinario despropósito en el que se ha convertido dicha cuestión.
Entiendo que antes de evaluar con un mínimo de sensatez toda esta cadena de sucesos que se vienen produciendo en torno a Cataluña en los últimos años, deberíamos hacer primero un breve ejercicio de memoria histórica al respecto. Por lo general, como es el caso que nos ocupa y sobre todo cuando recurrimos al terreno de los nacionalismos –un sentimiento ya de por sí poco o nada pragmático pero que tiene mucho de emotivo-, casi todo acontecimiento de esta índole suele tener una base y unos precedentes en el tiempo que en buena manera pueden ayudarnos a comprender el momento en que nos encontramos.
En primer lugar el tan manido debate acerca de si Cataluña en alguna ocasión de nuestra convulsa historia ha sido o no un estado independiente poco o nada importa para el caso ya que cada territorio puede adquirir su identidad en cualquier momento y no por eso tendrá menos derechos que cualquier otro. Por otro lado, el que tal circunstancia pueda hacer variar el mapa europeo tampoco tiene mayor consideración por cuanto éste se ha ido modificando los últimos años, durante el último siglo y desde la profundidad de los tiempos por lo que en la más pura lógica es de prever que lo seguirá haciendo en el futuro. De éste modo, nos encontramos en su actual geografía política que a los deseos de independencia de parte de la población de Cataluña, habría que añadir en el mismo caso y en el propio seno de la U.E. al País Vasco, Escocia, Córcega, Flandes o la mismísima Baviera alemana por poner solo algunos ejemplos.
Los nacionalismos surgen como tales del concepto de nación que empieza adquirir la ciudadanía europea en el SXIX. Una consecuencia directa de las revoluciones liberales que se iniciaron con la francesa, a las que siguió la revolución industrial y que vinieron a conformar los diferentes países como estados tal como los concebimos en la actualidad. Por lo general, hasta ese momento el pueblo no se sentía identificado con su país de residencia, simplemente se debía como siervo o vasallo a su rey.
Pero en lo que toca a España la historia no siguió el mismo camino que en la mayoría de los países allende de los Pirineos. La ahora tan repetida definición de España como una de las naciones más antiguas de Europa, en realidad tiene una autenticidad relativa por cuanto hasta los conocidos como «Decretos de Nueva Planta» cerrados definitivamente en 1.716, España podría considerarse también como una confederación entre la Corona de Aragón –donde se integraba el principado de Cataluña-, y la Corona de Castilla, más que como un estado unificado. De hecho los citados Decretos fueron el resultado de la derrota de Aragón en la Guerra de Sucesión que la había enfrentado, tras la muerte de Carlos I y posicionarse con la Casa de Habsburgo que pretendía el trono para el Archiduque Carlos de Austria, a Castilla que defendía la designación de Felipe V de la Casa de Anjou quien acabaría venciendo e instaurando la dinastía de los Borbones en España. Es en ese momento cuando Cataluña pierde su autonomía política que había mantenido desde la Edad Media y España se convierte en un estado de carácter absolutista con la excepción de las provincias vascas y Navarra que mantuvieron sus fueros al no haberse posicionado en contra de la causa borbónica.
Menos de un siglo más tarde, la expansión napoleónica difunde las ideas de la revolución francesa y ello da lugar a que en España, por vez primera, el pueblo tome conciencia de la nación española en su deseo común de expulsar al invasor. Es cuando las Cortes de Cádiz desarrollan una Constitución de las más avanzadas del continente, pero que tras el fin de la ocupación francesa la restauración borbónica frustra radicalmente y con ella el deseo de modernización y democratización del país en lo que quizá haya sido el mayor error político de la historia contemporánea de España y que la sacó durante mucho tiempo del contexto europeo. Y de la revolución industrial y los vientos liberales y democratizadores procedentes del continente que fueron sepultados una y otra vez en cada una de las ocasiones que intentaron ponerse en juego. Así, hasta prácticamente la muerte del general Franco en el último cuarto del SXX.
A pesar de eso en España hubo algunas zonas donde la revolución industrial dejó notar su influencia, especialmente en las citadas provincias vascas y en Cataluña, con el desarrollo de una nueva burguesía y una nueva clase trabajadora. De ahí que en el SXIX surgieran sus respectivos movimientos nacionalistas que con más o menos presencia pero siempre bajo el síndrome de la represión se mantuvieron hasta la consolidación de la democracia tras el fin del franquismo. El resto de España, salvo algunos pequeños ramalazos en Galicia y entre la alta burguesía española fruto de su papel dominante, no adquirió ese mismo carácter y sobre todo en el medio rural se siguió ejerciendo una especie de vasallaje a los terratenientes propietarios de enormes latifundios en lo que era una clara diferenciación de clases. Un modelo que se ira perpetuando y que mantuvo a España en un atraso casi secular con respecto a sus vecinos del norte de Europa hasta prácticamente la Constitución de 1978.
Buena prueba de esa falta de arraigo de un nacionalismo español es que durante la 1ª. República (1873-74), llegó a redactarse una Constitución, que no dio tiempo a ser aprobada, que pretendía configurar el estado en una república federal dividida en cantones, un modelo bastante similar al que por ejemplo utiliza la actual Suiza. Es la dictadura del general Franco, ya metidos de lleno en el SXX, la que sí intenta desarrollar una especie de sentimiento de identidad nacional para lo que se vale de una probada metodología. Una ardid utilizada habitualmente en los regímenes totalitaristas con la intención de ganarse a la ciudadanía, aglutinándola en torno a la autoridad del estado, como si de un andamiaje defensivo se tratara, contra una serie de enemigos más o menos imaginarios. Era el caso de la conspiración judeo-masónica-comunista, que según el régimen franquista obligaba a mantener en alerta una nación española a la que Dios había consagrado como «la centinela de occidente».
Poco a poco, a través de la mitificación de los Reyes Católicos, aquel imperio español donde «no se ponía el sol», el uso de un lenguaje hierático para determinadas alusiones o hechos históricos como la Reconquista o la Guerra Civil, con denominaciones para esta última como el Alzamiento Nacional o la Cruzada de Liberación Nacional, un modelo de partido único: el Movimiento Nacional o una doctrina pseudo-política: el Nacional-Catolicismo, en el que se reitera incesantemente el concepto de nación, al cabo de 4 décadas de proselitismo en las escuelas, en los medios de comunicación o de persecución lingüística, envuelto todo ello en un eficaz entramado de manipulación, censura, icónica simbología y enaltecimiento de la raza española, lograría de forma ineludible un extraordinario caladero nacionalista que si bien en principio tiene como premisa su adoctrinamiento para garantizar la perpetuación del régimen, al final acaba sobrepasando con creces a éste.
De ahí que la Transición a la democracia que liderara Adolfo Suarez después de la muerte del general representara todo un ejercicio de malabarismo político entre los que se empeñaban en mantener vivo el ascetismo franquista y los que querían despojarse de las cargas que implican el nacionalismo y actualizar de una vez por todas a la sociedad española. Y todo ello con la amenaza constante de buena parte de la cúpula militar dispuesta además a no perder sus privilegios. En ese contexto histórico es Alianza Popular, el partido fundado por antiguos ministros de la dictadura, más tarde refundado como Partido Popular, el que recoge las esencias del nacionalismo español y hace de la bandera española su seña de identidad. Mientras la UCD de Adolfo Suarez o el PSOE de Felipe González esgrimen sus propias enseñas, AP hace gala de la bandera de España en cada uno de sus actos y manifestaciones. Tal y como lo sigue haciendo hasta ahora el PP ondeando la misma en cualquier manifestación que se trate, sea contra el aborto, el matrimonio homosexual o el terrorismo. Recordemos la conocida alocución de Federico Trillo, ministro de defensa, cuando el desalojo de la isla de Perejil en 2002 de 6 policías marroquíes que habían acampado, según dijeron, para el seguimiento del tráfico de drogas. Un insignificante islote rocoso a 200 m. de la costa de Marruecos sin reconocimiento internacional explícito pero cuya toma narró como si se tratara de la de Iwo Jima.
La Constitución de 1978, en la que por cierto en su votación en el Congreso de los 16 diputados de Alianza Popular sólo 9 de los mismos votaron a favor, 2 se abstuvieron y 5 votaron en contra, resultó un estoico ejercicio de café para todos que, inevitable en su momento, al cabo de los años se ha manifestado claramente superada por el devenir de la realidad y los acontecimientos. En el caso de la división territorial que es el tema que ahora nos ocupa, la carta magna terminó presentando tal diversidad en el ordenamiento de las diferentes comunidades autónomas que al cabo de los años se ha convertido en un auténtico lastre para el conjunto del estado español. Hace ya mucho tiempo que habría sido necesaria una reforma a fondo de la Constitución una vez comprobados los desequilibrios que se han venido acentuando a lo largo de los años entre unas y otras comunidades autónomas pero por desgracia los intereses partidistas de las dos principales fuerzas hegemónicas que han controlado la vida pública española desde el fin de la Transición, el Partido Popular y el Partido Socialista han ido demorando esta cuestión sine díe hasta que la crisis económica de 2007/8 se ha acabado convirtiendo en el principal caldo de cultivo para que un ya de por si débil equilibrio de la convivencia haya saltado en parte por los aires.
En 2006, la denuncia del Partido Popular ante el Tribunal Constitucional de la reforma del Estatut que había sido aprobada en los parlamentos de España y Cataluña y refrendada por el pueblo catalán, representó uno de los primeros envites del PP en su particular cruzada contra esa Comunidad. Es en 2010, durante su gobierno, cuando el TC falla en tal sentido anulando 14 artículos de los 128 que habían impugnado los populares, del total de 223 que tiene el Estatut. Una debatida sentencia en el propio tribunal que declaraba ilegales entre los 14 artículos citados, algunos que se encuentran recogidos del mismo modo en los Estatutos de Valencia y Andalucía sin que en su caso hayan resultado el menor inconveniente para los mismos.
Por su parte, la extrema dureza de la citada crisis económica de 2007/8, los tremendos recortes adoptados por el gobierno de Cataluña y la revelación de la extraordinaria trama corrupta de la familia Puyol y otros señalados casos en lo que se ve directamente afectada Convergencia Democrática –actual PDeCAT-, vienen a resucitar la causa nacionalista entre la ciudadanía catalana. CiU –durante muchos años la federación formada por Convergencia y Unión Democrática-, se había manifestado tradicionalmente como una formación conservadora y nacionalista pero nunca de carácter separatista e incluso en diferentes ocasiones había servido de necesario apoyo para la consolidación de gobiernos tanto del PSOE primero como del PP después. Pero en 2012 Artur Mas, líder de Convergencia, tras su desplome en las elecciones autonómicas por la impopularidad de sus recortes sociales, asolado por la corrupción en su partido y varios frentes judiciales abiertos en su contra, decide dar un giro a su política y se alía para formar gobierno, en un pacto contra natura, con Esquerra Republicana, un partido de marcado carácter de izquierdas e independentista desde su fundación en 1931.
Por su parte las circunstancias en que se encontraba el Partido Popular en el gobierno de España, a pesar de contar con una holgada mayoría absoluta en el parlamento, eran muy similares a la de su homólogo catalán. Acorralado también por la corrupción, en los momentos más álgidos de la crisis, su apuesta por unos recortes sociales sin precedentes, el espectacular aumento de los desequilibrios, un desempleo galopante y unas condiciones laborales para los trabajadores cada vez más precarias le habían predispuesto en su contra a buena parte de la población.
Y es precisamente en ese contexto y no en otro cualquiera, cuando se produce el primer enfrentamiento serio entre los dos gobiernos. Es el momento propicio para la ebullición nacionalista, pero a pesar de eso los datos disponibles en relación al conjunto de la voluntad popular no van a corresponderse con las acciones que desde la Generalitat van a iniciarse. En cualquier caso el gobierno catalán decide poner en marcha la celebración de un referéndum que expresase el afán de sus ciudadanos para emprender o no un proceso que llevara a Cataluña a su independencia del reino de España. Impugnado su primer intento en Noviembre de 2014 quedaría sin validez alguna pero la maquinaria se había puesto en marcha en pos de ello y no cejará ya en su empeño.
Pero ¿qué datos a este respecto se manejaban en aquellos momentos? Parecería poco o nada realista que cuando entonces todas las encuestas afirmaban que el 80 % de la población catalana era partidaria de un referéndum y solo un 20 % de la misma era favorable a la independencia, un gobierno independentista tuviera la feliz idea de alimentar semejante quimera; máxime con un gobierno central regido por un partido proclive a la ortodoxia nacionalista española que difícilmente aceptaría una convocatoria de tal guisa. Una sobreactuación como poco sorprendente pero no menos que la reacción del gobierno de España, quien con todas las cartas a su favor no solo no consintió la consulta a sabiendas que tenía garantizado el NO por resultado y con ello la resolución de semejante desafío, sí no que decidió resolver el asunto por la vía del portazo disponiendo toda una batería de acciones en contra del gobierno de la Generalitat y permitiendo que toda una oleada de rencor a Cataluña se acabará desatando en España.
No hay que ser muy ducho en la cosa política para adivinar, conforme a lo visto, que ambas partes lo que han parecido buscar más era rédito electoral a costa de dicho enfrentamiento y desviar de paso la atención de los problemas reales de los ciudadanos y de los suyos propios de partido que una resolución propicia al problema. No sabremos hasta pasado un tiempo, si dicha estrategia acabará teniendo éxito en alguna de las dos partes pero lo que sí que ha cambiado en la actualidad, al cabo de poco más de dos años, es que ya casi la mitad de la población de Cataluña afirma sentir el deseo de independizarse de España, frente a ese 20 % de entonces.
Del resto de la historia, hasta el día de hoy, los acontecimientos que se han venido sucediendo desde aquellos días son sobradamente conocidos por todos y a saber cómo y cuándo tendrá lugar un desenlace cierto. Pero lo que más debería preocuparnos, por encima incluso de su encaje político definitivo, es la fractura que parece ya irremediable se ha producido dentro de la sociedad catalana y entre esta y buena parte de la del resto de España. Cuando el odio se utiliza para alimentar un argumento que toma como primera premisa que la culpa es del otro y el sentido común, la sensibilidad y el diálogo quedan relegados al ostracismo, las consecuencias se adivinan siempre desastrosas.
Poca confianza puede quedarnos ya en los actuales responsables de semejante choque de trenes para que den marcha atrás hacia una más que deseada reflexión sensata y que rebajen de una vez el ardor de sus arengas. A fuerza de ser ingenuos y mientras sean los mismos los que tengan que dirimir el conflicto solo podemos esperar que haya otros que con mayor altura de miras que estos sea capaces de reconducirles por el camino de la cordura.
Por último, ruego disculpen mis atrevidos lectores por la quizá excesiva extensión de mí artículo de hoy. Pero si no somos capaces de situar dentro de un contexto y una perspectiva histórica el devenir de unos acontecimientos y todo queda reducido a una visión simplista, resumen de una sucesión de hechos puntuales como puedan ser la celebración de una parodia de referéndum el pasado 1 de Octubre y un despliegue desproporcionado de las fuerzas de seguridad del estado como parapeto de la acción de un gobierno, difícilmente podremos encontrar las respuestas debidas para interpretar de la mejor manera los mismos.